El panorama mundial es desalentador. Los movimientos populares surgidos en distintos puntos del globo como protesta por los abusos del sistema económico imperante se han estrellado contra un muro de represión, cuya violencia demuestra que los dueños del capital están dispuestos a cualquier extremo con tal de impedir una vuelta a sistemas más democráticos y a un reparto justo de la riqueza. Aun cuando el sistema neoliberal ha sido puesto en cruda evidencia ante los pueblos que sufren sus abusos, estos todavía carecen de los medios y del espacio para recuperar el protagonismo político ante gobiernos totalmente secuestrados por grupos económicos y financieros, locales e internacionales.
El juego, hábilmente estructurado desde los despachos de las poderosas multinacionales y los estamentos políticos del primer mundo, cuenta con la complicidad de otros centros de poder entre los cuales destacan, por su influencia, los grandes consorcios periodísticos. Sin embargo, las consecuencias de esa voracidad comienzan a golpear con fuerza a los mismos que han apostado por el desequilibrio, el incremento de la pobreza y la sobreexplotación de los recursos. Esto, debido a políticas que han desatado una ola indetenible de movimientos migratorios y cuantiosas pérdidas humanas y económicas debido a los efectos devastadores de un cambio climático cuya existencia niegan con gran énfasis.
En América Latina, un continente transformado en laboratorio de un sistema neoliberal extremo, el esquema de poderes ha ido consolidándose alrededor de personajes cuyo papel no va más allá de agachar la cabeza y aceptar las condiciones impuestas desde la Casa Blanca. Para ello, cuentan con el aval para aprovechar el período y enriquecerse con los recursos públicos, amarrar lazos con grupos de élite empresarial y buscar la protección de ejércitos entrenados para mantener el estatus quo, todo ello siempre y cuando repriman toda posibilidad de rebelión popular. Así las cosas, la población de los países administrados bajo un sistema neoliberal -cuyo objetivo reside en explotar al máximo los privilegios otorgados por gobiernos corruptos- se encuentra imposibilitada de ejercer una ciudadanía activa y, mucho menos aún, de participar políticamente en iguales condiciones.
Cuando en alguno de nuestros países se les voltea la tortilla –como está sucediendo en la República Argentina- los poderes ocultos del sistema se ponen en “modo emergencia” y comienzan a echar mano de todos los mecanismos posibles para convencer a la ciudadanía de las bondades de su estilo de administración, utilizando tácticas populistas –tardías y evidentemente falsas- y echando mano al siempre bienvenido apoyo de los consorcios periodísticos y de las organizaciones gremiales que los apoyan. Ante esa arremetida de los poderes, el riesgo de retroceso está siempre presente.
Otro ejemplo es el resultado del proceso electoral en Guatemala, celebrado el mismo día que en el país sudamericano, solo que en este caso las cartas ya habían sido convenientemente marcadas para evitar cualquier desviación de la ruta establecida desde el Departamento de Estado. Por lo tanto, gracias a esos ases bajo la manga del gobierno actual, Guatemala no solo mantiene un estatus de “cero riesgos” para el sistema de explotación de sus recursos y cooptación de sus instituciones, sino además cuenta con la ventaja de un ambiente ciudadano temeroso y psicológicamente preparado para lo que viene: cuatro años más de lo mismo y, posiblemente, en peores condiciones para el ejercicio libre de sus derechos democráticos.