Por Juan Pablo Cárdenas S.
Entre los mitos cultivados en Chile siempre destacó el que nuestras policías marcaban sustantiva diferencia con las de otros países del mundo. Tal como ocurría con el tema del narcotráfico, por largas décadas también se afirmó que la lacra de la corrupción no se había entronizado en nuestro Cuerpo de Carabineros y que si había algo seguro en nuestra institucionalidad era la probidad y solvencia de la policía uniformada.
Sin embargo, aceptábamos que desde siempre los carabineros eran tentados por los grandes agricultores, los poderosos empresarios y los sectores más acomodados del país quienes, con todo tipo de lisonjas, los convertían en gendarmes de sus intereses, barrios y propiedades. Nos costaba reconocer que nuestros policías del tránsito pudieran corromperse, incurrir en discriminaciones, aunque también resultara muy evidente que en ciudades y carreteras los choferes de automóviles de lujo podían cometer con mucha facilidad toda suerte de infracciones, amparados realmente por estos hombres de verde denominados despectivamente como “pacos”. Esto es por una sigla que derivó en sustantivo en el léxico popular.
Al mismo tiempo, siempre nos resultó innegable la forma en que los carabineros las emprendían contra los vendedores ambulantes, los rateros y muchas veces cualquier persona que simplemente se les hiciera sospechoso por su aspecto o juventud. “Desclasados” les gritaban los transeúntes al observarlos en estas faenas claramente abusivas.
Tuvo que llegar la dictadura para que los policías se enrolaran fácilmente entre los terroristas de estado y llegaran a destacar entre los más sanguinarios operadores del régimen. Allí están, por ejemplo, los horrores de Lonquén y del Caso Degollados, en que la saña de algunos carabineros llegó a superar los más espeluznantes despropósitos castrenses contra los Derechos Humanos.
En lo que respecta a la posdictadura, muy poco duró el empeño por recuperar la bochornosa imagen pública de los carabineros. Conspiraron contra ello las informaciones que no han cesado de dar cuenta de la existencia de bandas policiales que roban autos, asaltan domicilios y aparecen vinculados a carteles de narcotraficantes. Sería muy conveniente que se reconociera alguna estadística que dé cuenta del número de efectivos por estas causas desvinculados de su institución y estén cumpliendo condenas públicas por sus delitos. Cuando siempre la posibilidad de llevarlos a la justicia es una tarea muy ardua, si se considera que la ley los reconoce como ministros de fe, y la superioridad policial mantiene una política de defensa corporativa para garantizarles una buena defensa ante los tribunales, cuando no fabricarles falsas pruebas y coartadas que les garanticen impunidad. Lo que se descubrió y desactivó, precisamente, con el homicidio del joven comunero mapuche Catrillanca en la Araucanía y esa retahíla de mentiras y contradicciones de varias versiones policiales y gubernamentales.
El “paco gate” y otros reiterados episodios de corrupción de parte de carabineros han logrado igualar o superar los fraudes al fisco, sobornos, malversación y otras deleznables prácticas cometidas bajo el alero de las FFAA. Después de largos años de operación, finalmente las autoridades civiles han debido llamar a retiro y procesar a decenas de oficiales de carabineros. Tal como ha ocurrido también en el Ejército y las otras ramas de la Defensa Nacional, pese a que la política tanto ha evitado incomodar durante todos estos años a las fuerzas del orden y la seguridad. En el temor, por supuesto, de una nueva conspiración y ruptura de nuestro “estado de derecho”, que por ser tan feble no ha cesado de tiritar frente al riesgo de un nuevo quiebre institucional. Aunque de paso hay que reconocer que la corrupción de los uniformados ha resultado un poderoso aliciente a los políticos para acometer sus propios y transversales delitos contra la probidad.
Desde el inicio de la llamada explosión social son ya muy pocos los que dudan de la profunda descomposición de Carabineros de Chile, convertidos como están ahora en los más fieros enemigos del pueblo, sus legítimas demandas y derechos sociales. Como todos sabemos, el saldo de la represión dispuesta por el actual gobierno es simplemente aterrador cuando se constatan las miles de víctimas privadas de libertad, los torturados en cuarteles policiales, los jóvenes violados y abusados sexualmente por sus captores, así como esa cantidad de chilenos heridos de distinta forma por sus mortíferos balines, camiones lanza gases y otros medios que llaman “disuasivos”. Acción que trágicamente se representa en los centenares de manifestantes que han perdido sus ojos, afectados por severos daños cerebrales y otras múltiples agresiones a su integridad. Desde el momento en que Sebastián Piñera, por lo demás, le decretara públicamente la guerra al país.
Toda una situación de horror que es consignada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y varios organismos internacionales que se han pronunciado por la existencia de nuevo en Chile de graves y sistemáticas violaciones contra la nación. Atentados, desde luego, de carácter terrorista que también han visto envueltos a efectivos policiales en acciones tan vandálicas como las de los grupos más radicales. Esto es en saqueos al comercio establecido y la destrucción de propiedad pública y privada a fin de imputárselas a los manifestantes y, ahora, disidentes. Bueno será, en este sentido, aquilatar algún día cuánto daño han ocasionado por las propias fuerzas del orden en la destrucción de edificios, plazas y señaléticas viales. Ya sea de forma abierta o encubierta. O mediante el uso de “infiltrados” como tantas veces ha ocurrido en nuestro pasado.
El actual director de Carabineros dice que sus efectivos cumplen con los protocolos establecidos para garantizar el orden público. Sin embargo, lo que se aprecia es justamente la provocación de los carabineros a la población que legítimamente quiere reunirse, manifestarse y solicitar sus derechos conculcados. Flagrantemente, el copamiento policial previo de las calles y espacios públicos lo que ha logrado es desafiar los derechos de los chilenos, para más bien exacerbar a los manifestantes y provocar enfrentamientos que claramente se producen cuando sus fuerzas especiales se hacen presentes para reprimir y favorecer la aparición y acción de los encapuchados que terminan protagonizando las marchas civiles pacíficas. Preparados para la guerra que se les instruye desde La Moneda y las intendencias del país, azuzando un conflicto que las autoridades creen conveniente mantener para disuadir las demandas sociales.
A pesar de esta marea represiva, la conciencia social y el despertar del pueblo terminará arrollando la Constitución actual, el sistema económico desigual, la corrupción de nuestras instituciones para que la dignidad, como tanto se proclama, culmine en hacerse costumbre en un país tan largamente asolado por los abusos, injusticias, como indignado con todos los que han administrado la política y el sistema económico.
De esta forma, Carabineros de Chile hoy son parte del problema y no de la solución y pacificación nacional. Han tomado partido por los opresores y defensa del orden que se impone desmoronar. Ya no son los veladores del pueblo y sus derechos humanos y, a no ser que desde sus filas se levante la rebelión en contra de quienes los digitan, hay que considerarlos, lamentablemente, enemigos de la nación.
Sin duda quisiéramos que desde sus filas surgiera un drástico cambio de actitud, en consideración a que sus efectivos pertenecen a los sectores más modestos y dolientes de la población, que también son atropellados cotidianamente en sus derechos y dignas aspiraciones. Por jóvenes que no tienen otra opción laboral que asumirse en enemigos de sus propios hermanos de clase, por lo que muchos en estos días confiesan su vergüenza y desolación.
Con los cambios que tarde o temprano Chile debe acometer, debe incluirse una profunda reestructuración de las policías, la posibilidad de que sus disímiles obligaciones puedan ser satisfechas, como en tantos países, por distintos cuerpos policiales. A objeto, entre otras múltiples razones operativas, de no arriesgar su integridad bajo un mismo mando, siempre vulnerable a corromperse y postrarse frente a las autoridades civiles que, como en el caso del actual gobierno, ofenden a la vocación republicana del país y carecen de su más mínima legitimidad democrática.