Por Carlos Fuentealba
El partido que dirime el tercer y cuarto lugar en una copa es, normalmente, un trámite para ambos equipos. Este sábado, sin embargo, Argentina le ganó a Chile en un duelo hirviente, que no dejó contento a nadie y tuvo su clímax en el enfrentamiento de los dos capitanes: Lionel Messi y Gary Medel, ambos expulsados.
Aunque Messi fue el primero en golpear, pronto se dio cuenta que ese no era su terreno e intentó mantener la compostura. Fue demasiado tarde y el árbitro lo expulsó, quizás de manera exagerada, en medio de una histeria generalizada.
Da la impresión de que el pueblo argentino siempre estuviera disputando sus batallas existenciales e ideológicas en la psicología del mejor jugador del mundo. Y el gran pecado de Messi es no haber sido un caudillo, sino un jugador del equipo. Uno que nunca se sintió menos que Ronaldinho, Xavi, Iniesta ni Neymar. Pero tampoco más. Uno entre todos. Un artista, no un mesías. El star system del fútbol mundial, sin embargo, siempre le exigió cumplir el papel de ídolo transnacional, de cuerpo que encarna todas las potencias del individuo actual. Messi debía ser capaz de todo, porque sólo así los 200 millones de espectadores que lo siguen todas las semanas, se sentían capaces de algo.
En el caso de Argentina esta secuencia cobró tintes dramáticos. Los mejores momentos de Messi con esa camiseta son durante sus primeros pasos, con Riquelme o Mascherano en la cancha, con otro “más grande” que pueda asumir la función de liderazgo. Pero siempre el país le exigió ser Maradona y solucionarlo todo sólo. Tras los sucesivos fracasos, en vez de enmendar esta fenómeno, la AFA optó por potenciarlo hasta sus últimas consecuencias. Es así como durante la última Copa América vimos al Messi más maradonizado de todos. Un Messi inédito, que visitó los estudios de Fox Sports para dar una entrevista; que cantó el himno con impostada emoción porque se lo exigieron; que reclamó hasta por los codos, se victimizó y acusó al mundo de estar en permanente conspiración contra él, y por tanto, contra la Argentina. Un Messi que se decidió a encarnar su propio símbolo y que… como era de esperar, siguió sin corresponderlo en la cancha.
El escritor Hernán Casciari comparó alguna vez a Messi con su perro, por la nobleza con que jugaba, porque hacía esfuerzos inhumanos para que cada patada que le tiraban no fuera falta y poder seguir corriendo tras la pelota, porque era el único que estaba completamente abstraído del contexto del juego, que no le importaba nada más que el balón, como su perro persiguiendo una esponja. Messi jugaba.
Hoy Lionel con la albiceleste transmite frustración y litiga mucho más de lo que juega. Es una imagen cruda de la crisis argentina. Del niño en la calle que tiene que recolectar basura, cartones, mendigar en restoranes, vender calcetines. Al que nada lo hace reír, porque se muere de ganas de jugar, como los otros, pero su contexto le exige transformarse en “hombre” y cargar con el destino de la comunidad. Convertirse en un dromedario más. En los ojos de Messi, antes de cada partido, se asomaba la mirada de Juanito Laguna, aquel personaje de las pinturas de Berni, que mientras remontaba un barrilete interpelaba a su comunidad: ¿De verdad quieren esto de mí?
Esta duda, seguramente, fue lo primero que debe haber pasado por la mente del crack cuando se vio al borde de los golpes con Medel. Parecía hastiado e hizo un ademán de guapeza. Pero luego, tras los empellones de Medel retrocedió de inmediato y se mostró atónito, como si se preguntara qué estaba haciendo allí.
Esto, que para los termocéfalos será interpretado como cobardía, fue la buena noticia del día. En medio de esa vorágine, el mejor jugador del mundo se controló y no terminó de explotarlo todo. “No se canse nunca de ser lo que es: una pulga en el oído del Minotauro”, la habría celebrado Nicanor Parra.
Porque al frente tenía, nada más ni nada menos, que a Gary Medel. Un hombre criado en el rigor de la periferia santiaguina. En la Palmilla, Conchalí, donde siempre convivió con la precariedad y el abandono del Estado. Soportó todas las carencias materiales y, según el mismo, si no hubiese sido futbolista, habría terminado siendo traficante. Gary se endureció en la calle y de la postergación sacó esa fuerza con que impresionó desde sus inicios en Universidad Católica. Su éxito, sin embargo, fue siempre el de su comunidad, con la que nunca cortó el vínculo. Por eso, cada tanto, se le puede ver en la galería de San Carlos de Apoquindo, donde canta, alienta, salta y es uno más en la barra de la Universidad Católica. En Gary, la representatividad nunca fue problema. Él es pueblo y se comporta como el pueblo chileno: tenía un tatuaje del Che Guevara en el brazo y se lo borró.
Tras el Mundial de Brasil 2014, acudió contento a recibir un homenaje del Ejército, donde el General Humberto Oviedo –el mismo que fue acusado de malversar 4.500 millones de pesos en una investigación judicial que fue suspendida por el parlamento– lo ungió como “ejemplo para los soldados” y le obsequió un corvo militar (que para muchos sigue siendo un símbolo de la tortura).
Tras una meteórica temporada en Boca Juniors, la carrera de Medel se desinfló en Europa, donde su estadía más relevante fue el par de temporadas que pasó en el Inter de Milán. Cada vez que se tuvo que calzar la roja, sin embargo, el Pitbull mostró sus dotes de crack con un juego completamente pasional. Un gol de chilena en la altura de La Paz; un agónico alargue contra Brasil, en el que jugó lesionado; dos finales de Copa América en las que anuló a Messi. Las jornadas gloriosas abundan para él. Por eso, sus compañeros lo eligieron capitán tras el cisma con Claudio Bravo.
En este rol, el Pitbull se mostró firme y solvente. Le bajó el perfil al quiebre del camarín y dijo que lo solucionarían todo hablando de frente, “como hombres”. Y en la cancha, se vio tan fiero como pulcro. Hasta el encuentro con Argentina…
La jornada del sábado era ideal para que ambos cuadros distendieran un poco y nos regalaran el buen espectáculo que esta copa extravió. El partido, sin embargo, tomó un extraño curso tras la apertura de la cuenta. Bastó con que el árbitro cobrara una falta que no fue, contra Messi, para que Medel y todo el equipo perdieran la cabeza. Argentina aprovechó la distracción y clavó el primero, lo que sólo aumentó el descontrol.
La sombra de Canadá 2007 asomó como Deja Vu. En ese mundial sub 20, buena parte de los jugadores de ambos planteles se encontraron en una semifinal, en la que Chile enloqueció tras la expulsión de Medel, nada más comenzar el partido. Esa tarde, Alexis Sánchez no estuvo por lesión- el sábado se retiró por lo mismo- y el equipo terminó tan fuera de control, que en los pasillos del estadio protagonizaron una gresca con la policía canadiense, que incluso le aplicó electricidad a un par de jugadores.
Este sábado Chile estaba igual de sacado cuando Dybala aprovechó para poner el segundo. El panorama era muy oscuro para La Roja que hacía aguas por todos lados. Entonces vino el error de Messi, que empujó al más loco de todos y propició una doble expulsión, que fue más bien una providencial transa de ajedrez para Chile: cambió reina por torre.
Gary Medel, sin embargo, no se calmó y sólo entre muchos pudieron sacarlo de la cancha. Al terminar el partido, seguía fuera de sí y lanzó un chicle a un grupo de hinchas argentinos que lo insultaban, por lo que seguramente será sancionado. Lejos de serenarse, el jugador subió a Instagram un mensaje en el que exuda soberbia y narcisismo: “Que hablen bien o mal, lo importante es que hablen de mí, aunque confieso que me gusta que hablen mal porque eso significa que las cosas me van muy bien”, dijo. Y la verdad es que no, Gary. En el resto del continente se habla mal de ti y las cosas no te están yendo bien.
Lo preocupante en este caso, sin embargo, no es el jugador, sino el pueblo al que representa ¿Es que acaso los chilenos estamos orgullosos de mostrarnos como unos agresivos desaforados? ¿Eso es lo que queremos ser? Hasta ahora, nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato y a poner los límites racionales que deben imperar en una comunidad sustentable.
Cuanta vigencia cobra el discurso de Gabriela Mistral en el que rescata el espíritu del huemul, ciervo patrio tan denostado frente al soberbio cóndor, ambos en el Escudo Nacional.
Porque en el descontrol de Gary se refleja, también, la crisis del pueblo chileno. Detrás de esas masas digitalizadas que se sienten identificadas con la agresividad del Pitbull y que despotrican con tanto odio en las redes sociales, sobrevive un pueblo ahogado y arrinconado por un modelo de vida insufrible, que sacrifica a las clases populares, al medioambiente, a las mujeres y a la razón. La rabia de Gary es un volcán que ha entrado en actividad: es la impotencia de Chile frente al saqueo indiscriminado. Aún es tiempo para que Medel y el pueblo chileno conduzcan esta energía de manera racional. Ayer terminó un paro de profesores que se extendió por cinco semanas y que seguramente dejó a mucha gente dañada. Antes de su arrebato, Gary Medel apoyó expresamente a los profesores y pidió soluciones para el conflicto. Es tiempo de que el Gobierno baje los decibeles de su autoritarismo y empiece a dar respuestas a la altura del desafío. De lo contrario, el volcán seguirá larvando una erupción y, esperemos, que para entonces Dios nos pille confesados.