Por Carlos Fuentealba V.
Chile vive su crisis política más profunda desde 1989, año en que la lucha popular derrocó a la dictadura de Pinochet y comenzó una doble transición: hacia la democracia y el neoliberalismo. Con luces y sombras, ese “matrimonio” posibilitó una profunda transformación de la estructura social, productiva y subjetiva del país. Durante todo este período, la gobernabilidad del pacto socialista-demócratacristiano estuvo anclada a un modelo económico paradójico, en el que al mismo tiempo que crecía la desigualdad, se reducía la pobreza (o lo que Chile entendía por pobreza). El aumento del poder adquisitivo, sin embargo, no fue sinónimo de mejoría en la calidad de vida de una ciudadanía que fue perdiendo sostenidamente sus derechos sociales y políticos y que naturalizó este estado de situación.
El “matrimonio” democracia-neoliberalismo, sin embargo, terminó de mostrar sus grietas con el regreso de la derecha oligárquica en 2010, de la mano de Sebastián Piñera, un emprendedor devenido magnate gracias a los favores de la dictadura. Con Piñera, el neoliberalismo eclipsó a la democracia: las ganancias de los grupos empresariales aumentaron de forma exponencial, pero el pueblo empezó a sacudirse. La revuelta estudiantil de 2011 representó un sacudón importante para la sociedad, que rememorando la gesta de 1989, intentó revivir el impulso democrático con la movilización social. El sistema político interpretó este aviso como una falla que podría ser corregida a través de la inclusión del Partido Comunista al pacto encabezado por Michelle Bachelet. La correlación de fuerzas, sin embargo, estuvo siempre a favor de los viejos administradores del sistema, que ahogaron los tímidos intentos de transformación y terminaron por desacreditar completamente a la izquierda chilena ante la sociedad.
La oligarquía aprovechó este contexto de descrédito institucional, anomia política y absoluto control mediático para volver al poder con lo mínimo: prometer “tiempos mejores” y amenazar con una crisis análoga a la venezolana. Esto, facilitado por el voto voluntario, que le permitió a Piñera ser reelecto en 2017 con el 54% de los votos emitidos, sobre un padrón que contó con un 50% de abstención. Es decir, con un 26% de adhesión.
El matrimonio, completamente dominado por el neoliberalismo ahora, cerró sus filas en la ficción de que todo estaba bien- como tenía que estar- bajo el dominio del patriarca absoluto. Pero aunque todas las cifras económicas avalaran esta tesis, el descontento no tardó en manifestarse por otras vías. Primero, cuándo no, fueron las mujeres las que encabezaron una gran rebelión feminista en 2018. El principal efecto de este movimiento no se produjo sobre los hechos o estructuras, sino sobre las subjetividades de las personas que interpretaban esos hechos.
Luego, vino la crisis ecológica: el extractivismo minero radicalizó los efectos del cambio climático (porque la desertificación es mucho más rápida cuando se rompen glaciares) y el país se quedó seco. Al mismo tiempo que se terminaba de privatizar el agua, se nombraba ministro de agricultura a su principal propietario y se producían misteriosos “suicidios” de dirigentes ambientales.
Y finalmente, vino la crisis social que se gestó desde lo simbólico: se militarizó el Instituto Nacional José Miguel Carrera, secundaria insigne de la educación pública donde se formaron 17 presidentes y se amenazó con su cierre. Los adolescentes de esa institución- cuyo lema histórico es ser “el primer foco de luz de la nación”- empezaron con una revuelta que pronto contagió al resto de la juventud y luego, a toda la sociedad. Una simple revuelta por el alza del pasaje del metro, sirvió para que la sociedad entera liberara toda su frustración y bronca con el sistema, en ciudades de todo el país. La energía reprimida era tanta, que el conflicto escaló explosivamente hacia todo el país.
El gobierno, sin relato posible, reprimió una y otra vez la revuelta, sólo logrando su radicalización. Hasta llegar, el sábado, a extremos que ya hablan de una crisis mayor: se decretó toque de queda y los militares ocuparon las ciudades de norte a sur, lo que no se producía desde la dictadura. Piñera agitó fantasmas y habló de “una guerra contra un enemigo muy poderoso que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite” y que tiene “un grado de organización y logística que es propia de una organización criminal”.
Por supuesto que este enemigo es cualquiera que proteste. Ya van 1600 detenidos y más de 10 muertos informados. Pero a diferencia de 2011, el sentimiento popular no es de apoyo a un sector social en particular, como en ese momento era el movimiento estudiantil: no hay un ellos a quien apoyar, sino un solo gran nosotros en rebeldía. Es el pueblo, que haciendo caso omiso a la represión, se mantiene en la calle exigiendo la caída de Piñera y una Asamblea Constituyente, que no sólo haga viable la democracia, sino también posibilite el renacimiento popular de Chile como nación libre y soberana.