por Javier Tolcachier
Quién dijo que todo está perdido
Yo vengo a ofrecer mi corazón
Fito Páez
¿La buena o la mala primero? La mala, entonces. En un nuevo acto de la saga de agresiva conspiración contra la República Bolivariana de Venezuela, Estados Unidos y diez gobiernos satélites de su política exterior desenterraron un anacrónico instrumento de hegemonía continental, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).
La fecha, acaso casual, comparte causalidades con otros onces de Septiembre. Entre ellas el mismo espíritu golpista con el que otro secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, orquestaba junto a la CIA, el derrocamiento de Salvador Allende en Chile. Para evitar, igual que sucedió con Cuba, con Nicaragua y después con Venezuela, un efecto dominó de estados socialistas volcados a una independencia real y solidaria.
O el de la caída de las Torres Gemelas, de dudosa autoría, pero en todos los casos subproducto de un afán imperialista económico y cultural que sólo encuentra saciedad en la destrucción de lo ajeno para beneficio particular de las corporaciones y sus accionistas.
El teatro de operaciones de la lamentable resolución sobre el TIAR fue el también anacrónico y colonial ámbito de la OEA, reducto manejado por la diplomacia estadounidense desde su misma fundación en 1948. El objetivo de la acción fue instalar el Órgano de Consultación y convocar a los ministros de relaciones exteriores firmantes a reunirse en la segunda mitad de Septiembre a deliberar y tomar resoluciones, probablemente a la vera de la inauguración del 74° período de sesiones de Naciones Unidas.
De los diecisiete países que forman parte del TIAR, (sin contar la fraguada membresía de Venezuela, que legalmente se desligó en 2013), cinco se abstuvieron (Perú, Trinidad y Tobago, Costa Rica, Panamá y Uruguay) y no estuvo presente Bahamas, afectada severamente por el reciente huracán Dorian.
México y Uruguay protestaron con vehemencia ante el absurdo diplomático, coronado por la presencia y la firma del representante del presidente encargado por el Departamento de Estado, Juan Guaidó. Venezuela abandonó la OEA el 27 de Abril de este año, luego del plazo de dos años estipulados desde el anuncio de su retiro (“denuncia” en jerga diplomática).
Los que acompañaron la resolución fueron Argentina, Brasil, Honduras, Guatemala, El Salvador, Haití, Chile, Colombia -un cóctel de derechas violentas, sometidas o en declive-, República Dominicana y el titiritero, Estados Unidos.
Ilegitimidad en busca de falsa legitimación
Las ilegitimidades de la maniobra no se agotan en la presencia del delegado de un gobierno inexistente, Gustavo Tarre Briceño. Surgido de la concepción de la Doctrina Monroe “América para los (Norte?) americanos” y aunque explícito en sus términos sobre la condena a la guerra, la resolución pacífica de controversias, la inviolabilidad, soberanía e independencia política, el TIAR suele ser citado en relación a su carácter de defensa común frente a agresiones contra cualquier Estado signatario.
Invocado en diversas oportunidades, el tratado nunca llegó a su aplicación efectiva. Sin embargo, dada la actual situación de cerco diplomático, económico y mediático fabricado contra Venezuela, la medida merece máxima atención e inequívoca reprobación. La pretensión es darle un barniz de apariencia institucional al golpismo y a la flagrante injerencia en la política interna de un país. Actos absolutamente reñidos con la misma Carta de Principios de la organización hemisférica que se dice respetar y con lo establecido en la Carta de Naciones Unidas, de vigencia universal.
Luego de los sucesivos fracasos por conseguir alguna condena firme en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y en el mismo Consejo Permanente de la OEA, esta resolución de resucitar al TIAR apunta a ser presentada como un logro institucional a la Asamblea General de la ONU en Septiembre.
Por otra parte, se pretende abrir la puerta (o amenazar por enésima vez con ello) a una escalada bélica abierta contra Venezuela, presentando para ello como excusa algún ataque de falsa bandera en la frontera con Colombia, alguna escaramuza provocada por mercenarios o paramilitares, o la falacia de la protección venezolana a la facción en armas de las FARC.
Más allá de que el acoso sea evidente y la posibilidad de un episodio armado lamentablemente posible, la estrategia agresora tiene el mismo propósito que anteriormente intentó mediante seducción, cooptación, soborno o extorsión: lograr establecer una cuña en la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), desatar una guerra civil y establecer su gobierno fantasma en alguna porción territorial venezolana.
De verificarse un escenario de tales características, las consecuencias para ambos pueblos y la región entera serían devastadoras. Nada hace imaginar una “guerra relámpago”, mucho menos un golpe de mano incruento, sino un conflicto prolongado que tendría severas implicancias internacionales, incluso con el riesgo cierto de tomar escala mundial.
La mentira, estrategia de la injusticia
La lógica de la preservación de un poder en franca decadencia como es hoy la potencia norteamericana, en complicidad con los medios concentrados y los regímenes aliados – la mayoría en calidad de vasallaje-, produce una inversión de los términos y hace que parezca cierto lo que verdaderamente es lo opuesto.
La constante agresión del ala dura republicana hoy instalada en el gobierno de los Estados Unidos contra Venezuela, Cuba y Nicaragua, contra las instancias de integración soberanas (UNASUR, CELAC, ALBA, MERCOSUR) y el permanente carácter conspirativo de las relaciones intracontinentales de la potencia del Norte, sin respeto alguno por la soberanía y la independencia de las demás naciones, son hechos indudables.
Los motivos también. Capturar recursos naturales, detener el avance geopolítico del multilateralismo, impedir la irrupción de alternativas sistémicas al fracasado capitalismo, establecer control militar, jurídico y diplomático de carácter neocolonial. Con una mira más táctica, la actual administración de Trump intenta aumentar y fidelizar adeptos entre las mentalidades más conservadoras y especialmente entre los sectores anticastristas, antichavistas y antagónicos a cualquier mejora progresista para América Latina y el Caribe.
Por su parte, los mandatarios latinoamericanos alienados con dicha política exterior, encuentran en el mantra del “castrochavismo” o en las actuales dificultades de Venezuela, un elemento de distracción y distorsión para ocultar el evidente fracaso de sus propios gobiernos.
La argumentación de la resolución sobre el TIAR es escueta y débil, rayana en lo risible, sino fuera por la gravedad que conlleva. El texto afirma que la “crisis de Venezuela es una amenaza a la paz y la seguridad regional”.
La verdad es que Venezuela no ha agredido ni agrede a nadie, ni representa peligro alguno para los pueblos de la región. Por el contrario, desde los mismos inicios de la revolución democrática encabezada por Hugo Chávez, el país se ha mostrado solidario, cooperativo y colaborativo. Un gran ejemplo, puertas afuera, ha sido PetroCaribe, a través de la cual las naciones con alta dependencia energética, lograron condiciones preferenciales de crédito y precio en los hidrocarburos, pudiendo destinar los recursos ahorrados al desarrollo social de sus pueblos o para invertirlos en energías no contaminantes y ganar así crecientemente en soberanía energética.
Asimismo, lejos de atemorizar a sus vecinos, Venezuela acogió amablemente y con igualdad de derechos a millones de colombianos que huían de la guerra y la desprotección social reinantes en su país. Protección social que fue bandera del chavismo y produjo la elevación efectiva de la condición social de los sectores más violentados históricamente. Políticas de Estado en salud, educación, vivienda, democracia participativa y soberanía política, fueron implementadas para, en muy corto tiempo, intentar equilibrar la balanza de siglos de esclavitud, expolio y dominación neocolonial y oligárquica.
El entusiasmo integrador de la Venezuela Bolivariana permitió aportar a la construcción de los nuevos procesos de integración regional, en los que el eje – a diferencia de momentos anteriores – no era la apertura económica de mercados para la voracidad de las multinacionales, sino el interés de desarrollo de los pueblos y el logro de mayor autonomía política colectiva frente al poder de los países centrales.
Actitud muy diferente de la mostrada por la potencia poco amigable del Norte, que invadió y ocupó países, fue responsable de asesinatos, persecución política, instalación, protección de dictaduras y múltiples violaciones a los derechos humanos. Que continúa hoy como ayer pergeñando incontables golpes e intrigas y es el principal instigador de la cruel modalidad de saqueo y vulneración social conocida como neoliberalismo.
La actual crisis económica de Venezuela, que ha producido la migración de cientos de miles de sus habitantes, es en buena parte resultado del permanente ataque -que ya lleva veinte años- a la que ha sido sometida por los enemigos internos y externos del cambio social revolucionario.
Aún cuando pudieran identificarse otros factores exógenos como la caída de los precios internacionales del petróleo –también fruto de estrategias geopolíticas de dominación– o endógenos, como la corrupción en algunos sectores del Estado o errores en el manejo de la economía del país, nada de ello justifica el estigma de “amenaza a la paz o la seguridad” de la región. Por lo demás, según el informe Las consecuencias económicas del boicot a Venezuela elaborado por CELAG en Febrero de este año, “las condiciones impuestas fueron tan extremas entre 2013 y 2017 que Venezuela renunció en producción y condiciones de vida a un valor equivalente a 1 año y medio de producción (PIB) de su economía sólo a consecuencia del bloqueo.”
De esta manera, la ola de agresiones contra Venezuela, de por sí deplorable en términos morales, no solamente queda vaciada de cualquier justificación valedera, sino que coloca a quienes se autoerigen en supuestas víctimas en su rol verdadero: el de verdugos.
El lado brillante de la luna
-Quien dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón-, cantaba el argentino Fito Páez en 1985, año del juicio a las juntas militares argentinas. Algo de ese espíritu reparador para Latinoamérica y el Caribe tiene la intención del gobierno de Andrés Manuel López Obrador al postular a México a la presidencia pro témpore de la Comunidad de Estados Latinoamericano y Caribeños (CELAC) para 2020.
En el comunicado oficial de la Secretaría de Relaciones Exteriores se pondera el interés “por constituir un foro privilegiado para enfrentar conjuntamente los retos comunes” y por “la importancia de ser el único mecanismo regional de diálogo y concertación política que agrupa exclusivamente a los 33 países de América Latina y el Caribe.”
Esta iniciativa mexicana constituye un paso fundamental en la posible reconstrucción de los vínculos integradores de la región con sentido soberano, luego de la parálisis y destrucción parcial a la que fueron sometidos por gobiernos bajo la férula geopolítica de la administración Trump.
La propuesta de reactivación de la CELAC se enhebra coherentemente en el hilo de la trayectoria mexicana de relaciones exteriores, previo a la dominación neoliberal. Ejemplos de esta postura son la protección que México otorgó a exiliados y perseguidos políticos ya desde la primera presidencia del general Lázaro Cárdenas del Río; o la ferviente actividad del diplomático Alfonso García Robles, de la cual surgió el tratado de Tlatelolco, vigente desde 1969 y que impide hasta hoy la existencia de armamento nuclear en suelo latinoamericano.
Decíamos en el artículo ‘La elección de AMLO: Una oportunidad “bien chingona” para México y América Latina’, fechado el 1 de Julio de 2018, que “de esa postura de diálogo y concertación surgieron también las eficaces mediaciones del Grupo de Contadora, en el que México, junto a Panamá, Colombia y Venezuela tuvieron un rol central en el logro de los acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra en América Central. Aquel grupo se transformó posteriormente en el Grupo de Río, que fuera el antecedente inmediato de la creación en 2011 de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).”
“Retomando aquella senda” – inferíamos ya en aquel momento – “López Obrador podría contribuir enormemente a vigorizar la hoy paralizada CELAC como contrapeso al instrumento de hegemonía controlado por EEUU que encarna la OEA.”
Las próximas elecciones en Argentina, Bolivia y Uruguay se inscriben en ese marco. Una triple victoria de las fuerzas progresistas, casi asegurada para Alberto Fernández en Argentina, altamente probable para Evo Morales en Bolivia y de más difícil pronóstico para Daniel Martínez en Uruguay, aceleraría este proceso de reconstrucción, incluyendo además de la CELAC la renovación de instancias como la UNASUR y el MERCOSUR.
Si se concreta la visita de Alberto Fernández a México, previo o más probablemente con posterioridad a la elección, será la señal de largada de la constitución de un nuevo eje progresista en la región, en la perspectiva histórica del Movimiento de los No Alineados. Eje que, pese a buscar la unidad regional, conservará cierta distancia crítica de los países del ALBA, pero que estará mucho más alejado del intervencionismo feroz y de la pretensión hegemónica de los Estados Unidos.
En este lado auspicioso de la luna, se deja ver la reciente articulación de actores progresistas en el Grupo de Puebla, quienes expresaron mediante una declaración su rechazo a la invocación del TIAR, repudiando la amenaza de una intervención militar y apoyando la promoción del diálogo en el país.
Diálogo que precisamente fue promovido por México, junto a Bolivia, Uruguay y los países del CARICOM, proponiendo el Mecanismo de Montevideo para facilitar acuerdos políticos entre gobierno y oposición venezolana.
Si la mirada de los pueblos se eclipsa con el lado oscuro de la luna, las perspectivas de paz y una mejor vida se empobrecen. Si, por el contrario, se atiende a las señales provenientes de su costado iluminado, el futuro de América Latina y el Caribe mejora. Por último, como sugiere el tema musical ya mencionado: Cuando los satélites no alcancen, yo vengo a ofrecer mi corazón.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba, Argentina y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.