Los curiosos ejemplares de gobernantes impuestos por el imperio en territorio ajeno son fenómeno de estudio.

No es preciso ser experto en política internacional para ver con meridiana claridad la manipulación obscena del grupo de países desarrollados –con Estados Unidos a la cabeza- sobre la vida institucional de las regiones bajo su estricta férula económica. Desde cuando se quitaron la careta y comenzaron las invasiones, las “guerras de diseño” -creadas con objetivos específicamente corporativos- las dictaduras y los rompimientos de aquellas incómodas democracias no afines con sus planes, el mundo ha caído en una espiral de violencia y empobrecimiento imposible de justificar con razones técnicas.

En esta incesante persecución y eliminación selectiva de líderes independentistas de países en desarrollo, ha sido notable el apoyo político, financiero y de operativos de inteligencia prestado a individuos dispuestos a traicionar a sus pueblos. Los discursos populistas previos a cada proceso electoral, han repetido una y otra vez las falacias generadas durante la Guerra Fría con el propósito de amedrentar y confundir a una opinión pública impedida de ejercer su derecho al acceso irrestricto a fuentes fidedignas de información. En esa misma tónica, el trabajo de incidencia en los organismos legislativos con el propósito de impedir cambios capaces de afectar su espacio de influencia, así como el control absoluto de los medios de comunicación, han sido parte de una de las estrategias mejor articuladas, cuya finalidad es conservar a las naciones dependientes en una dependencia aún más profunda.

No resulta, entonces, difícil comprender que la elección de gobernantes para nuestros países, apoyada desde la sede del imperio con dinero y otros trucos menos confesables, recaiga en personajes oscuros y decididos a todo con tal de conservar los favores de quienes los han colocado en esa posición de privilegio. En este juego de ajedrez juegan un papel fundamental las cúpulas empresariales de nuestros países, cómplices perfectos en los planes para blindar al actual sistema económico impuesto desde las agencias financieras y otras organizaciones mundiales, y con ello conservar intacta su carta blanca para depredar los recursos y el patrimonio de las naciones sometidas a su voluntad.

Estos gobernantes-aliados se reconocen por el intempestivo cambio de discurso en cuanto logran su elección. De paladines de la democracia, se transforman de pronto en pequeños dictadorzuelos comprometidos con las clases dominantes y enemigos declarados de las clases trabajadoras. La prédica religiosa va desde el tono humanista de la campaña hacia la sumisión fanática y la obediencia ciega a doctrinas impuestas desde el extranjero con fines de control social. Sus prioridades derivan hacia la protección de privilegios para los más ricos, con la exigencia de sacrificios para los más pobres. Dados sus compromisos, terminan por demoler estructuras institucionales y caer en un desprestigio cuyo peso también arrastra al país al cual representan.

Ante las acciones de estos gobernantes, la ciudadanía suele sentir una vergüenza inevitable por la torpeza, la falta de nivel y la estulticia de aquellos a quienes ha elegido en un proceso político iniciado con esperanza de cambio. Sin embargo, esas penas ajenas son también penas propias al comprobar una vez más el engaño de un sistema capaz de arrasar con el poder ciudadano y, por ende, con el imperio de la democracia. En esos casos, solo resta ir hacia atrás y buscar la falla en los mecanismos de organización política y los marcos legales para procesos electorales, donde precisamente se han pergeñado las trampas.

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