Son numerosos los especialistas y urbanistas que han criticado abiertamente el proyecto de ley de «integración social». El Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Católica señala que no da claridad suficiente al concepto de integración social, mezclando conceptos como segregación residencial, acceso a bienes públicos, porcentaje de vivienda social o convivencia entre clases sociales. A su vez, critica que “el éxito de la política está definido por el atractivo hacia el mercado y no por los beneficios a los más pobres”. Además, señala que el proyecto no tiene medidas concretas que detengan la segregación ni tampoco la redistribución de los bienes públicos y advierte que la falta de definición de los llamados incentivos de densidad llevará a negociaciones discrecionales entre la autoridad y las inmobiliarias, las que podrían terminar en situaciones similares a los guetos verticales de Estación Central.
Mientras en la comuna de Vitacura hay 18 m² de áreas verdes por habitante, en El Bosque hay tan solo 2 m². Un trabajador de La Pintana demora en promedio 106 minutos para llegar a su lugar de trabajo, casi el doble de los 55 minutos que demora un trabajador de Providencia. En la comuna de Las Condes hay 1 carabinero por cada 570 habitantes, mientras en San Bernardo hay un policía cada 1.370 habitantes, es decir, casi tres veces menos. Y al revisar los presupuestos municipales nos encontramos con que Vitacura dispone anualmente de $1.046.000 por cada habitante, vale decir, casi 10 veces más que los escasos $128.000 que posee Puente Alto por cada uno de sus vecinos.
Las cifras anteriores revelan la brutal e insultante segregación social que posee la ciudad de Santiago y que, seguramente, debe ser muy similar en ciudades como Antofagasta, Valparaíso o Concepción.
Una segregación social que se arrastra desde el año 1979, cuando el equipo económico de la dictadura dejó en manos del “mercado” el ordenamiento territorial y la regulación del crecimiento urbano. Y el resultado es lo que tenemos hoy, cuarenta años después: ciudades injustas, segregadas y generadoras de pobreza. A un lado los ricos y al otro lado los pobres. De Plaza Italia y sobre todo de Américo Vespucio para arriba, barrios que bien podrían ser de Alemania o Noruega, mientras que, en las comunas periféricas de Santiago, bolsones de pobreza solo comparables a ciudades africanas. Alemania y Angola a menos de 20 minutos por una flamante autopista urbana santiaguina.
Ese es el resultado de la llamada “liberalización del suelo”: ¡un rotundo y completo fracaso! Y resulta que ahora, después de 40 años de fracaso, el Gobierno presenta un proyecto de ley que pomposamente ha llamado de “integración social”, pero que en definitiva busca otorgarles más garantías a las inmobiliarias, liberalizando aún más el mercado del suelo y haciendo que los planos reguladores se transformen en verdaderas piezas de museo.
Con este proyecto de ley, además del reciente decreto 56, dictado entre gallos y medianoche, se permitirá la licitación de suelo público para que las inmobiliarias privadas construyan edificios de arriendo a cambio de reservar un minúsculo porcentaje para subsidios; también se faculta al Ministerio de Vivienda para establecer excepciones a los planes reguladores con unos criterios tan absurdos que, en la práctica, transforman estas excepciones en verdaderas generalizaciones y, peor aún, estas excepciones afectarán incluso a los barrios patrimoniales, burlando las declaraciones de municipios y del Consejo de Monumentos Nacionales. Mientras en otros países se avanza en la protección de su patrimonio, acá se cede a la voracidad de las inmobiliarias.
Son numerosos los especialistas y urbanistas que han criticado abiertamente este proyecto de ley: el Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Católica señala que no da claridad suficiente al concepto de integración social, mezclando conceptos como segregación residencial, acceso a bienes públicos, porcentaje de vivienda social o convivencia entre clases sociales. A su vez, critica que “el éxito de la política está definido por el atractivo hacia el mercado y no por los beneficios a los más pobres”. Además, señala que el proyecto no tiene medidas concretas que detengan la segregación ni tampoco la redistribución de los bienes públicos y advierte que la falta de definición de los llamados incentivos de densidad llevará a negociaciones discrecionales entre la autoridad y las inmobiliarias, las que podrían terminar en situaciones similares a los guetos verticales de Estación Central.
Por su parte, el destacado urbanista Sebastián Gray señaló de manera rotunda: “Disfrazada de un lindo nombre, se acaba de aprobar una ley retrógrada, perjudicial para el buen desarrollo urbano y hecha a la medida de las ambiciones del gremio inmobiliario. Es francamente desolador”.
Cuando todos los urbanistas y especialistas han criticado abiertamente este nefasto proyecto de ley, ¿cómo se entiende que el Gobierno insista en tramitarlo? ¿Cómo se entiende que la Cámara de Diputados lo haya aprobado, aunque por cierto con el voto en contra de todo el Frente Amplio?
Solo hay una explicación: detrás de este proyecto de ley están los grandes intereses inmobiliarios, que con su poder de lobby han logrado aprobar un jugoso negociado. Algo parecido pasó años atrás con la aprobación de la Ley de Pesca, que terminó con varios parlamentarios procesados por la justicia.
Veremos ahora cómo sigue la tramitación de esta ley en el Senado. Por lo pronto, varios diputados tendrán que explicar ante la Comisión de Ética por qué no se inhabilitaron al momento de aprobar esta ley, estando involucrados societariamente, según sus propias declaraciones de intereses, con empresas inmobiliarias.