Por Esther Yáñez Illescas
Estela llegó al hotel de Medellín porque su hija le prestó dinero para el taxi. Mi compañero y yo le dijimos que no se preocupara, que si había algún problema nosotros podíamos encargarnos de eso. Al fin y al cabo, venía para contarnos su historia y la de otras 1.200 familias del municipio de Ituango, en el Departamento de Antioquia.
Ituango queda como a seis o siete horas, dependiendo del conductor, el clima y el tráfico, de aquella mesa de café donde pasaríamos el resto de la mañana hablando de uno de los desastres políticos y medioambientales más ignorados de Colombia.
Estela se sentó con su rostro de mujer impertérrita y pidió café negro para hablar del megaproyecto hidroeléctrico de Hidroituango (el más grande el país) y en seguida supe que aquella iba a ser una charla intensa. Nos estábamos preparando para viajar a la zona al día siguiente y como casualmente ella estaría fuera por motivos personales, accedió a que nos encontrásemos en nuestro hotel de Medellín el día anterior.
En cifras, Hidroituango comenzó a construirse en el año 2009 con la desviación del río Cauca o Patrón Mono, como lo llaman los barequeros del cañón. El Cauca, que en pocas horas veríamos aparentemente manso desde las carreteras imposibles que nos llevarían hasta el proyecto, es el segundo río más importante de Colombia. Es fácil verlo aquí y allá porque baña siete departamentos del país.
Hidroituango quiere tener una capacidad instalada de 2.400 megavatios y está construyendo un muro de 225 metros de altura. Quién lo construye también es interesante para entender el porqué de las cosas.
Los mayores accionistas son la Gobernación de Antioquia y Empresas Públicas de Medellín (EPM. Veríamos estas siglas por todas partes desde que nos bajamos del autobús) que a su vez es la empresa ejecutora. EPM es una transnacional de origen público que en los últimos años se ha convertido en uno de los grupos empresariales con más presencia en América Latina y Europa.
El gerente general de la empresa es Jorge Londoño de la Cuesta, un personaje que autorizó el uso del polígrafo contra 18 de sus empleados para saber quién había filtrado unos documentos a la Alcaldía de Medellín después del primer desastre ambiental (y hasta la fecha el más importante) de la represa en construcción. El 28 de abril del año 2018, uno de los túneles de desviación de las aguas del río se taponó por un derrumbe en las obras del muro imponente.
El Cauca comenzó a desbordarse. Es la pesadilla que nos cuenta Estela en aquel café de nuestro hotel en Medellín.
«Estábamos durmiendo cuando mi hijo me despertó y me dijo: ‘Mamá, el río no se escucha'», cuenta. Ella y su familia vivían junto a otras cientos, miles de personas a las orillas de esas playas desde hacía décadas. Hacían vida en el torrente y vivían de él. Eran pescadores y barequeros artesanales del oro que aparecía bastante de vez en cuando. Suficiente para no querer más, ni para soportar la idea de irse, aunque desde que la empresa comenzó con el megaproyecto, el fantasma del desalojo siempre estuvo ahí.
Su resistencia como comunidad organizada no sirvió de nada frente a un desastre natural de aquella magnitud. El río les comió. Literalmente. Estela tiene que parar de hablar porque se le quiebra la voz recordando cómo salieron corriendo montaña arriba con lo puesto y las legañas.
El Cauca comenzó a beberse su casa en mitad de una noche que no olvidarán nunca. Llora lágrimas de rabia porque es una mujer fuerte, pero cree que le arrebataron su vida a bocajarro y ahora duerme en un albergue provisional y depende de la caridad de sus verdugos y de vender bolsos que cose a mano con eslóganes de lucha digna, que es, generalmente, la del más pobre.
Estela cree que lo que pasó no fue un accidente. Estuvieron cinco días perdidos por la selva, sobreviviendo a la inundación, hasta que operativos de la Cruz Roja Internacional y funcionarios de la Gobernación de Antioquia les rescataron el 3 de mayo.
«Dormíamos subidos en los árboles para evitar que nos alcanzara el agua, no comíamos, no nos cambiamos la ropa mojada en todo ese tiempo», cuenta, pero se nota que eso no era lo que más le importaba ni le importa.
Lo que más le importaba y le importa es pensar que la empresa (EPM) había provocado aquella catástrofe a propósito. Al menos esa es su teoría. «Querían desplazarnos desde el principio para poder construir la represa libremente y nosotros nos resistíamos. Si nos íbamos tenían acceso libre al territorio».
En este territorio hay también intereses internacionales. La brasileña Camargo Correa, las colombianas Conconcreto SA y Coninsa Ramón HSA, la suecas Scania y Atlas COOP, el consorcio español Ferrovial Agroman o la chilena Chile Sainc Ingenieros Constructores.
Según una denuncia de las comunidades afectadas, organizadas en una asociación denominada Ríos Vivos, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) otorgó el 29 de agosto de 2016 un préstamo sin atender una misiva de estas comunidades en las que explicaban por qué rechazan el proyecto. Hidroituango también recibe dinero del Banco de Desarrollo de Brasil (BNDES) y de la Agencia de Crédito a la Exportación de Canadá.
Como pasa en el resto del país, en la zona hay multitud de grupos armados. Conviven allí desde antes de que llegase la represa y, por supuesto, se disputan el territorio. Ituango es un caramelo para la delincuencia.
Es el perfecto pueblo para el narcotráfico: rodeado de montañas y de difícil acceso. Los cultivos de hoja de coca abundan sin que nadie se pregunte hasta cuándo, y es fácil observar cómo se lava la plata sin mayor aspaviento cuando resulta necesario. A la entrada del pueblo, antes de bajarnos del autobús urbano que nos trajo con más o menos sustos desde Medellín, vemos varias casas en construcción. Demasiadas para un pueblo de esas características, pero si se quedan vacías no importa.
El desastre ambiental del 2018 provocó, sin quererlo (o no) que el pueblo quedase más aislado de lo que su naturaleza reciente quiso en un principio. El desbordamiento del río Cauca ahogó el único puente que unía la carretera de Medellín con Ituango así que ahora, para llegar al municipio, es obligatorio tomar un ferry y cruzar el embalse.
El ferry es cortesía de EPM, pasa cada media hora y cruza desde las dos playas fronterizas, La Bruja y El Bombillo, en un goteo incesante de vecinos acompañados por el inestimable personal de seguridad que no permite grabar vídeos a bordo. Yo grabé alguno con un poco de desfachatez de tonta extranjera. El mantra «graba hasta que te digan que pares», que solemos practicar los periodistas en condiciones especiales, suele funcionar en estos casos. Por la noche no hay acceso aunque la vigilancia del dique es 24 horas.
Otro de los grandes impactos de la obra es, de hecho, el aumento de la militarización en una zona ya de por sí con un alto índice de conflictividad armada. La presencia del Ejército colombiano por todas partes es lo primero que nos sorprende cuando nos bajamos del autobús. Hay militares en cada rincón. En la carpa en la que esperamos pacientemente nuestro primer ferry huyendo del sol insoportable y pegajoso, había un grupo de fornidos cacheando a un par de jóvenes con pinta de haber roto varios platos en su vida. Aunque ellos daban más miedo, la verdad.
En Ituango, los militares suelen ir de a dos, de riguroso verde y atuendo formal equipadísimo para la guerra. Están en la plaza de la iglesia y en las panaderías aledañas tomando un inocente tinto, como llaman al café negro en Colombia.
En ese momento, me dan ganas de hacerles muchas fotos y hacerles muchas preguntas, pero sé que no es buena idea. Sobre todo, porque, aunque no suelo pararme a pensar en nuestra imagen o lo que los demás deben de estar pensando de nuestra pinta de forasteros sin disimulo, cuando lo hago, soy consciente de lo mucho que mi compañero y yo llamamos la atención en una zona como esa. Una flaquita española, con rasgos de flaquita española; y un grandote (grandote) señor ucraniano con maneras de chileno por decisión propia. Salimos perdiendo, seguro.
El proyecto está construyendo tres bases militares y proyecta construir más en la zona. Además, tiene múltiples convenios de seguridad con la Policía Nacional y el propio Ejército que superan los 55.000 millones de pesos (unos 17.000 millones de dólares) según la propia organización Ríos Vivos.
EPM ha contratado a dos empresas de seguridad privada y según denuncia en su página web el grupo de defensa de las comunidades, «la presencia de estos actores se ha traducido en agresiones, estigmatización, persecución y amenazas a los afectados y opositores que expresan sus quejas, inconformismo y rechazo a la obra». Cerca del 60% de la población de esta zona es víctima del conflicto armado y está siendo revictimizada por Hidroituango.
Estela tiene un marido desaparecido desde hace 28 años. Dice que un día se fue a recoger maíz y nunca volvió. Que lo mataron, seguro, por la violencia habitual con la que convive Colombia desde hace décadas; pero que nadie sabe qué pasó a ciencia cierta. También cuenta que los grupos armados le mataron dos hermanos, antes de desplazar a su familia, y que a ella la violaron cuando tenía 9 años. Lo cuenta con la naturalidad de quien es capaz de asumir su propia historia sin resignación y sin impostura dramática.
Vivir en un albergue sin futuro previsible es la continuación de una vida que a muchos colombianos no les espanta, porque lamentablemente es la novela sin epílogo que hasta el momento resulta familiar. Estela se despide no sin antes pasarnos el número de teléfono de Oliva, otra afectada por la catástrofe medioambiental de abril de 2018. También exbarequera, exvecina de las playas del Cauca y desplazada a los albergues de caridad.
Oliva nos estaba esperando en la estación (el hueco dispuesto para los transportes en la calle principal del pueblo) de autobuses de Ituango y lo primero que hizo fue llevarnos a comer comida campesina a un restaurancito al lado de la plaza principal.
Lo único que recuerdo de aquel lugar es lo tremendamente antipática que fue la dueña del negocio con nosotros. Todavía no sé porqué. Al lado de esa plaza estaba la iglesia y conversando con Oliva me enteré de que los dueños del baptisterio rechazan su lucha y tienen estrechos vínculos con varios políticos y empresarios que auspician el proyecto.
Me contaron que cuando estaba apunto de cerrarse la campaña de Iván Duque por la presidencia del país, Álvaro Uribe Vélez apareció en el pueblo en helicóptero. Aterrizó muy cerca de aquella plaza y fue a misa de 11.
Después almorzó con el cura y se fue, sin mítines ni consignas. Dicen que vino a ver al párroco para traerle el dinero que no puede dejar en el cestillo cada domingo por motivos evidentes. Pero esto son solo las historias que se cuentan en los pueblos, aunque de que almorzaron a puerta cerrada, almorzaron a puerta cerrada. Palabra de santos inocentes.
Damos un paseo por el pueblo con Oliva y decidimos ir al día siguiente a visitar las obras de la represa. Su hermano nos recoge a las 7 de la mañana en punto en la puerta de nuestro hotel para llevarnos con su carro. Mi compañero y yo estamos despiertos desde las 4 de la madrugada porque las campanas de la iglesia de Uribe empezaron a tronar y aquello parecía una fiesta de gente hablando sin tapujos en todas partes.
La ruta hacia las obras es un camino privado transitable solo con escoltas de la empresa. Dos camionetas de EPM nos guiaron, una delante y la otra detrás de nosotros, por todo el camino. Después conseguimos parar en un punto con una vista espectacular del río, el valle y el muro de las lamentaciones al fondo, impertérrito.
Oliva mira hacia la construcción con cara de impotencia, como de quien piensa dónde está el karma (cuando se le necesita): «Para nosotros, como movimiento ambientalista, y como afectados, este proyecto ha significado y significa destrucción y muerte».
En menos de seis meses, desde que ocurriese la catástrofe de ese fatídico mes de abril, dos líderes sociales de Ríos Vivos fueron asesinados por enfrentarse al megaproyecto de Hidroituango. Son Hugo Albeiro Georgio Pérez y Alberto Torres. No se sabe quién apretó el gatillo, pero pasó cuando comenzaron a denunciar negligencias en la emergencia ambiental y el desplazamiento forzoso de miles de personas.
El próximo 10 de noviembre, Oliva, Estela y un número indefinido de compañeros y compañeras desplazados, tendrán que dejar los albergues provisionales de la municipalidad en los que conviven a la fuerza desde que el río que les había dado la vida y el trabajo durante décadas, creció en silencio y sin premeditación ni alevosía tragándose todo lo que defendían como propio hasta ese momento de lodo. No saben qué van a hacer ni dónde irán cuando llegue la fecha del desahucio.
Oliva se encoge de hombros y mira para otro lado cuando le pregunto por ese momento. Sonríe nerviosa como de quien se sabe incómoda, pero está obligada a guardar la compostura. Su historia es una historia paria de Colombia. Nadie llega hasta allí para contarla y el tiempo, como la soledad de Ituango, es oro para el enemigo.