Recién durante el macrismo resonó de un modo seco y cortante, en el interior de cada cual, la frase de Jauretche que repetimos mil veces en los últimos años: “Los pueblos deprimidos no vencen”. Ya no se trataba solamente de la demonización, de las mentiras, de los malos tratos en las calles, de las difamaciones en los grandes medios, como cuando esa idea fue reflotada, en el primer gobierno de Cristina, junto a otras que más o menos decían lo mismo: te vencen si te quebrás, te vencen si les creés que no valés nada, te vencen si te aislás.
Estos últimos años hemos sido sopapeados de lo lindo. Nos han pegado en el estómago mil veces, y a millones les han vaciado el estómago porque fue un detalle en el que no pensaron. Habían hecho las cuentas y les daban perfecto: vendían todo y se lo quedaban ellos. Si en el interín había proliferado el hambre, la indigencia, las enfermedades, los desgraciados, los sin techo, en fin, si en el interín se desindustrializaba el país y se secaba de dinero el mercado, y nadie consumía, y los despidos eran a mansalva… pensarlo lo deben haber pensado porque es una contraindicación lógica del modelo que implantaron. Pero las personas nunca les importaron. Ellos creen que la vida es básicamente una transferencia. Primero de los pobres hacia los ricos. Y después de los ricos al exterior.
Se distrajeron un poco cuando se olvidaron que esas mismas personas que hambrearon y humillaron a destajo después son las que votan. Y ahora están como si de verdad los hubiera agarrado una tormenta tropical con vientos de doscientos kilómetros por hora. Como si no lo pudieran creer. ¿Puede ser cierto que pensaran que la villa 31 los votaría porque asfaltaron un pedazo? Ellos creen que los pobres de verdad se deslumbran por cualquier cosa que les regalen, como el relato de “los indios” con Colón. “Las zapatillas blancas” de las que habló Vidal dan una idea del pueblo que tienen en mente: piensan en abstracto, piensan en una mamá orgullosa de las zapatillas blancas gracias al asfalto, como en aquellas propagandas que hacía Fabián Gianola de algún jabón en polvo que dejaba los zoquetes relucientes. No se les ocurrió que era la misma mujer que podría ponerle zapatillas blancas a sus hijos la que no puede darles la leche del desayuno, ni el almuerzo, ni la cena. La que no puede darles nada, porque se lo quitaron todo. No se les ocurrió que los negocios que hicieron con infraestructura, y los miles de remiendos de las calles de las que fuimos testigos, serían el espacio público de un pueblo triste, sin ganas de seguir intentando buscar trabajo o terminar los estudios, y que esa infelicidad rumiaría sus nombres, pero acá nadie cree que si le va mal es porque así es la vida. Acá no pudieron extirpar la política, que en los sectores populares y en muchos sectores medios se llama peronismo. No conectaron.
Lo que no deja de provocar cierta autoadmiración colectiva es esta nueva mirada que nos estamos dando. Lo dije y escribí siempre que pude en estos años: no nos creamos que estamos quietos. No nos creamos que nos hicieron bolsa. No nos creamos que somos lo que ellos dicen que somos, porque mienten. Somos algo mejor, somos un pueblo que cree en lo maravilloso, que es la felicidad y la igualdad. Aunque los grandes medios nunca en estos años nos ofrecieron esa imagen, no hubo un solo día en que en este país, que se puso peligroso, en varios lugares distintos, ciudadanos en grupos más chicos o más grandes salieron a la calle, a protestar y a tejer entre ellos vínculos que hoy perduran. Hubo centenares, miles de manifestaciones a lo ancho y a lo largo del país, por muchos motivos. Incesantes. Bajo cero o con cuarenta grados. Apaleados o invisibles. Sobraban los motivos. Muchas veces eran varios por día. La movilización popular fue por goteo y fue inabarcable.
Lo hicimos con lo que pudimos. De a veinte, de a miles, de a cientos de miles, cuando todavía ni asomaba una ínfima certeza sobre la opción electoral que se armaría. Fuimos estrictamente conscientes de aquella frase de Cristina, esbozada varias veces de diferentes maneras: éramos nosotros mismos los que teníamos que hacernos cargo de las demandas, ser en ese momento de orfandad y dispersión nuestros propios dirigentes. Y las demandas fueron miles, desde las económicas hasta las culturales, como la explosión del feminismo popular, como los diferentes grupos de vecinos que pelean contra las fumigaciones, como los discapacitados que reclaman sus pensiones, como los jubilados o los deudores UVA o los inquilinos o los despedidos o los precarizados o los reprimidos. Nadie se quedó esperando que le dijeran qué hacer.
Si hoy podemos bailar en las calles, si hay una amalgama que nos dice que hay prioridades inexcusables para mujeres y varones de bien, si olemos la fraternidad de la lucha y compartimos la esperanza de recuperar el país para recuperarnos a nosotros mismos, es porque lo que queremos es ese territorio material de la patria pero también el territorio inmaterial de la alegría que se comparte por algo que nos excede y nos desborda a cada uno. Esa es la enorme diferencia con el 2001. Aquella crisis nos encontró perforados por la antipolítica después de desencantos sucesivos. Hoy ya sabemos que en ninguna parte del mundo hay ningún partido que se presente como “neoliberal”. Ya sabemos que son un virus y que el problema de fondo tampoco es Macri, sino las políticas que trajo. Pero también seguimos siendo ese pueblo que perdió demasiados hijos y quiere vivir en paz, y tenemos apego por la democracia sólo porque sabemos que la política en manos de personas con coraje de representación, es un arte y es noble.
No lograron romper las redes políticas, sociales, sindicales y culturales que nos unen. Han sido puestas a prueba y no sólo han resistido sino que han nacido nuevas, miles de nuevas redes de conexión real que cada cual mantiene con uno o varios colectivos al mismo tiempo. No lograron alejarnos de la idea de que la única herramienta para derrotarlos es la política. Las nuevas generaciones llegan muy politizadas aunque han remixado su folklore y nos regalan su fuerza y su creatividad. Tenemos un generador de alegría que no todos los pueblos tienen. Un motor adentro que nos impulsa a arrancar una vez más. Porque tenemos la experiencia de la felicidad colectiva y creemos, con fe y con herejía, que finalmente la lucha siempre es para que se reparta el pan.