Por Leonardo Cancino, Psicólogo y Doctor en Ciencias Sociales.

Fotografía: El Desconcierto

 

Las noticias dan cuenta de lo vertiginoso y sorpresivo de las movilizaciones. Lo que comenzó como una evasión del pago del Metro de Santiago por parte de estudiantes secundarios en contra del alza de pasajes, fue derivando en apoyos masivos a estas protestas; automovilistas que levantaron barreras de peajes; declaraciones a favor de los movilizados por parte de distintos actores políticos y sindicales; cacerolazos en diferentes comunas, incluso más allá de Santiago y una gran variedad acciones colectivas destinadas a hacer notar el agotamiento de la tolerancia frente a una heterogeneidad de temas.

En efecto, los sucesos, relatos y símbolos que se han movilizado dan cuenta de una especie de malestar, rabia contenida, cansancio o, incluso, desesperación, que parece abarcar no solo el alza de pasajes, sino que también casos como el de Penta y sus clases de ética; la desidia de Fiscalía o del Servicio de Impuestos Internos en la persecución de casos de corrupción; los fallos del Tribunal Constitucional, altamente ideologizados y haciendo caso omiso de la voluntad política mayoritaria; la evasión de impuestos por importantes autoridades del país, incluido el Presidente de la República y las sanciones ridículas que han recibido por su actuar; el alto nivel de endeudamiento y de precarización de la vida cotidiana; finalmente, la respuesta poco atinada y desapegada de aquella realidad en los dichos de algunos Ministros de Estado que dejan una sensación de burla en amplios sectores sociales. Un cóctel altamente inflamable, en que cualquier chispa puede detonar su contenido.

Difusa, con multiplicidad de actores y de curso incierto. Una movilización alejada de la visión que ha intentado imponer el gobierno. Su reducción a un problema de grupos organizados para dañar bienes públicos y su reacción aplicando la Ley de Seguridad Interior de Estado y el Decreto de Estado de Emergencia, no solo es estrecha, -contradicha por políticos de su propio sector-, sino que también, vuelve a repetir los errores de la primera administración de Piñera en movilizaciones como las de Magallanes, Aysén o estudiantiles, en que primó el uso de fuerza por sobre posiciones mesuradas o la voluntad de diálogo. Lo anterior, no es casual, se vuelve evidente que la tensión se construye a varias leguas de su discurso. Sin embargo, difícil reconocer, al menos públicamente, que ellas han sido catalizadas por su propio fracaso.

Por el momento, la protesta fragmentada y la catarsis colectiva se vuelven significativas en sí mismas, manifiestan el hartazgo con cualquier situación que huela a abusos, desnuda la fisura entre los sectores privilegiados y aquellos perjudicados por el modelo y pone en evidencia la fragilidad del andamiaje social sobre el cual el Chile actual se ha edificado. 

Sus trayectorias pueden ser múltiples: un estallido de extinción rápida; una escalada de conflictividad que anuncie un ciclo de movilización poco digerible para el sistema político; la restauración del orden por aumento de la coerción; subsidios focalizados para apaciguar a algunos sectores sociales o, una mezcla de las anteriores, similar a las acciones emprendidas en Francia o Ecuador frente a alzamientos similares. Cualquiera sea la vía, el orden político institucional parece no poder dar cabida a las demandas, ni tener salida al desgarramiento social que se viene labrando por décadas.

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