Son ya dos meses en los que día a día y más masivamente que nunca, el pueblo chileno se viene manifestando en contra de un sistema abusador, discriminador y opresor. Especialmente se viene denunciando el trato excluyente en los más diversos ámbitos: una educación segregadora que termina endeudando a las familias, una salud donde se debe esperar meses antes de lograr ser atendido, pensiones indignas para la gran mayoría de los adultos mayores, la falta de derechos básicos garantizados entre los cuales se cuenta también el de la vivienda, trabajo, transporte, pero por sobre todos estos derechos sociales que una y otra vez se reclaman desde las plazas de todo el país, por sobre todos ellos los manifestantes vienen insistiendo en la necesidad de una nueva Constitución generada mediante una Asamblea Constituyente.
Es decir, poder retomar la soberanía del poder popular y delinear entre todos la carta magna que refleje el tipo de país en que queremos vivir, capaz de incluir a todos y todas, garantizando una existencia digna a quienes comparten este territorio.
Sin embargo, pese a la tremenda crisis social evidenciada, la élite política compuesta fundamentalmente por los parlamentarios de derecha, más los que formaron parte de la Nueva Mayoría (a excepción honrosa del Partido Comunista), así como los partidos que permanecen aún en el Frente Amplio (porque los que – también honrosamente se salieron – no participaron) dieron origen a un «Acuerdo por la Paz social y la nueva Constitución» para plebiscitar si la población quiere o no que una Convención Constitucional redacte una nueva Constitución. Una Convención y no una Asamblea Constituyente, porque temen a las asambleas, a la soberanía que emana de una de tipo constituyente, a los mecanismos y plazos que una Asamblea de este tipo se fija a sí misma. Los políticos chilenos tienen horror a lo que ellos mismos no puedan definir, de modo que solamente acordaron plebiscitar la posibilidad de que una Convención con sus plazos y mecanismos pre-establecidos, quorums de aprobación ya fijados, pueda llegar a redactar aquel texto que termine con el que se redactara décadas atrás en la dictadura.
Pero no sólo. Hoy los parlamentarios han sometido a votación si esta posible futura Convención Constitucional debería o no contar con escaños reservados para los representantes de nuestros pueblos originarios, si debería o no contar con paridad de género entre hombres y mujeres y, por último, si debería facilitar o no la participación de independientes, es decir, de personas no afiliadas a ningún partido político.
Después de dos meses de hartazgo, de manifestaciones reprimidas una y otra vez, de vidas que se han perdido, de cientos de ojos baleados, de miles de heridos que Carabineros ha ido dejando en su desmedida represión, dos meses en los que este pueblo viene reiterando su convicción y llevando adelante su protesta, recurriendo a marchas, caceroleos, bloqueos de autopistas, asambleas auto-convocadas, performances, conciertos, bicicletazos, acampadas, y tantas otras formas de decir lo que quiere, después de todo este esfuerzo por tratar de hacerse entender, la Cámara de Diputados ha rechazado las tres indicaciones y simplemente dejado fuera a los originarios, las mujeres y los independientes.
¿Qué habrá entendido este grupo de personas que son parlamentarios actualmente respecto de las demandas del movimiento social, de lo que la gente ha estado gritando en las calles? ¿Qué incapacidad tienen para reconocer la existencia de quienes no son como ellos, si bien conviven en el mismo territorio? ¿Cómo pueden dejar fuera la paridad de las mujeres? ¿Hasta cuándo seguirán excluyendo a los pueblos originarios? ¿Habrán comprendido que no fue por 30 pesos sino por 30 años de injusticias que se ha manifestado el despertar de una nueva conciencia en Chile?
Un Acuerdo elaborado a espaldas de las organizaciones sociales, sin consulta alguna con el movimiento social, que sigue impidiendo que la gran mayoría de la población participe, no promete ninguna nueva Constitución fundacional de un sistema en el que pueda primar la justicia social, sino que más bien huele a otro «gatopardismo» más, que permita simplemente re-escribirla para mantener todo igual.
Es una vergüenza.