Carlos Ruiz Encina es sociólogo, doctor en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile, y Presidente de la Fundación Nodo XXI, centro de pensamiento ligado al Frente Amplio (FA). En diálogo con Bárbara Schijman, Ruiz Encina explica por qué era previsible que la calle explotara como lo hizo, quiénes son los nuevos actores sociales en el marco de este «gran cambio histórico», y las agendas de corto y largo plazo. La mercantilización de la vida, la urgencia de evitar «las provocaciones de la derecha y aferrarse a la democracia», y su preocupación ante las masivas violaciones a los derechos humanos.
–El 18 de octubre último estalló la crisis política y social más profunda de las últimas décadas en Chile. ¿Sorprendió la magnitud de las manifestaciones que le siguieron o era previsible que en algún momento sucediera algo semejante?
–Sí y no a la vez. Por un lado, tengamos presente que anteriormente se dio una serie de manifestaciones con más de un millón de personas contra el sistema de pensiones, tuvimos el 8 de marzo más grande de todo América Latina, y la marcha del orgullo gay, que fue gigantesca. Hay un malestar que viene en crecimiento desde 2006, desde la marcha de los estudiantes en adelante. Por otro, hay cierta elite chilena conservadora que sí dice “fuimos sorprendidos”. En realidad, lo que sucede es que no han querido ver. Al mismo tiempo es cierto que se trata de una dimensión completamente nueva; esto no es la simple sumatoria de lo anterior. Se terminaron de articular ciertas demandas, como las demandas por la soberanía de las pensiones y las luchas por la soberanía y el control del agua, en contra de su privatización. Nuestra vida social cotidiana es de las más privatizadas, mientras el nivel de incertidumbre es enorme: la tasa de rotación de los empleos es altísima, la protección de servicios estatales es completamente inexistente, etc. Como decía un cartel por ahí: “no son treinta pesos, son treinta años”. Esto limpia todos los gobiernos para atrás. Los fondos del gasto social estatal se entregan a concesionarios privados que ofrecen estos servicios. Clínicas privadas, universidades privadas… Es el sistema neoliberal del voucher que terminó creando un capitalismo de servicio público. Este tipo de privatización en el resto de América Latina no existe. Todos conocen sobre privatizaciones de telefonías y líneas aéreas, pero no de servicios sociales. Es importante que esto se sepa para comprender por qué la gente explotó como lo hizo.
–En virtud de la envergadura de los acontecimientos, ¿puede considerarse un cambio de clivaje en Chile, en el sentido de un antes y un después en su historia?
–Chile no vuelve atrás. Hasta aquí fue el tiempo en que las reformas neoliberales gozaron de algún nivel de imposición por la fuerza, y que gozaban de cierta efectividad. En este momento la desobediencia civil ha rebasado todo ese tipo de marco y no hay vuelta atrás. En Chile se está gestando un gran cambio histórico. Y uno de los sujetos que empieza a tomar forma es una suerte de nuevo pueblo chileno, que no es el pueblo del siglo XX, no es el pueblo de los obreros industriales y de la clase media desarrollista; esos sectores fueron desmantelados por la transformación neoliberal. Este es el pueblo que engendró el neoliberalismo, y de alguna manera su propio engendro se empezó a poner de a pie. Si en este país fue donde nació el neoliberalismo es posible que sea también en este país donde primero se lo sepulte. Es claro que desde que se generó la transición a la democracia funcionaba mucho en Chile el temor a lo que se llamaba «la regresión autoritaria». De alguna manera eso contenía las protestas. El modelo económico de Pinochet no se modificó en la transición; se hizo una reforma del sistema político pero no del sistema económico. Al contrario, las privatizaciones se profundizaron. Esta cuestión está arrasando con moros y cristianos. Hoy en las marchas no hay banderas de ningún partido. Hay una sociedad que se quiere hacer ver, porque la política estuvo muy encerrada. La distancia entre política y sociedad es muy grande. La participación electoral ronda el 40%. Los segundos gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera han tenido un respaldo de menos del 25% del total del electorado potencial. No hay grandes mayorías políticas. Y en ese gigantesco divorcio entre política y sociedad fue apareciendo todo esto. La última encuesta de la Universidad de Chile indica un respaldo del 83% de la población a la protesta. La gente explotó más allá de ser de izquierda o derecha. Hasta hay gente de acuerdo con Pinochet que hoy sale a protestar.
–¿Y esto por qué?
–Porque terminaron convirtiendo en mercancía cosas de nuestra reproducción de la vida cotidiana. La vejez es una mercancía en este momento. Entonces ya nadie sabe qué tipo de vejez va a tener. Te venden mucho acerca de nuevas clases medias, pero basta que alguien se enferme para que caiga tres o cuatro estratos. Tal grado de volatilidad genera en el individuo una gran crisis de incertidumbre.
–Estos nuevos modos de manifestación exigen nuevos modos de representación. ¿Qué debería revisar la izquierda para volver a ser la referente política de muchas de estas demandas?
–La izquierda tiene que dejar atrás algunas fórmulas del siglo XX. Hoy estamos lidiando, por un lado, con una demanda de derechos sociales universales, que implica poner más Estado en ciertos puntos; por otro, el mismo individuo está pidiendo una mayor autonomía individual. En este punto, la izquierda históricamente no ha sabido lidiar con las demandas de autonomía individual. Para decirlo bien autocríticamente, el precio a pagar por la igualdad en el siglo XX era sacrificar la libertad. Eso hoy no funciona; tenemos una sociedad distinta. Además, de alguna manera, el ciclo capitalista neoliberal en Chile cambió toda la estructura de clases. Ya no está la vieja clase obrera industrial -por eso es que no se ven sindicatos en las marchas, ni tampoco está la vieja clase media desarrollista, porque todo eso ha sido desmantelado y expulsado del Estado. Tenemos que hablarle a otro pueblo y a otro panorama social. El desafío de la izquierda es apropiarnos del presente, de esta nueva geografía social que está explotando con sus demandas, con sus nuevos factores culturales, y no seguir más bien en una especie de repliegue identitario en una cueva donde los que se reúnen son los convencidos de siempre. Hoy hay que salir a la calle. Necesitamos una nueva izquierda para un nuevo pueblo.
–En diversos sectores y países Chile gozaba de buena reputación económica internacional. De alguna manera, la protesta social desnudó la fuerte desigualdad social y le sacó el disfraz al «oasis» defendido por Piñera.
–La paradoja chilena, que confunde afuera, plantea lo siguiente: al mismo tiempo que disminuye la pobreza aumenta la desigualdad. Es cierto que disminuyó la pobreza y que ya no es la de niños sin zapatos. Pero creció la desigualdad en paralelo. Hay un sector que se apodera de todo ese crecimiento de una manera brutal. Y contra eso se está rebelando esta historia. La oposición que se crea entre este nuevo pueblo y esta nueva neo-oligarquización neoliberal es distinta al conflicto social que hayamos podido tener en el siglo XX. El «oasis» de Piñera es uno en el que está su casa y la de sus vecinos. Hay un nivel de mercantilización y privatización de la vida que, en nombre de la libertad que nos trajo el neoliberalismo, nos terminó robando la soberanía y el control de nuestras propias vidas. La Concertación no privatizó, pero concesionó. Los gobiernos de la Concertación fueron simplemente neoliberales. En Chile no existe nada público hace ya mucho tiempo. Y entonces, en esa distancia entre política y sociedad, la situación explota con estos niveles que han sido advertidos de inorganicidad política. Aquí es donde empieza a ocurrir algo interesante, que tiene que ver con la aparición de un enjambre de nuevas coordinadoras.
–¿Coordinadoras en tanto nuevos actores sociales?
–Diferentes a los viejos actores sociales. Me refiero a las coordinadoras de la soberanía del agua, de las pensiones, las distintas coordinadoras feministas, etc. Coordinadoras que responden a nuevos focos de conflicto propios de este siglo de expansión capitalista de fines del siglo XX. Chile es un laboratorio, por el nivel extremo al que han llegado estas cosas. Se empiezan a constituir nuevas formas de organización para responder a esas cuestiones. Se verá en qué medida madurarán o no como los grandes actores sociales de este período, pero es indiscutible que son quienes más efectividad tienen para llamar a las marchas. En cambio, las viejas centrales sindicales en este momento no movilizan a nadie. Lo que ocurre en las calles es impresionante. Chile ya despertó. Las versiones más lucidas del empresariado deberían darse cuenta de que si quieren paz social eso tiene un costo y tienen que meterse las manos en el bolsillo. En algunos sectores empresariales esa discusión está transcurriendo, pero todavía no hay una claridad con cómo enfrentar esta situación. El sistema de presiones que se expresa arriba de la figura presidencial es tremendo. Piñera pasó de decir que escuchó al pueblo a decir que estábamos en guerra.
–Se habla de 22 personas fallecidas, más de 2 mil heridos y 6 mil detenidos. ¿Hay registros de esto?
–Es muy preocupante. Recién ahora se están construyendo los registros de lo ocurrido. Tenemos una delicada situación con los derechos humanos. Las cifras que se manejan a este respecto son muy dispares e indeterminadas. Los casos más emblemáticos en el último tiempo son los de pérdida de visión; un alto número de jóvenes víctima de trauma ocular por el uso de balines disparados directamente a la cara. Hay una cosa conservadora contra la adolescencia que es brutal. Se habla también de violaciones masivas a muchachas jóvenes en cuarteles policiales y centros de detención. Lamentablemente la sociedad ha tenido que pagar un costo muy grande para empezar a sacarse de encima una Constitución que va para 40 años.
–Sobre este último punto, el jueves 14 se llegó a un acuerdo parlamentario para una nueva Constitución. ¿Cómo cree que seguirá todo a partir de este anuncio?
–Lo que queda claro es que el pueblo chileno no está pidiendo ser representado sino que está exigiendo participar. Por lo tanto, el tema de una nueva Constitución tiene que llevar a formas de participación muy relevantes. El cómo no es secundario. La oferta presidencial apunta más bien a una especie de reforma constitucional encerrada en el Parlamento. De modo que es muy difícil que así vayan a resolver los instintos de movilización popular. El gobierno continúa con una defensa cerrada del modelo socioeconómico, de las ventajas y privilegios que establece para una casta muy pequeña. Eso deja las cosas en muy mal pie para poder vislumbrar avances hacia cualquier acuerdo social mayor. Es necesario avanzar también en una agenda de corto plazo, más allá de una agenda de mediano plazo.
–¿Qué cuestiones debería atender cada una?
–Por un lado, hay una agenda de mediano plazo, que es sobre la que se está insistiendo y que tiene que ver en el fondo con deshacernos de la Constitución que nos heredó Pinochet. Transformar esa Constitución significa una discusión sobre cómo cambiar el modelo de desarrollo, el tipo de inversión extranjera, y cómo construir derechos sociales sobre ciertas cosas mercantilizadas de la vida, entre otros puntos. Pero una nueva Constitución no va a estar operando en el corto plazo; hay que avanzar pero sabiendo que es de mediano plazo. Y habrá que buscar los mecanismos participativos, en medio de la crisis de legitimidad de las instituciones políticas, que permitan dar garantías de modificar ese camino. Por otro lado se necesita una agenda corta, en la que se atiendan cuestiones muy concretas como la cuenta de la gente a fin de mes, los precios de los medicamentos, el acceso a los ahorros de los fondos de pensión… Porque en nombre de la libertad no nos dejan acceder a nuestros fondos de pensiones. Hay 37 mil enfermos terminales que no tienen acceso a sus fondos de pensiones de ahorro. Se trata de abrir un nuevo ciclo histórico, con un cambio de modelo de desarrollo, con una reforma al sistema de Estado y un cambio de régimen político. En torno a esa posibilidad de liderar un horizonte para ese ciclo histórico es donde van a tener que madurar ciertos liderazgos políticos. Ahí se va a probar realmente cuál empieza a ser la izquierda del siglo XXI.
–Con la aprobación de Piñera en un 13%, ¿cómo imagina los meses venideros del gobierno?
–Su situación es muy precaria. Un régimen político tan marcadamente presidencialista como el chileno está en este momento con una figura presidencial muy débil; el panorama es de un régimen presidencialista sin presidente. Algunos días atrás anunció la promulgación de más leyes represivas, con formas de detención mucho más arbitrarias de las que ya teníamos, un repliegue autoritario que no facilita llegar a un diálogo. De momento la situación es muy cerrada. Quedan no pocos intersticios para aventuras más autoritarias, sobre todo de sectores más de ultraderecha. No creo que pueda haber una hegemonía muy larga de ese tipo de aventuras, pero sí puede haber una situación de dos o tres semanas muy negras. De ahí que la protesta social tenga que ser muy responsable, porque tiene que entender que la única vía para resolver sus problemas, sus intereses sociales, es la democracia. Cierto empresariado no la está defendiendo y el presidente tampoco. Nosotros somos los que tenemos que evitar las provocaciones de la derecha y aferrarnos a la democracia.
–Señala que hoy la defensa de la democracia en Chile está en manos del pueblo. En paralelo, en la últimas horas se perpetró un golpe de Estado en Bolivia.
–De manera muy clara, hay que condenar cualquier aventura golpista. En América Latina sabemos a un precio muy alto lo que eso significa. La injerencia militar, y en particular esas oligarquías racistas que hay en Bolivia, son condenables de manera irrestricta. A esto añadiría, y lo haría como un reclamo a las fuerzas progresistas y de izquierda en general, que tenemos que reflexionar acerca de por qué pasan estas cuestiones. Una reflexión que no existió, por ejemplo, sobre lo sucedido en Nicaragua. Cómo se terminan desvirtuando ciertos procesos de transformación popular. En el caso boliviano hay un ensanchamiento y una mayor complejidad de la alianza social sobre la que se sostenía el proyecto de transformación que no fue adecuadamente incorporada en los últimos años en términos políticos y de participación. Por lo tanto ahí se produce también cierta dosis de resquebrajamiento de esa alianza social de sustento político, y esto lo aprovechan el militarismo, las oligarquías racistas y la que nunca falta en América Latina, la injerencia extranjera.