Los políticos y economistas de la Concertación, que desde la oposición a la dictadura habían cuestionado el neoliberalismo, optaron por la traición: le dieron continuidad al modelo instalado por el régimen de Pinochet. Las desigualdades, abusos y corrupción continuaron en democracia.
El presidente Piñera declaró la guerra al pueblo chileno. Se olvidó que vivimos un régimen democrático. Impuso la zona de emergencia y envió a los militares a las calles para reprimir la rebeldía contra los abusos, las desigualdades y la corrupción. La guardia pretoriana de los dueños del poder y la riqueza intento debilitar las protestas, acumulando muertos, torturados, heridos y detenidos.
El gobierno fracasó en su apuesta represiva. A lo largo de todo el país se multiplicó el descontento, contra el régimen de injusticias. El viernes 24 de octubre se conoció la manifestación más grandiosa de nuestra la historia: casi dos millones de personas en Santiago y decenas de miles en otras ciudades del país.
El alza de treinta pesos de la tarifa del Metro colmó la indignación ciudadana. Pero, en realidad, la protesta ciudadana apuntaba a algo más profundo: el rechazo a treinta años de un capitalismo desenfrenado y depredador, que explota sin compasión al 99% de los chilenos, para favorecer al 1% más rico de la población.
La economía de las desigualdades, la política del abuso y la instalación de la corrupción no se sostienen más. El derrame del crecimiento y la focalización de la pobreza, rostro vergonzante del modelo económico, han dado por resultado la universalización de la desesperanza.
Los economistas de Chicago, con el apoyo de las armas de Pinochet, privatizaron la salud, la educación y la previsión social, y además cerraron las puertas a la organización sindical. Así, ampliaron los espacios de ganancia a los empresarios, encarecieron la vida de las capas medias y condenaron a la miseria a los sectores bajos ingresos.
Los privatizadores de la vida pública bajaron los impuestos a los ricos, destinando escuálidos recursos para viviendas sociales, hospitales, escuelas públicas y algún modesto subsidio para los más desamparados. La focalización acorraló territorialmente a los pobres en poblaciones alejadas de sus centros de trabajo y de los espacios físicos ocupados por los sectores de altos ingresos. Así se construyó la muralla que divide a los chilenos según su origen social y cultural.
Los políticos y economistas de la Concertación, que desde la oposición a la dictadura habían cuestionado el neoliberalismo, optaron por la traición: le dieron continuidad al modelo instalado por el régimen de Pinochet. Las desigualdades, abusos y corrupción continuaron en democracia.
La ciudanía no quiere más los abusos de las AFP y las ISAPRES; denuncia las tarjetas de crédito que imponen tasas de interés usureras; rechaza los peajes de las carreteras que aumentan periódicamente al gusto de los concesionarios; y, cuestiona a las empresas de “utilidad pública” que modifican a su arbitrio las tarifas.
También la ciudadanía protesta contra los bienes de consumo que se elevan con la colusión de empresarios inescrupulosos. Son manifiestos los casos de las farmacias, el papel higiénico, los pañales y pollos. Y, la impunidad los protege. Los empresarios no reciben sanciones o sólo multas menores.
La ciudadanía reclama también contra un Estado que es complaciente con los abusadores porque el empresariado tiene en el mundo político a sus protectores. Pagan campañas políticas y coimean a parlamentarios, a los partidos políticos y a gobiernos de distinto signo. La corrupción se ha generalizado en el país. Penta, Corpesca y Ponce Lerou, entre otros grandes empresarios, pagan a políticos para ampliar sus ganancias.
La protesta es también contra las desigualdades. Porque el 1% más rico de la población chilena se lleva el 33% de todos los ingresos que se generan en el país, mientras el 50 % de los trabajadores chilenos gana menos de $400.000. Y ese 1% recibe la mejor educación y salud, mientras crece el deterioro de los servicios públicos para la mayoría.
Los pobres y sectores medios exigen viviendas, salarios, pensiones, salud y educación que les permitan vivir dignamente.
Para enfrentar estructuralmente los abusos, desigualdades y corrupción se precisa un Estado que se ponga del lado de toda la sociedad y no sólo junto a los ricos y poderosos. Pero ello exige un nueva Constitución. El Estado subsidiario, consignado en la Constitución de 1980 no sirve para mejorar las condiciones de vida del pueblo.
Chile necesita un Estado activo, y no subsidiario, para enfrentar a los abusadores y terminar con la complacencia. Sólo un Estado al servicio de todos los chilenos puede castigar, de verdad, a los empresarios corruptores que han corrompido la política. Sólo un Estado, no subsidiario, puede regular la actividad económica, cobrar los impuestos y royalties necesarios para atender las demandas sociales, proteger el medio ambiente y construir una economía diversificada, que supere el rentismo depredador.
La lucha del pueblo chileno por terminar con el capitalismo de los abusos, desigualdades y corrupción exige un nuevo contrato social. El derrame del crecimiento y de la focalización social son hoy día rechazadas por el 99% de la población. Por ello las dádivas que hoy ofrece Piñera para terminar con las protestas no sirven. Sólo cambios estructurales, con una nueva Constitución, permitirán avanzar hacia una sociedad más justa.