Por Florencia Varas *

Esta es la primera entrega de una serie sobre Gustavo Leigh, quien fue destituido el 24 de julio de 1978. Este fragmento de “El general disidente”, de Florencia Varas, revela detalles sobre su quiebre con Pinochet.

General Leigh, ¿cómo describiría la sensación de “tener el poder”?
—El poder es una droga que distorsiona y transforma a los hombres. Irradia influencias que no siempre son positivas para el gobernante, y en la medida que aumenta el poder, se agu-
diza esta fuerza intangible que puede expandirse con efecto avasallador.
Creo que la primera vez que entré a La Moneda fue con motivo de mi designación de comandante en jefe por el Presidente Allende. Pero cuando me encontré de pronto en la Junta, empecé a experimentar y a observar los vientos y tormentas que se encuentran en esas alturas, así como las voces de sirena que llaman con tonos cautivantes y maléficos.
Después de conocer la atmósfera de ese nivel, cuesta explicarse el afán casi morboso de algunos políticos por alcanzar el cargo presidencial.
Cuando era un joven capitán de Bandada serví a las órdenes directas del Presidente Gabriel González Videla, como piloto del avión del Presidente, a quien recuerdo con cariño, junto a
doña Miti, por su gentileza y caballerosidad. Al asumir la Junta me dijo don Gabriel: “Ahora, en cada nombramiento que Ud. haga, mi amigo, va a tener un malagradecido y diez resentidos”.

—¿Cómo fue la convivencia dentro de la Junta?
—La convivencia armoniosa se fue deteriorando en la medida que comenzaron a aparecer diferencias de fondo entre nosotros, especialmente con el general Pinochet. Mi ideal era avanzar en forma sistemática hacia la normalización del país, para rematar con elecciones libres en un período de 4 o 5 años como máximo. Demostrar al país que los militares éramos restauradores y liberadores de un régimen corrompido y demagogo que nos condujo al borde del caos.
Pero muy a mi pesar me fui convenciendo de que diferíamos (con Pinochet) profundamente en este tipo de cosas; por otra parte comenzaron a emerger los ideólogos, asesores, corte-
sanos y, principalmente, los grupos económicos del más diverso orden. Quienes pocos días antes se conformaban con salvar el 10% de sus bienes, aparecían ahora exigiéndolo todo y algo más, con altanería y prepotencia. Yo primero, yo segundo, después el país. Y comenzaron a brotar las consignas: este no es un gobierno de transición; metas y no plazos; fuera las manos del Estado, etc.
Para los que pensábamos diferente, el vuelo se nos fue haciendo cada vez más difícil, la senda se fue angostando y se nos fue restando la opción de participar en la toma de decisiones.
La verdad es que la Junta pudo haberse quebrado antes de cumplir los dos primeros años, pero temíamos las consecuencias que esto podría acarrear para el país en esa época.
Había que permanecer unidos a pesar de las discrepancias, tratando de salvarlas o transando, cuando era posible. Este asunto de mostrar unidad de las instituciones armadas a través de la Junta de Gobierno se fue haciendo cada vez más pesado e intolerable, porque tuve que violentar mi conciencia, en muchas oportunidades, renunciando a principios fundamentales de mi espíritu.
Recuerdo, por ejemplo, lo del nombramiento como Presidente de la República del general Pinochet; la “Consulta Nacional”; la ley de amnistía que se nos presentó en una reunión informal y privada con el ministro Fernández y a la cual no se nos permitió llamar asesores jurídicos y hubo de resolverse después de dos horas de discusión y sin abandonar la sala. Posteriormente me di cuenta de que esta ley se promulgó adoleciendo de graves errores de fondo, y tantas otras situaciones que prefiero olvidar…
El general Pinochet me dijo en varias ocasiones que detrás de mí se ocultaba la ambición por el poder, porque no se explicaba de otra manera mi posición. “Solo Dios sabe lo equivocado que estás, y algún día espero poder demostrártelo”, le respondí la última vez.
En la medida que el general Pinochet fue consolidando y centralizando el poder en su persona, los miembros de la Junta fuimos quedando al margen del quehacer gubernamental.
Sobre esto deseo dejar tan claro como sea posible que no tengo queja en el sentido que no se nos permitiera cogobernar, por cuanto un Ejecutivo colegiado es uno de los peores sistemas de gobierno y jamás pretendimos eso; tanto es así que desde el primer momento se designó a uno de nosotros como presidente de la Junta.
Lo que ocurría era que tomábamos hechos o medidas trascendentes para el país cuando ya estaban consumadas, quedando entonces ajenos a la posibilidad de contribuir con nuestro aporte al presidente de la Junta, quien finalmente estaba facultado para tomar la resolución final. Esto tenía mucha mayor gravedad cuando las medidas adoptadas eran lesivas para el interés nacional.
En muchas oportunidades le expresé al general Pinochet que él podía y debía confiar en los tres miembros de la Junta de Gobierno… Pero era doloroso observar que sus decisiones las tomaba solo, o en el mejor de los casos, asesorado por personal de su institución o personajes civiles convertidos en satélites permanentes y no siempre de pensamiento político conocido.
Lo más sintomático en cuanto a la actitud del Presidente hacia la Junta eran las constantes violaciones al Decreto Ley N° 527 —estatuto de la Junta de Gobierno, de carácter Constitucional— en lo referido a nombramientos de miembros de los tribunales superiores de Justicia, embajadores, ministros de Estado, concesión de indultos, etc., que los cursaba sin acuerdo, o sin oír a la Junta, según lo dispone el citado decreto ley.

—¿Qué pensaba al asumir en la junta?
—Pasados los primeros momentos de angustia y de presión, pensé que debíamos gobernar teniendo muy presente a esa gran mayoría que apoyó a los militares para llegar al 11 de sep-
tiembre… Tengo aquí a la mano un comunicado al país, que fue el primero que se emitió el día 11 de septiembre a las 8 y media de la mañana. Lo firmamos en la tarde del lunes 10, los cuatro generales, excepto Merino, que estaba en Valparaíso, y firmó el Almirante Carvajal. Decimos en el punto tercero: “Los trabajadores de Chile pueden tener la seguridad de que las conquistas económicas y sociales que han alcanzado hasta la fecha no sufrirán modificaciones en lo fundamental”. Yo creía que a los trabajadores había que orientarlos y reencauzarlos. A mi juicio eran todos rescatables. Creía que era la oportunidad, única en la historia de Chile, de poder demostrarle al pueblo que los militares no hacen tantas promesas, pero en
cambio otorgan mucho más que aquellos políticos que viven de ellas.

—Al triunfar el golpe militar el 11 de septiembre de 1973, ¿es o no efectivo que se pensó en una presidencia rotativa entre los distintos miembros de la Junta de Gobierno?
—La verdad es que eso se conversó en las primeras horas del gobierno. El mismo 11, se acuerda Ud., nos fuimos a la Escuela Militar, donde juramos los miembros y el Gabinete.
En la breve conversación que tuvimos en la oficina del director, los cuatro solos, antes de pasar al juramento propuse una fórmula para rotar periódicamente el mando. Los otros tres estuvieron de acuerdo en que sí podía ser. Recuerde que el propio general Pinochet, en su primera entrevista de prensa concedida a los corresponsales extranjeros, en la Escuela Militar, se refirió a este asunto de la siguiente manera: “Periodista: ¿Cómo fue designado Presidente de la Junta? General Pinochet: Hubo un trato que fue, en realidad, de caballeros. Yo no
pretendo estar dirigiendo la Junta mientras esta dure. Lo que haremos es rotar. Ahora soy yo, mañana será el almirante Merino, luego el general Leigh y después el general Mendoza. No tengo interés en aparecer como una persona irreemplazable. No tengo ninguna aspiración fuera de servir a mi Patria. Tan pronto el país se recupere, la Junta entregará el gobierno a quien el pueblo desee”.
Pero esto quedó hasta ahí no más, porque después volvimos a tocar el punto en una oportunidad más y debo reconocer hidalgamente que coincidí en la complejidad del problema. Íbamos a perder la continuidad de la línea de acción del gobierno o se iba a prestar para que la cooperación no fuera la misma cuando estaba una u otra institución en el mando y podíamos crear división en vez de unión. Retiré la moción y estuvimos de acuerdo en que se nombrara al comandante en jefe del Ejército, y no porque fuera más antiguo, pues yo había sido nombrado cinco días antes comandante en jefe, así es que si es por eso yo era el más antiguo en la Junta. Merino no era todavía comandante en jefe el 11 de septiembre, era comandante de la I Zona Naval de Valparaíso. Pero nunca hice cuestión de eso; estimo que no podemos estar haciendo prevalecer estas pequeñeces cuando se trata de los intereses del país.

—¿Cómo se dividieron el trabajo entre los cuatro miembros de la Junta de Gobierno?
—Comenzamos por dividirnos las áreas de acción: económica, social, agraria y administrativas a nivel superior, y se trabajó bastante unidos. De acuerdo, diría yo, los primeros 18 me-
ses. No tuvimos diferencias de fondo, a lo más algunas pequeñas diferencias de forma. Tanto es así que tuve a mi cargo durante ese período el Consejo Social de Ministros, que lo conformaban todos los ministros que tenían en alguna forma que ver con el área social: Vivienda, Justicia, Salud, Trabajo, etc. En ese Consejo se fue trabajando en forma muy rápida.
Allí se estudiaban y se elaboraban los proyectos de decreto ley que se sometían a la Junta de Gobierno, en relación al área social. Se estructuró el Conpan (Comisión para la Nutrición
Infantil), siendo, así, Chile el único país en el mundo que tomó la alimentación y nutrición de nuestro pueblo a un nivel nacional. De allí salió el Comité Social de Empresas, la primera
reforma al Código del Trabajo, la Ley de Capacitación Obligatoria, la Polla Gol… Se inició el estudio de recursos humanos del país, la Ley de Jardines Infantiles, parvularios, comedores
abiertos y tantos otros que no recuerdo. Pero cuando ya comenzaron a producirse diferencias conceptuales sobre la marcha del país, este Consejo Social de Ministros, así como los otros, desaparecieron por orden del Presidente.
Cuando comenzaron las diferencias conceptuales, yo no le puedo fijar fechas, pero podría citar un hito que puede ser significativo. El año 1974, cuando designamos Presidente de la
Republica al general Pinochet. Ahí ya partimos con una diferencia bastante seria. La “elección” del presidente.

—¿Quién decidió elegir Presidente al general Pinochet?
—…en un determinado momento, en el mes de diciembre de 1974, decidió ser elegido Presidente de la República; él mismo presentó a la Junta un borrador de proyecto. Esto había sido conversado en otras oportunidades y yo le había manifestado abiertamente mi parecer contrario y el almirante también estaba de acuerdo conmigo, en el sentido que era inconveniente además de inoportuno. Todas las decisiones de gobierno exigían unanimidad y uno que se opusiera, ya no había ley. Eso sucedió varias veces. Pero en esto fui terminante, porque el cargo de Presidente de la República es un cargo tradicional de elección popular y nosotros como gobierno de facto debíamos usar cualquier otra designación que tendría el mismo valor. Como lo establecía el D.L. 527, Jefe Supremo de la Nación o bien Jefe de Estado, llamémoslo como queramos, pero no Presidente de la República, mientras no sea posible darle un respaldo constitucional.

—¿Qué dijo el general Pinochet a esto?
—No aceptó el procedimiento.

—Pero si ustedes, integrantes de la Junta Militar, estaban en desacuerdo, ¿cómo pudo el general Pinochet declararse Presidente?
—De la siguiente manera. El día que le mencioné, 17 de diciembre de 1974, se me llamó urgente al despacho del general Pinochet. Allí me encontré con el general Mendoza, el almirante
Merino y el general Pinochet con el proyecto de decreto ley sobre el escritorio ya firmado por los tres. Se produjo una situación bastante dramática, porque me vi enfrentado a una si-
tuación de hecho. Se comenzó a esgrimir el viejo argumento que mi actitud iba a romper la unidad militar y, por lo tanto, que podía ocurrir cualquier cosa en el país en el momento en que vivíamos; que el hecho de que apareciéramos ante la opinión pública divididos alentaría a los marxistas para agudizar la resistencia; en fin, que yo iba a ser el único responsable del quiebre. Fue una reunión dramática y dura como no recuerdo otra. En resumen, firmé. Hasta hoy creo que cometí un error.

—Da la sensación de que Ud. fue siempre tomado por sorpresa, de que siguieron con Ud. una política de hechos consumados.
—Lo más lamentable es que se sigue usando.

—¿Cuáles fueron las razones para que el almirante Merino y el general Mendoza aceptaran la designación del general Pinochet como Presidente?
—No sé las razones que podrán haber tenido para cambiar de opinión, por lo menos uno de ellos; del general Mendoza no me pronuncio porque nunca lo oí dar una opinión al respecto.

—Cronológicamente, ¿qué va sucediendo dentro del Gobierno?
—Van sucediendo una serie de hechos que se ponían de manifiesto en la Junta sesionando como Junta Legislativa, cuando llegaban los proyectos de ley y aparecían diferentes criterios. Se produjeron a veces situaciones desagradables que me molestaban mucho, porque jamás debieron suceder a nuestro nivel. Tener que decir: “lo lamento mucho, pero yo no puedo firmar este decreto ley”; donde generalmente los cuatro miembros de la Junta, los ministros interesados, los subsecretarios, los abogados, los auditores, los asesores, la sala llena de gente y yo frente a todo ese grupo tenía que decir que no iba a firmar esa ley mientras no le establecieran las modificaciones pertinentes. Yo era de la opinión de que antes de llevar estos proyectos de ley a la mesa donde iban a concurrir los ministerios interesados, debíamos reunirnos previamente a solas, para establecer y afinar nuestros criterios sobre la materia y no arriesgar a ponernos ninguno de nosotros en una situación de conflicto.

—¿Y esto no se daba?
—Después, mucho tiempo después, en el año 76, se logró establecer un sistema legislativo mediante el Decreto Ley N° 991 por el cual se establecieron las comisiones legislativas, para estudiar los proyectos con más profundidad, porque los decretos leyes que aprobábamos al comienzo presentaban, a veces, graves defectos. Aparecían muchos errores, después teníamos que, no sé qué porcentaje será, pero un 20% o un 30% de los decretos teníamos que rehacerlos y volver a promulgarlos, porque había errores de redacción o de interpretación, por esa precipitación para legislar. Muy desagradable cuando uno no estaba de acuerdo. Tenía que discutir con el ministro que defendía el proyecto de decreto ley, y discusiones a veces bastante fuertes, con el sector económico sobre todo, porque era el más rígido y obstinado.
Este fue uno de los aspectos que sostuve dentro de la Junta, no son opiniones de ahora, era la necesidad de perfeccionar la generación de las leyes.
El sistema legislativo vigente adolece de numerosas deficiencias y limitaciones que inciden en la calidad de sus resultados. El Decreto Ley N° 991, que rige el procedimiento, ha demostrado su ineficacia en la práctica. La discusión es reservada; las comisiones legislativas están constituidas por un pequeño grupo de asesores, y lo peor de todo es que, con
demasiada frecuencia, se omite el trámite de comisión por voluntad presidencial. A menudo teníamos que corregir los decretos leyes después de su promulgación, con los trastornos que esto conlleva, por razones obvias.

 

* Florencia Varas es periodista de la Universidad de Chile. Ha publicado libros de investigación; entre ellos: “Conversaciones con Viaux” (1971), “Operación Chile” (1973), “El general disidente” (1979) y “El caso Letelier” (1979).