Por Joan Cabasés Vega / El Salto diario
Centenares de miles de personas en todo el país rechazan las reformas planteadas por el gabinete de Hariri en el quinto día de unas protestas sin precedentes y exigen la dimisión en bloque de un gobierno en el que no confían.
Mohammad Ajaaj, ciudadano beirutí de 33 años, parece hipnotizado. “Hoy solo importa el Líbano”, afirma sin apartar la mirada del objetivo. Plantado encima de un puente, este trabajador de una tienda de zapatos observa con admiración los centenares de personas que van apareciendo por la calle de debajo en su camino hacia la manifestación.
“La gente está protestando porque no tiene dinero para alimentar a su familia”, argumenta Ajaaj. “Muchos pasan los días en su casa sin trabajo, electricidad ni agua», añade. «Por eso hoy no importan ni [el primer ministro] Hariri, ni Hezbolá ni nada de eso. Hoy solo importa el Líbano», insiste con gesto vehemente.
El país celebró ayer una huelga general y el quinto día consecutivo de protestas masivas y lo hizo desde Nabatieh hasta Trípoli, pero su significado era esta vez algo diferente a las jornadas anteriores. Los manifestantes salieron a la calle a pesar del intento del gobierno liderado por Saad Hariri de apaciguar unas manifestaciones espontáneas y sin precedentes que pedían una dimisión en bloque del gobierno.
La clase política actual, ya en el poder durante la guerra civil iniciada en 1975, anunció ayer por la mañana unas reformas que no frenaron las protestas: reducción del sueldo de los políticos en un 50%; ausencia de nuevos impuestos en el presupuesto nacional del año 2020; contribución por parte de la banca de 3 mil millones de dólares para no aumentar el déficit del 150% del PIB que ya arrastra el país o la creación de una ley que permita devolver al Estado el capital saqueado de las arcas públicas. Son, todas ellas, medidas que no cumplen con las demandas de los manifestantes.
“Queremos que se vayan todos. No confiamos en ninguno de ellos”, dice Samar Basha, una mujer de unos cincuenta años. Ha puesto una mesa en la Plaza de los Mártires de Beirut, donde tienen lugar las protestas en la capital del país, y vende chocolatinas y otros refrigerios. “No tenemos dinero, trabajo, ni seguro médico. El Líbano lleva décadas en la misma situación, pero hemos dicho basta. Los políticos tienen sus propios negocios y solo dan trabajo a su gente. Se quedan con todo mientras a nosotros nos van añadiendo impuestos”, denuncia.
Basha menciona políticos libaneses y los asocia a supuestos casos de corrupción. Incluso muestra un meme de la mujer de uno de ellos que “solo por serlo”, asegura, se estaría embolsando cantidades astronómicas. “Estamos hartos de sus cargos y de sus sueldos hereditarios”, añade la vendedora.
Hassan Ballout tiene 24 años, es hijo de Basha y está disconforme con las reformas planteadas por el gobierno: “Que la clase política se baje el sueldo un 50% no sirve de nada”, asegura el joven: “Tienen formas de llevárselo todo por otros lados”. Human Rights Watch parece darle la razón: reconoce que las acusaciones de mala conducta hacia el gobierno libanés tienen fundamento y añade que la falta de mecanismos para rendir cuentas sobre su actuación permite dudar sobre el cumplimiento de las reformas anunciadas ayer. Madre e hijo están poco convencidos de que estas protestas lleguen a ninguna parte. “Saben cómo hacernos volver a casa”, dice ella; “sin organización, esto quedará en una oleada puntual”, dice él.
Dos mujeres se unen a la conversación. Elma Hayyoury, estudiante universitaria de 18 años, asegura que están reclamando sus derechos y cuenta que su padre combina tres trabajos distintos para tirar adelante. En Beirut se cobran sueldos de 600 dólares y se pagan alquileres de mil dólares. La acompañante de Hayyoury, de la misma edad que la vendedora Samar Basha, pone el grito y las manos en el cielo: “¡Queremos evolución!”.
La plaza y sus alrededores están abarrotados de gente. Son decenas de miles, muchos de ellos son jóvenes y no bajan el listón desde el pasado jueves. Unos altavoces ponen música y otros animan al personal a seguir algún cántico. No hay organización, liderazgo ni horarios, así que la gente acude el rato que quiere y se pasea arriba y abajo. Cuando anochece parece que en la concentración estén todos: familias enteras, jóvenes que se abren paso en sus scooters destartaladas o adultos que aprovechan para reencontrarse con un grupo de amigos. Desde el pasado jueves ha habido al menos unos 200 detenidos y aquella misma noche los cuerpos policiales emplearon balas de goma, pero las manifestaciones han transcurrido generalmente de forma pacífica.
Bara’a Ahallah es un estudiante de instituto de 16 años. Luce los colores rojo y blanco en cada mejilla, la bandera nacional colgada del cuello y una alegría desbordante. “Hemos venido en coche desde Ain Dara [un municipio montañoso fuera de Beirut], pero merece la pena”, explica. “Protesto porque hoy por hoy solo puedo imaginarme mi futuro fuera del país, y eso no debería ser así», lamenta Ahallah, que se muestra esperanzado: «Las manifestaciones en el Líbano son siempre de un grupo contra el otro, pero estos días salimos a la calle todos juntos”.
Mohammad Miwashi, miembro de 37 años de una ONG que trabaja en el ámbito de la salud, asevera que los manifestantes están unidos por el odio al régimen: “Los políticos quieren que nos odiemos los unos a los otros, pero ahora nos une el odio hacia ellos”.
El Líbano está atravesado por la división sectaria. Hay 18 grupos confesionales que promueven la creencia en una fe, pero su influencia va más allá de la esfera espiritual: ofrecen servicios a sus seguidores, reciben visitas para que se les pidan favores personalmente y piden el voto cuando hay elecciones al gobierno nacional. Cada grupo religioso tiene por lo menos un partido representándolo en el sistema político libanés y cada comunidad trabaja para ella misma.
Como consecuencia, las identidades confesionales pasan a menudo por delante de la nacional. Las protestas de estos días, en las que participan personas de todas las comunidades y sin simbología partidista, son algo especial. “Nunca había visto tantas banderas libanesas juntas”, explica Miwashi. Su sobrino de cuatro años agita constantemente una de ellas. “El colegio y la universidad son muy caros”, cuenta el hombre mientras se fija en el crío. “La gente solo puede tener un hijo y hay familias que no pueden llevarlos al colegio”, suspira Miwashi.
Dana Hassanieh, profesora de literatura inglesa de 27 años, protesta porque “siempre nos dicen que tendremos electricidad las 24 horas del día y eso nunca es así”. Los hogares libaneses tienen cortes eléctricos durante tres horas al día de forma programada, y quien se lo puede permitir lo remedia con unos generadores proveídos por negocios privados en manos de las mismas personas que dirigen el país.
“El drama de los incendios ha hecho ver a mucha gente hasta qué punto esta clase política es incompetente”, dice Doria El Ferekh, community manager de 24 años. El Líbano sufrió días atrás más de un centenar de incendios dejando buena parte del país en cenizas de norte a sur. Los libaneses no se enfrentaban a incendios así desde hacía décadas. Pero los tres helicópteros especializados en apagar fuegos con los que cuenta el Estado se quedaron en el garaje: hace cinco años que están en desuso por falta de mantenimiento. “Es una incompetencia que mata”, protesta la joven profesional.
Que un gobierno supuestamente corrupto e incompetente pretendiera subir impuestos colmó el vaso. “Estamos hartos”, sigue El Ferekh con tono elevado: “Es una acumulación de cosas. Que nos hayan querido poner impuestos en el uso del WhatsApp ha sido la chispa de estas protestas, pero queremos que dejen de corromper”. El gobierno había anunciado que cobraría 20 céntimos de dólar al día por cada llamada hecha a través de esta y otras aplicaciones de mensajería. A pesar de haber retirado la medida hace días tras ver la reacción popular, las manifestaciones continuaron.
En la protesta hay mucha presencia femenina, pero El Ferekh condena el “retrato” que la prensa hace de ellas: “Se dice que las mujeres que nos manifestamos venimos aquí de fiesta”, denuncia El Ferekh, “pero somos gente con estudios que reclama nuestros derechos”. Lleva una pancarta con el mensaje “Qué ganas tengo de contarles esto a mis hijos” y la mantiene en alto casi todo el tiempo.
En la concentración se respira un ambiente de respeto y admiración colectivos. Personas de todas las confesiones gritan juntas “La gente exige la caída del régimen”. Un grupo de estudiantes hace el recuento de los cuatro ministros que ya han abandonado el cargo —refiriéndose a los del partido cristiano Fuerzas Libanesas—, pero aseguran que quieren más dimisiones y mejoras sociales.
“Cada uno tiene sus problemas”, analiza Rita, ingeniera civil desempleada de 26 años que prefiere no dar su apellido. “Y cada uno de estos problemas tiene relación con la corrupción de este gobierno”, sentencia.
“Hemos estado adormecidos y nos han ignorado durante mucho tiempo”, reconoce Marwan Habib, nutricionista de 46 años. Anda por la manifestación tirando fotos aquí y allá. “Pero ahora esto es espontáneo, sin líderes, no había ocurrido nunca”, destaca: “No viviremos hasta que no ganemos esta batalla”.
Para salir de esta situación, Habib hace suya la propuesta que se está perfilando por parte de al menos un sector de la movilización libanesa: “Las dimisiones deben dar paso a un gobierno temporal hasta que el año que viene pueda haber elecciones”, asegura. “Todo lo que no sea eso, es bullshit”, apunta el nutricionista. “No sé si le estamos ganando un pulso al gobierno o no”, comenta Habib, “pero este no será el último día de manifestaciones”.