Por Daniela Pastrana/ Pie de página
López Obrador anunció que recorrerá todos los pueblos indígenas del país. Puede ser una señal de alerta, si le dejamos la cancha abierta. O una oportunidad para el diálogo. Deberíamos empezar a preguntarnos qué necesitamos hacer para aprender a cohabitar con los otros, sin imponernos
Tenía unos 10 años la primera vez que platiqué con una persona indígena. Era un niño maya. Íbamos en la primaria y a los más aplicaditos nos invitaron a los Estudios Churubusco a grabar un programa del entonces Canal 13 que se llamaba Caminito. Del niño me acuerdo muy poco, pero se me quedó grabado que me enseñó cómo decir “hola” en maya: “vascagualesh”.
Muchos años repetí mi “vascagualesh” para contar que era lo único que sabía del maya, hasta que, ya entrada en la vida adulta, descubrí que ningún maya entendía mi saludo.
Supongo ahora que lo que el niño me dijo fue ba’ax ka wa’alik que es un modo de saludar con una pregunta: “¿qué dices?”
Volví a tratar con indígenas cuando empecé a trabajar en el periodismo. Es decir, con personas que abiertamente se reconocieran de una etnia, porque crecí en una época en la que nadie en su sano juicio hubiera querido reconocerse indígena en la Ciudad de México, una ciudad donde las indígenas eran las “marías” que vendían artesanías en la calle o que trabajaban de “sirvientas” o “criadas”, como le decían en mi casa a las trabajadoras domésticas. En plena campaña de alfabetización, de lo que se trataba era de hablar español para ser un poquito “menos brutos” (y si se podía, menos morenos). Que las niñas mestizas con promedio de 10 en la escuela saludáramos en maya tan patéticamente como el inglés que ahora se critica a los presidentes de México era irrelevante.
Pero en 1994, los zapatistas aparecieron en escena y pusieron a los pueblos indígenas en la agenda mundial. Aunque nos tardamos en entenderlo. Incluso entonces, para la mayoría de los mexicanos (y también para los extranjeros que vinieron a conocerlos) la figura relevante era Marcos y los demás comandantes eran parte del folklore. Los periodistas enviados a Chiapas eran incapaces de discernir que los alzados eran pueblos mayas, y que tienen una historia muy distinta a la de otros pueblos que hay en el país, empezando por los aztecas, con los que el imaginario colectivo identifica al indígena mexicano. Yo misma no podía comprender que los zapatistas fueran mayas, porque no se parecían para nada al niño que me enseñó mi vascagualesh.
Empecé a comprenderlo varios años después, cuando entré a Masiosare y recorrí las zonas pobres de este país para hacer reportajes de la política social de Ernesto Zedillo. Hasta entonces entendí que las zonas más pobres del país eran habitadas por indígenas. Y que no todos eran iguales.
Mi primer enfrentamiento con esa realidad fue en Malinaltepec, uno de los municipios más pobres de La Montaña de Guerrero, donde las mujeres me´phaa que quería entrevistar se negaron a hablar (aunque claramente entendían el español) y me hicieron consciente de lo insoportablemente soberbio que era pensar que iba a “ayudarles” sin saber nada de su pueblo.
Una de esas mujeres, la más joven, se apiadó de mi y aceptó la entrevista. Mientras me contaba su historia —una historia de abandono institucional que en los años siguientes escuché repetirse cientos de veces—, su pequeña hija de 8 años empezó a golpearse la cabeza contra una pared. “Es que no soporta la luz”, me dijo la madre, como si esa explicación fuera suficiente.
La niña, supe después, se estaba quedando ciega. La ceguera, supe también, es una de las enfermedades más comunes ligadas a la pobreza, por malnutrición. Para atenderla, la madre tenía que llevarla a Tlapa, lo que implicaba hacer un viaje de unas 10 horas con sus ocho hijos. Pero aunque la atendieran, su dieta de quelites con agua no iba a variar. Así que la niña llevaba algunos meses golpeando su cabeza contra la pared. Y sospecho que al final quedó ciega.
Poco después conocí la historia de Luis Zacarías, ñhä ñhú de la huasteca veracruzana que tras sufrir un accidente fue internado en un centro para enfermos mentales en la Ciudad de México por no hablar español. Los médicos que lo atendieron en el ministerio público le diagnosticaron retraso mental y lo dejaron ahí 10 años, hasta que un programa de identificación de lenguas en hospitales y centros de reclusión del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas logró ubicar su pueblo de origen, y lo devolvió a su comunidad, donde lo daban por muerto.
Pero Luis Zacarías volvió a confrontar mis creencias románticas de “los indígenas”, porque regresó a su pueblo, pero no fue feliz. Soñaba con volver a la ciudad. “Quizá Luis piense que la locura es mejor que la miseria”, escribí entonces, cuando trataba de entender por qué ese hombre prefería estar recluido con enfermos mentales que un lugar tan bello y libre.
La respuesta era simple: la pobreza. El año pasado volví a buscarlo y ví que la comunidad sigue tan abandonada como entonces; su esposa es una mujer que parece del doble de la edad que tiene; sus hijos más pequeños también quieren irse, pero más lejos. Luis nunca volvió a salir de su pueblo y después de 20 años, lo primero que hizo al verme fue pedirme noticias de sus amigos en la capital.
La niña de Malinaltepec y Luis Zacarías marcaron mi forma de ver a los pueblos originarios. Desde entonces, he tratado de entender quiénes son esos 14 millones de personas que cómodamente englobamos en la etiqueta de “indígenas mexicanos”.
En 2001, en plena efervescencia de la marcha zapatista hacia la capital (el zapatour, le decíamos) para presentar la ley de derechos de los pueblos ante el Congreso de la Unión, recorrí con unas colegas españolas del Tephé a Ciudad Universitaria, pasando por el Congreso Nacional Indígena en Nurío, Michoacán. Leí y pregunté cuanto pude sobre autonomías, autoadscripciones y derechos de los pueblos. Seguí la pista de académicos y activistas que han sido faros para repensar esos temas: Magda Gómez, Francisco López Bárcenas, Alfredo Zepeda, Adelfo Regino, Rodolfo Stavenhagen, Luis Hernández Navarro, Jorge Fernández, Yásnaya Elena…
Adelfo es ahora el encargado del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas en el gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador y el pasado 15 de septiembre estaba abajo del balcón, bien orgulloso de tener a la banda de su pueblo al frente, incluso, de la banda militar; también se veía satisfecho cuando le entregaron el reconocimiento Othón Salazar al profesor jubilado Salomón Maximiano Emeterio y cuando se presentó el Plan Nacionl de Desarrollo y el entonces secretario de Hacienda le hizo un reconocimiento especial.
Magda y Luis, en cambio, son duros críticos del modelo de organización de la 4T, que para muchos resulta peligrosamente parecido al del viejo PRI, aunque opera con mucho menos dinero.
Yo sigo preguntando y aprendiendo todo lo que puedo. En los últimos dos años, en Pie de Página hemos tenido una profunda reflexión con periodistas y activistas de varias regiones del país, sobre cómo miramos y cómo contamos a los pueblos. Tratamos de salirnos de supuestos preconcebidos, tanto por las versiones oficiales como por las versiones romantizadas de “los indígenas”.
Porque “los indígenas” no son más buenos ni más sabios que los no indígenas. Tampoco son más tontos, ni más ignorantes, por cierto.
Hay indígenas amigables y huraños, nobles y envidiosos, abstemios y borrachos, machos y feministas, priístas y sin partido. Ser indígena — como ser migrante — no hace a nadie ser mejor o peor persona. En todo caso, hace que su entendimiento del mundo sea distinto, pero es tan diferente lo que puede entender un kiliwa de un mixe en Baja California que de un mestizo chilango.
Tampoco hay una forma de organización perfecta, ni todos son tan horizontales, ni tienen una historia libre de masacres, aunque ciertamente hay pueblos con conocimientos más avanzados.
Lo que sí es real es que sobre esa diferencia (indígena-no indígena) las instituciones montaron un sistema de dominio racista, que durante muchos años y de muchas formas ha intentado despojar a los pueblos no solo de su territorio, sino de su forma de habitar el mundo.
Así llegamos el 1 de diciembre de 2018 a la ceremonia de toma de protesta de Andrés Manuel López Obrador, en la que varios pueblos le entregaron un bastón de mando. El acto recibió muchas críticas de personas que respeto, pero que para mí no eran suficiente explicación de lo que estaba pasando. Intentamos una cobertura sin prejuicios y dimos voz a los indígenas del CNI, a los priístas y a los morenistas (si acaso es posible meterlos en esas categorías), y lo advertimos desde entonces: para bien y para mal, éste es un presidente con agenda indígena.
El 15 de septiembre, López Obrador incluyó en sus 20 vivas a “las comunidades indígenas”. Cualquier avispado en el tema debió notar que no habló de pueblos, lo que claramente acota el tema de las autonomías. Y este martes, en su conferencia, anunció que terminando sus visitas a hospitales irá a recorrer todos los pueblos indígenas del país.
Es una movilización que habrá que seguir con los miralejos bien puestos. Su visión de país no es bien vista por los pueblos más politizados, sobre todo los agrupados en el CNI, que entienden bien los riesgos que ese modelo desarrollista implica para la vida. Pero hay muchos otros indígenas que están hartos de ser marginados y que no verían mal una propuesta que les libere, un poco, de la miseria.
Nadie puede negar que el zapatismo y el CNI han devuelto la dignidad al ser indígena. Ellos nos han puesto en la cara nuestro racismo, que es una de las manifestaciones más estúpidas del ser humano. Pero el mensaje del zapatismo siempre ha sido más hacia el mundo que hacia los otros pueblos. La vida de miles de indígenas no ha cambiado gran cosa porque existen los caracoles.
¿Cómo ponerlos de acuerdo? No tengo respuesta. Ni siquiera sé si haya una. Pero todos deberíamos empezar a preguntarnos qué necesitamos hacer para aprender a cohabitar con los otros, sin imponernos. Porque la salida no sólo está en los pueblos y el gobierno. La salida, si hay, pasa porque los no indígenas entendamos que mantener nuestras comodidades urbanas implica, necesariamente, joder a los otros. Y que solo si somos capaces de ver a los pueblos en el presente podemos imaginar un futuro para todos.
La apuesta presidencial puede ser una señal de alerta, si le dejamos la cancha abierta. Pero también puede ser una oportunidad para abrir un diálogo donde podamos escucharnos a todos. La única regla es no llegar con las repuestas anticipadas.