Con frecuencia leemos estadísticas que nos ilustran sobre la acelerada concentración de la riqueza en el mundo; unos pocos multimillonarios acumulan mayor riqueza que la mitad más pobre del planeta, y el 1 % más rico de la población posee más de la mitad de la riqueza mundial. Asistimos resignados, cual meros espectadores, a un brutal e inhumano proceso de concentración. Esa resignación a menudo se basa en la certeza de que existen enormes poderes capaces de resistir cualquier intento de cambio, y también en que a veces las poblaciones son contradictorias e individualistas, y su comportamiento es funcional a un capitalismo consumista que conduce inevitablemente a dicha concentración.
En cualquier caso, si alguna esperanza hubiera de poder revertir esa tendencia, la depositaríamos en el Estado, porque es el que podría modificar la matriz distributiva. Pero dudamos cuando vemos que a menudo es coptado por el poder económico, y sus políticas agudizan el problema. Porque ese poder tiene capacidad para manejar los medios de comunicación que influyen en el electorado, tiene recursos para comprar voluntades en los tres poderes del Estado, y tiene la fuerza para presionar, chantajear y disciplinar. Desde luego que esta mecánica perversa suele tener fisuras, porque tarde o temprano genera sufrimiento en las poblaciones, y las crisis políticas brindan oportunidades para un cambio. Pero no es condición suficiente, porque en la historia mediata e inmediata hay ejemplos en los que, aun contando con el poder estatal, se fracasó en la búsqueda de modelos alternativos, tal vez porque no se comprendieron todos los factores que gravitan en la concentración de la riqueza y se abordaron más las consecuencias que las causas.
Cuando Piketty publicó “El Capital en el siglo XXI”, explicando y fundamentando la forma en que se fue dando históricamente el proceso de concentración, algunos de sus detractores, no pudiendo negar lo sustancial (la tendencia a la concentración), prefirieron atacar las propuestas redistributivas, afirmando que la concentración económica del capitalismo no es tan nociva, sino que favorece la inversión y en consecuencia el progreso, que es lo que ha mejorado históricamente el nivel de vida de las poblaciones. Olvidan que el mismo Piketty en “La economía de las desigualdades” también afirma que la mejora en el nivel de vida de las poblaciones se debió fundamentalmente al progreso y no tanto por haber logrado algún punto más en el porcentaje del reparto de la torta. Pero esta es una verdad a medias, porque para que la acumulación se transforme en inversión y progreso, debe existir una demanda potencial que aliente tal inversión, y tal demanda no existiría si las poblaciones no incrementaran sus ingresos, y mucho tiene que ver con eso la puja por la distribución de la torta. Debe haber un equilibrio inestable para que la dinámica del desarrollo funcione. Hasta cierta escala la acumulación de capital puede favorecer la inversión y la multiplicación, (y decimos “puede” porque las decisiones empresariales no siempre coinciden con esa visión romántica del capitalismo liberal según la cual el excedente siempre se ahorra y el ahorro siempre se invierte). Pero a partir de una escala mayor esa acumulación comienza a funcionar como un agujero negro, una enorme fuerza gravitatoria que comienza a absorber empresas para dominar mercados y formar precios; comienza a imponer marcas tercerizando y deslocalizando la producción, disciplinando pequeñas y medianas empresas que se transforman en una suerte de “emproletarios” obligados a competir entre sí minimizando ganancias y salarios, (como bien lo explica Naomi Klein en “No logo”). Esta posición dominante que logran los capitales concentrados les permite aumentar su rentabilidad en desmedro de empresas productivas y trabajadores, y en esa instancia el capitalismo deja de “multiplicar los peces”, y empieza a parir a un monstruoso pez gigante que se traga a los pequeños.
Desde luego que en los niveles de concentración que estamos hablando, la vasocomunicancia entre grandes grupos empresarios y el sector financiero es absoluta, y la rentabilidad creciente producto de posiciones dominantes se va derivando hacia la especulación financiera y bursátil, o hacia la usura endeudando a los que se empobrecen para que sigan consumiendo, hasta que las burbujas estallan y todos pierden (menos la Banca); y así la rueda sigue girando y la concentración sigue en aumento. Esa rueda cada vez está más alejada del alcance de cualquier freno que se intente interponer, merced a una globalización caracterizada por la deslocalización productiva, la fuga de capitales a paraísos fiscales, y la connivencia de los organismos internacionales imponiendo reglas del juego que favorecen tal concentración. La puja distributiva entre los trabajadores y empresarios se acota a una porción cada vez menor de la torta, porque las grandes ganancias están fuera del alcance de las demandas laborales, y esa debilidad sindical es otro factor que alimenta el círculo vicioso.
¿Qué pasa entonces con los gobiernos?, ya sabemos que en muchos casos son funcionales a la concentración; ¿pero qué podrían hacer si realmente quisieran trabajar por una mejor distribución del ingreso y la riqueza? Desde luego que mediante políticas laborales adecuadas se podría mejorar un poco el ingreso de los trabajadores, pero el margen de maniobra en muchas empresas es cada vez menor por lo explicado anteriormente, y eso pone también un techo salarial al resto. Así que con políticas laborales se podría generar alivio, pero no se movería demasiado el amperímetro de la distribución del ingreso. Es necesario intervenir fuertemente desde la política fiscal para equilibrar las cargas. En este sentido, una de las limitaciones que encuentra el Estado a partir de la concentración económica es la creciente dificultad para tener un sistema tributario progresivo, no solamente porque los que concentran la riqueza tienen mejores herramientas para evadir, sino porque al aumentar la concentración las tasas debieran ser cada vez más elevadas para los sectores concentrados. Dicho de otra manera, en una suerte de demostración por reducción al absurdo, si en un país el índice Gini fuera igual a 1, el Estado para financiarse debiera cobrarle a una sola persona una alícuota impositiva del 99,99 %, lo cual sería ilegal por lo confiscatorio, e inviable en la práctica porque esa persona sería dueña del país. Sin llegar a ese extremo, podemos comprender que cuanto más desigual es una sociedad, mayor presión tributaria sería necesario ejercer sobre pocos contribuyentes para financiar las políticas públicas de manera equitativa; pero como a menudo eso se dificulta por razones legales y políticas, la presión tributaria termina recayendo sobre una base mayor de contribuyentes de menor capacidad contributiva, y el sistema se torna altamente regresivo lo que puede estimular el crecimiento de la informalidad.
No escapa a las consecuencias de la concentración de la riqueza la cuestión de la Seguridad Social, porque en la medida que los beneficios de la revolución tecnológica son apropiados por los empresarios incrementando su plusvalía y reduciendo personal, aumenta la desocupación y en consecuencia disminuye la masa de contribuyentes a los sistemas jubilatorios solidarios, lo que sumado al envejecimiento de la pirámide poblacional, y al aumento de la informalidad que mencionábamos antes, vuelve inviable dicho sistema. La solución de los “liberales modernizadores” es aumentar la edad jubilatoria, lo cual además de postergar el merecido retiro de los trabajadores, posterga el ingreso de los jóvenes al mercado laboral. Una solución sería que los beneficios de los avances tecnológicos redunden en favor de los trabajadores, ya sea reduciendo la jornada laboral manteniendo el nivel de ingresos, o ya sea mediante la asignación de una renta básica. Otros dirán que no está mal que los empresarios se queden con esa mayor rentabilidad fruto de los avances tecnológicos porque la invertirán en nuevos proyectos que generarán trabajo, pero eso en la práctica no ocurre en suficiente medida para compensar lo perdido. El Estado entonces para paliar estas consecuencias, busca aumentar sus gastos en servicios sociales, en un contexto en que, como antes explicamos, la presión tributaria se vuelve insostenible por la regresividad del sistema.
Una posible ruptura de este círculo vicioso debiera enfocarse en la utilización de las políticas fiscales para forzar a los sectores de alta rentabilidad a la reinversión productiva de sus excedentes. El impuesto a las ganancias o a la renta, tanto de personas como de empresas, debiera contemplar alícuotas progresivas hasta niveles muy elevados, pero no solamente en proporción a la magnitud de la ganancia, sino también en proporción a la cantidad de trabajadores ocupados, de modo tal que dicha alícuota sea inversamente proporcional a la cantidad de puestos de trabajo que se generaron para obtener dicha ganancia. También se debieran contemplar alícuotas diferenciales según sea que esa ganancia se reinvierta en el país donde se generó, o se fugue al exterior, o se canalice en la especulación financiera. De este modo se impactaría simultáneamente en el mercado laboral bajando la desocupación y en consecuencia fortaleciendo a los asalariados en la puja distributiva, y aumentaría la recaudación para el sistema jubilatorio. Las alícuotas progresivas, que gravarían fuertemente las altas rentabilidades que no se reinviertan, equilibrarían las cargas tributarias del conjunto, volviendo al sistema tributario menos regresivo, y en consecuencia tendería a disminuir la evasión y la informalidad en los niveles de menor rentabilidad (siempre que esto sea acompañado de controles eficaces). La vocación evasora seguramente se concentraría en los niveles de mayor rentabilidad, pero que estarán mejor identificados para ejercer sobre los mismos un intenso seguimiento y control que minimice la evasión y la fuga de capitales.
Habrá que contemplar políticas muy estrictas para el sistema financiero, evitando que siga acumulando ganancias a expensas del sector productivo, y en consecuencia de sus trabajadores, para lo cual se deberá regular toda su operatoria, evitando a su vez que siga siendo el principal apoyo logístico con el que cuentan los grandes evasores para fugar capitales. Desde luego que habrá que coexistir con algunas limitaciones que impone la globalización, pero es posible desde las políticas nacionales dar pasos importantes para revertir al menos en parte esta concentración del ingreso y la riqueza que margina a cada vez más gente. En algunos países se podrá avanzar más rápido que en otros, y el escalonamiento de las tasas podrá adecuarse al ritmo de lo posible, pero de lo que no deben quedar dudas es que no será el mercado el que por sí mismo mejore la distribución del ingreso y la riqueza, si los estados no fuerzan un cambio sustancial en la matriz distributiva.