Consideraciones actuales sobre las políticas legistas:

«Yo adoro al capitán». Con estas palabras comenzó su discurso la senadora Michelina Lunesu en el Palacio Madama el pasado 5 de agosto para declarar el voto del grupo de la Liga a favor del decreto del bis de seguridad buscado por el ministro del interior Matteo Salvini.

En la Biblia judía, en referencia a los antepasados que «se comportaban con arrogancia» porque construyeron un becerro de oro para adorar, se dice que: «endurecieron sus cervices y en su rebelión se encomendaron a un jefe para volver a la esclavitud».

El cantautor Claudio Lolli, fallecido recientemente, cantaba: «Y dentro del cielo vemos resplandecer un ídolo dorado en lugar del sol, un nuevo dios que no podemos comprender ni describir con palabras, un dios moderno que todos adoran y que regala pérdida de memoria, un dios impaciente…».

El capitán de un barco tiene el deber de intentar salvar a todos los náufragos y ponerlos a salvo. Como declaró Gaspare Giarratano, pescador de Sciacca: «Pueden hacer todos los decretos de seguridad que quieran, poner las multas posibles e imaginables, confiscarnos el banco. Solo conocemos una ley, la ley del mar, y no dejaremos a nadie a la deriva. Me pregunto si tan solo uno de nuestros políticos ha oído alguna vez, en la oscuridad de la noche, gritos desesperados de ayuda que se elevan en la enormidad del mar. Ninguno de nosotros volvería a casa sin estar seguro de haber salvado esas vidas». ¿Quién es realmente digno de ser llamado capitán?

Al término de una reunión con fines políticos celebrada el 9 de agosto en Pescara, Matteo Salvini anunció que se postulará como «premier» en las próximas elecciones políticas con estas palabras: «Ahora les pregunto a los italianos si quieren darme todo el poder para hacer lo que prometimos sin ataduras».

En cuanto a los «plenos poderes», vale la pena recordar lo que Montesquieu escribió hace tres siglos: «Todo se perdería si el mismo hombre, o el mismo grupo de ancianos, o de los nobles, o del pueblo, ejercieran estos tres poderes: el de legislar, el de ejecutar las decisiones públicas y el de juzgar los delitos o litigios privados».

«Pedimos los plenos poderes porque queremos asumir toda la responsabilidad», dijo Benito Mussolini el 16 de noviembre de 1922 en su primer discurso como presidente del Consejo a cargo del Parlamento italiano.

Siguieron veinte años de régimen autoritario fascista.

El diputado Giacomo Matteotti, que después de un año será secuestrado y asesinado por un escuadrón fascista, respondió a Mussolini: «Nos parece que quien tiene una conciencia firme de sus derechos y deberes como representante de la nación que trabaja y produce, no puede ser cómplice en la concesión del pleno poder, lo que marcaría en la historia de nuestra vida nacional el precedente menos digno y más peligroso».

Pier Paolo Pasolini escribió: «Nada es más anárquico que el poder, el poder hace prácticamente lo que quiere».

Y obviamente Edmund Burke tenía razón: «Cuanto mayor es el poder, más peligroso es el abuso».

Las Constituciones nacen para poner fin al poder que siempre tiende a abusar de sí mismo.

Es al poder al que debemos poner una «atadura», para evitar que vaya más allá de los límites y cometa crímenes, pisotee los derechos de las personas y asesine a la democracia.


Traducción: Ana Gabriela Velásquez Proaño