La reacción del rector de la Universidad del Desarrollo y de la ministra de Educación frente a la protesta estudiantil por la PSU son de una irresponsabilidad, que limita con la estupidez. Apelar, como lo hace el rector Valdés a los recintos militares para que allí se rinda la PSU revela su íntimo deseo de volver al autoritarismo; y, la ministra Cubillos, al exigir graves sanciones penales contra los jóvenes dirigentes de las protestas, muestra una insensibilidad con el estudiantado que le resta autoridad para continuar en el cargo.
El reciente rechazo juvenil a la PSU, como todas las protestas que se iniciaron el 18 de octubre, no surge del vacío. Encuentra una explicación en las profundas desigualdades del sistema educacional chileno. La rabia estudiantil se despliega contra un Estado que ha defendido el lucro y destruido la educación pública.
La PSU simboliza las desigualdades en la educación. No mide habilidades, talento natural o agilidad mental. La PSU mide conocimientos y éstos se encuentran distribuido desigualmente en Chile. Los hijos de ricos tienen libros en sus casas, profesores de calidad en los colegios privados que frecuentan, junto a un entorno cultural apropiado. Tienen dinero para ello, del que no cuentan las familias de las poblaciones marginales. Ello explica por qué en 2018, como todos los años, se repitiera esa diferencia abismal en los resultados de la PSU entre los estudiantes pobres, de las escuelas municipales y los estudiantes de familias ricas, de escuelas particulares: 470 versus 597 puntos en el promedio de las pruebas de matemáticas y lenguaje.
Los más elevados niveles de educación se encuentran allí donde viven los ricos: en Vitacura, Las Condes y Providencia. Ello es expresión de la segregación social y territorial, que pone en evidencia la división clasista de las escuelas. Por ello, con razón ha dicho la OCDE que Chile es el país con mayor segregación social en sus escuelas.
El sistema escolar inequitativo alcanza su culminación en el instrumento de selección universitario, que amplifica las desigualdades. Cierra las puertas a una educación superior de calidad a los jóvenes inteligentes, pero pobres, que no han tenido acceso al conocimiento.
En palabras simples, la educación es clasista. Los niños y jóvenes de diferentes niveles socioeconómicos no se encuentran, no conviven, no se conocen, al estar radicalmente separados territorialmente y según niveles de ingreso de sus familias.
Así las cosas, las mejores escuelas están reservadas para los hijos de las familias ricas, y gracias a ello obtienen los más altos puntajes en el SIMCE y la PSU, lo que les permite acceder a las mejores universidades. En cambio, los malos colegios sólo permiten a los jóvenes pobres y de clase media, ingresar a universidades de baja calidad o estudiar profesiones sin demanda en el mercado. Así es como ha crecido un ejército de profesionales que no trabajan en su profesión y que, en el mejor de los casos, sirven como empleados de los jóvenes de su misma generación y que se convierten en ejecutivos de las empresas de sus padres. Lo dice con claridad el profesor de la Universidad de Harvard, Ricardo Haussman:
“Los empresarios chilenos vienen de los mismos 3 o 4 colegios, de dos universidades, de los mismos apellidos y tienen dificultades para relacionarse con los que no pertenecen a su mundo. Chile es un país que no da oportunidad de movilidad a su propia gente.” (CIPER; 2015)
El sistema educacional chileno, en vez de enseñar a todos por igual, servir para integrar a los niños de distintos orígenes sociales, promover la convivencia en comunidad, estimular la promoción social, favorecer un mismo lenguaje y valores, se ha convertido en instrumento de exclusión y ampliación de las desigualdades.
La demanda por una educación decente y sin discriminaciones para todos los niños y jóvenes, hijos de familias ricas y pobres, tiene fundamentos éticos, económicos y políticos. Lo exige la justicia social, el desarrollo económico del país y la estabilidad del sistema político. Los estudiantes lo han entendido mejor que nadie y por ello exigen el término del lucro, el mejoramiento de la calidad y la eliminación de toda discriminación.
La reacción del rector de la Universidad del Desarrollo y de la ministra de Educación frente a la protesta estudiantil por la PSU son de una irresponsabilidad, que limita con la estupidez. Apelar, como lo hace el rector Valdés a los recintos militares para que allí se rinda la PSU revela su íntimo deseo de volver al autoritarismo; y, la ministra Cubillos, al exigir graves sanciones penales contra los jóvenes dirigentes de las protestas, muestra una insensibilidad con el estudiantado que le resta autoridad para continuar en el cargo.
En vez de represión, el gobierno debe dialogar con los estudiantes para construir un sistema educativo inclusivo y de calidad, que termine con el clasismo. Y, en lo inmediato es necesario reemplazar la PSU, convirtiéndola en un instrumento que mida principalmente habilidades y talento natural, antes que conocimientos.