Por Juan Pablo Cárdenas
A esta altura del Estallido Social nadie puede negar que este proceso compromete a millones de chilenos saturados de soportar tanta inequidad, abusos y corrupción política como empresarial. Aunque pasan los meses y nos encontramos en pleno período estival, las movilizaciones no ceden a lo largo y ancho del país, al tiempo que afianzan el más transversal repudio al Gobierno y al conjunto de los partidos y parlamentarios. Se aprecia que la muy tardía reacción del Ejecutivo y Parlamento para convenir un proceso constituyente es más bien una artimaña para bajar la intensidad de las protestas y tratar de salvar la credibilidad de nuestros gobernantes y legisladores. De allí que sus índices de respaldo popular incluso continúen deteriorándose, según lo indican todos los sondeos de opinión pública.
La consolidación de una Plaza de la Dignidad en Santiago y la presencia del pueblo en las calles de todo Chile son significativamente elocuentes de que los cambios demandados debieran concederse sin mayores dilaciones, si es que no se quiere que el descontento siga aumentando y se torne todavía más radical que lo que ahora se comprueba.
Sin embargo, debemos reconocer que muchos empiezan a manifestar disconformidad con los niveles de violencia y destrucción materializados por grupos vandálicos e irreflexivos que más bien parecen estar colaborando con los sectores renuentes a los cambios. Por algo, se asume que una de las estrategias de las autoridades en todo el mundo acosadas por el descontento social es la de infiltrar a los grupos opositores y disidentes a fin de inducirlos a realizar acciones que intimiden a la población, les sirvan de pretexto para extremar las medidas represivas y logren, finalmente, desbaratar los cambios.
Así sucedió en Chile antes y después de la Dictadura cuando ahora, por ejemplo, se reconoce que algunos partidos y movimientos allendistas fueron incitados a defender posiciones y acciones que finalmente alimentaron la conspiración y el golpismo militar derechista. Tampoco podemos olvidar cómo los propios militares y el llamado lumpen eran reclutados por Carabineros para acometer acciones violentistas para desprestigiar la resistencia pacífica contra Pinochet. Ciertamente, que la existencia en la actualidad de más de 500 mil jóvenes sin trabajo y estudios se constituye en el caldo de cultivo de la delincuencia común, del narcotráfico y facilita la fácil captura se éstos como mercenarios de las policías y servicios de seguridad.
Con ello no queremos decir que la violencia derivada de muchas manifestaciones sea consecuencia necesariamente de la acción de grupos infiltrados. Por supuesto, mucho de lo obrado es expresión genuina del propio descontento social y la justa rabia que se va acumulando a causa de la dilación programada de las demandas sociales a fin de salvar el sistema vigente, darle un nuevo respiro a la Constitución Pinochet-Lagos e intentar que la clase política siga suplantando a las expresiones sociales hoy expresadas en la actual Mesa Social consolidada al calor del legítimo alzamiento popular. La misma que acaba de romper el diálogo con La Moneda en vista de la constante burla de parte de las autoridades.
Es ineludible comprobar todos los días el clamor de centenares de chilenos que, manifestándose partidarios del descontento y la protesta, se reconocen víctimas del vandalismo que ataca inclementemente a los pequeños comerciantes, que destruye barrios y plazas y daña el patrimonio cultural y patrimonial de toda la población, especialmente de los que son más pobres y miembros de los sectores medios. El estupor, por ejemplo, de los cientos de miles de estudiantes que quisieron rendir su prueba de ingreso a las universidades pero fueron amenazados e impedidos de hacerlo por los grupos más rebeldes de las organizaciones de los secundarios. Así sea que la inmensa mayoría de los estudiantes, profesores, padres y apoderados compartan el diagnóstico de la educación elitista y excluyente que rige todavía el sistema educacional chileno y quisieran se elimine una prueba obsoleta y discriminatoria que se impone como condición para ingresar a las universidades.
De la misma manera, justo es reconocer otras diversas acciones que sorprenden y agreden a los vecinos y transeúntes, aunque en la mayoría de los casos los trastornos provocados en el libre tránsito y la seguridad de la población de deba más a la desquiciada y criminal represión policial. Así como a los persistentes abusos y provocaciones que se cometen con los elevados pasajes de la locomoción colectiva y los escandalosos peajes impuestos por las concesionarias privadas de las autopistas.
Es difícil descubrir en la historia nacional y mundial que las legítimas insurrecciones de los pueblos carezcan de una buena dosis de violencia. La lucha contra el apartheid y el colonialismo siempre la incluyó, aunque felizmente haya prevalecido la efectividad de los métodos de la NO violencia activa de los Ghandi, Mandela y otros conductores. Consecuentemente, es posible descubrir que hasta las acciones más radicales pueden legitimarse si éstas no incurren en el terrorismo y se proponen apuntar a objetivos bien determinados y eficientes. Cuando no son impuestas por los más intolerantes y vociferantes. El propio magnicidio ha sido legitimado por los grandes pensadores cristianos, tanto como las mismas guerras de liberación e independencia. De otra manera, no podríamos honrar a ninguno de nuestros padres de la Patria que no trepidaron en tomar las armas para liberarnos del dominio del extranjero, sus crímenes y expoliaciones.
En este sentido, la lucha por la emancipación y los derechos de los mapuches nos dan un gran ejemplo. No es un misterio que sus referentes vienen acometiendo acciones violentas en contra de la propiedad privada asentada con la usurpación de sus territorios ancestrales, afectando también las instalaciones madereras y forestales de los nuevos colonizadores alentados por el estado republicano. Lo que incluye toda suerte de atentados y destrucción de camiones y maquinarias, bloqueos de caminos y acciones armadas contra los efectivos militares y policiales dispuestos a aplacar su justa lucha liberadora. Pero es tan justa la causa de nuestros pueblos autóctonos que los gobiernos han fracasado constantemente en motejar a sus líderes como terroristas, y los mismos jueces dignos se han encargado muchas veces de exculparlos. Junto con dejar al descubierto los criminales propósitos y embustes de los represores. Entre los que debemos incluir los más poderosos medios de comunicación.
El éxito de la protesta y la subversión social siempre quedarán condicionadas a los métodos de lucha de quienes se rebelen contra los regímenes establecidos por las oligarquías. Hay códigos de ética que deben aplicarse hasta en las guerras para que éstas se hagan justas y, por supuesto, conciten el más amplio respaldo popular. Definitivamente, el fin no debe justificar los medios. Ni menos coincidir con los mismos métodos de quienes reprimen la libertad y los derechos humanos.
De nuevo es la historia la que avala la redención de los pueblos cuando esta prescinde de la violencia insensata y obedece a una clara dirección, por radical que esta sea. Es decir, cuando apunta directamente a los responsables de la injusticia y los abusos y no se deja tentar por actitudes que son más propios del fascismo por su intolerancia y desprecio por los sentimientos y valores del pueblo.
Es así como defender la continuidad de los actuales gobernantes, regalarles excusas o pactar con ellos una salida política negociada es arriesgar el éxito de toda una movilización más que justa y necesaria.