Por estos meses el grueso de las universidades estatales chilenas se ha abocado a la renovación de sus estatutos, en los que se establecen ciertas normas básicas de funcionamiento, gobierno, organización interna.
La razón reside en la reciente promulgación de la ley de universidades estatales, que obliga a las instituciones de educación superior a crear o actualizar sus estatutos. Cabe destacar que ellos datan de 1981, cuando la dictadura estaba en pleno apogeo. Por lo mismo, tiene su impronta: la concentración del poder, la no participación, el verticalismo. Huele y respira autoritarismo, lo que no deja de ser una contradicción cuando de universidades se trata, que se asumen templos del saber, responsables del desarrollo del conocimiento como fruto de la investigación, búsqueda de la verdad científica en un contexto de diálogo libre y abierto.
De todos los establecimientos estatales, los únicas que han logrado modificar sus estatutos son la Universidad de Chile y la Universidad de Santiago. Las restantes han sido incapaces de hacerlo, ya sea por falta de voluntad política de sus rectores y/o de sus respectivas comunidades universitarias. La realidad al interior de las universidades ha sido tal, por los más diversos motivos, que las voces que han demandado cambios estatutarios han sido minoritarias y/o no escuchadas. De hecho, tenía que venir una ley que lo exigiera para que despertaran de su letargo, particularmente las regionales, y se sumieran en la construcción de nuevos estatutos.
Los puntos clave, a mi entender, son dos. Uno, el de la distribución del poder. Bajo los estatutos actuales, la concentración del poder en las autoridades unipersonales, rectores y decanos, es manifiesta, y se expresa en su capacidad resolutiva y en la disponibilidad presupuestaria, de la que carecen las autoridades colegiadas que son esencialmente consultivas y no pueden levantar mayormente la voz sin correr el riesgo de que les caiga todo el peso del poder de los rectores y/o decanos, ya sea por la vía de la calificación, jerarquización, asignación de trabajos y/o conformación de comisiones de la más diversa índole. Y dos, la participación de los distintos estamentos que constituyen la comunidad universitaria, que bajo los estatutos actuales está concentrada en sus académicos. La participación de los estudiantes y personal administrativo, debidamente regulada, como toda participación, es esencial para el crecimiento de las organizaciones, particularmente en el mundo de hoy. Para los estudiantes, su participación es vital en su proceso de formación, como espacio de aprendizaje para constituirse en los futuros líderes de una sociedad libre.
A casi 40 años de la vigencia de sus actuales estatutos, las universidades están frente a una oportunidad de dar un salto cualitativo de proporciones. Del empuje, la fuerza, el vigor y entusiasmo que logren desplegar sus respectivas comunidades, dependerá el surgimiento de estatutos que dinamicen el quehacer académico y que posibiliten una sana, respetuosa y fecunda convivencia interna.