Hace trece años, en el pueblo de Huichapan, una anciana pareja de campesinos Otomíes (indígenas del estado mexicano de Hidalgo) se dio cuenta de que había grupos de personas que dormían amontonados junto a las vías del tren para defenderse del frío punzante del Valle del Mezquital. Noche tras noche los grupos cambiaban, pero la pareja de ancianos decidió no expulsarlos de su tierra.
Poco después de su llegada al pueblo, un joven sacerdote investigó la situación de la nueva parroquia que le había sido asignada, preguntando a la comunidad qué le quitaría su sueño por la noche. La anciana campesina contó al párroco su preocupación por esas personas con acentos extraños, sin un muro que las proteja del viento. Decidió dar parte de su tierra a la parroquia para construir un refugio para los migrantes centroamericanos.
Algunas personas de Huichapan y de las comunidades vecinas respondieron al llamado del párroco; mujeres ancianas con ropas desgastadas por el tiempo y el trabajo de los campamentos comenzaron a llegar con sacos de comida para los migrantes, desafiando las lenguas maliciosas y las miradas desconfiadas de su gente. Algunas mujeres del pueblo, como Doña Magda y Doña Katita, comenzaron a regalar ropa y formaron un pequeño grupo que permitió la creación del centro. Comenzaron a nivelar el terreno, a organizar eventos de caridad y a recibir a los migrantes en un espacio improvisado encendiendo fogatas para cocinar y calentar los corazones afligidos por las innumerables desgracias del viaje.
Poco a poco se fue construyendo un dormitorio, una cocina y una habitación donde el párroco y los dos vicarios se turnaban para proteger el refugio de los asaltos de los bandidos locales, hasta que un día hace siete años Juan Luis (un jubilado de la fábrica de cemento del pueblo) decidió ayudar al párroco sustituyéndole durante el turno de Pascua de cinco días. «Se suponía que me iba a quedar cinco días, pero aquí estoy otra vez. Esta casa se ha convertido en parte de mi vida», dice Juan Luis mientras toma una taza de café con sus ojos brillantes. A partir de ese día, se convirtió en el coordinador del albergue: todos los días, desde la mañana hasta la media tarde, supervisa el centro, atendiendo los asuntos prioritarios, ofreciendo información a los migrantes sobre la ruta a seguir y los peligros de la «Bestia», los trenes de carga que atraviesan México de sur a norte. «Me preocupan especialmente las niñas y sus hijos que pasan por aquí: son carne fresca para los secuestradores, el cuerpo de policía y los cárteles de la droga», continúa Don Luis, insinuando con la cabeza a una joven hondureña de dieciséis años.
El joven párroco continuó visitando el centro en su motocicleta, animando a los centroamericanos con palabras de consuelo y sonrisas sinceras, hasta que fue transferido a otra parroquia. Hace un año y medio un grupo de jesuitas pertenecientes al SJM (Servicio Jesuita a los Migrantes) se interesaron por la zona y ofrecieron su colaboración, ayudando a construir las puertas que aún faltan, un muro para protegerse más fácilmente de las redadas exteriores y paneles solares que permiten a los migrantes lavarse con agua caliente e iluminar toda la zona del centro. Voluntarios esporádicos de diferentes partes del mundo son invitados por los jesuitas para ayudar al grupo de doña Magda, don Luis y su prima Enriqueta cocinando, sirviendo comidas, curando verrugas, hongos, heridas de bala y de fuego, pero sobre todo aquellas heridas más profundas que dejan cicatrices indelebles en el espíritu.
«A veces prestamos sólo nuestros oídos, testigos de las injusticias del mundo, a las desgarradoras historias de nuestros hermanos y hermanas migrantes», me dice Doña Enriqueta. «Nadie nos paga por nuestro servicio. Yo, por ejemplo, no tengo dinero para comprar gas en mi casa. No me importa la parte material del mundo; sé que por cada acción sentida que ofrezco, recibo una recompensa. Hay poca gente en el pueblo y en las comunidades que nos ayudan; la mayoría de ellos son hostiles a su hermano migrante. Cuando llego a casa, algunos de mis vecinos se burlan de mí y de lo que hago, pero no me importa. Lo que me importa es que cuando regreso a la Casa del peregrino migrante cada mañana me dejo abrumar por las sonrisas de esas bocas sedientas de justicia, injustamente perseguidas».
Doña Enriqueta representa el espíritu humanitario de la Casa del Peregrino Migrante. Desde hace cuatro años, todas las mañanas prepara incansablemente el almuerzo para los recién llegados. En el centro la llaman la tia keta, un ejemplo de servicio para todo el pueblo de Huichapan.
Traducido del italiano por Estefany Zaldumbide