Quieren cortar de cuajo con el mundo tal como lo conocimos los argentinos que hoy estamos vivos. Quieren incluso desfigurar el recuerdo y el legado de los que ya no están, acompañando su voluntad de destruir al sindicalismo como forma de organización de los trabajadores, con un runrún cultural y un relato reduccionista del sindicalismo que lo limita a la patota. Quieren destruir el trabajo tal como lo conocimos después del primer peronismo. Se saltean a Tosco, a Ongaro, a Abdala, a Frondizi y tantos otros dirigentes, varones y mujeres, que nunca se vendieron, porque necesitan que las audiencias también se los salteen.
Es cierto que ya pasamos por esto en los ´90, pero no es lo mismo. Esto es mucho más grave y desquiciado. Esto está por afuera de cualquier cosa que asociemos con política, incluso con las peores cosas de la política. Esto es una planilla en la que todos nuestros nombres, millones de nombres, están marcados para el sacrificio. Una planilla como hay tantas otras ahora en el mundo, en la que nadie es nadie sino sólo un cuerpo que estorba, y los que no estorban es porque les sirven para disciplinar al resto. Esto es un proyecto de mundo abyecto, el reverso del mundo mejor que las mayorías evocan, porque está pensado sólo para ricos que hace décadas piensan cómo gobernar el mundo.
El ataque al sindicalismo, que incluyó exabruptos como el del analista Daniel Muchnik pero recorrió la boca presidencial y las de muchos otros macristas, coincidió con un espaldarazo de la cultura de masas, inaugurando la versión Suar de qué es el sindicalismo. Ese ataque tiene una cadena de blancos, y el primero es el sindicalismo que el gobierno reconoce como opositor. Es difícil imaginarse a un sindicalista que no sea opositor a la destrucción del trabajo, a la quita de todos los derechos conquistados hace más de medio siglo, a la dignidad de la vida de los sectores populares. El proyecto Bullrich revela, por otra parte, el proyecto que tienen para los sectores populares, su reconversión en resaca generacional parecida a la mexicana, donde como no hay trabajo –hablo del modelo que ahora AMLO intenta revertir – y tampoco hay educación, miles de jóvenes y púberes terminan siendo sicarios o paramilitares o víctimas de sicarios o paramilitares. Este modelo es violento.
Porque si lograran su reforma laboral, si lograran destruir a los sindicatos, si lograran quebrar los lazos múltiples y fértiles que surgen de las distintas formas de organización popular, entre ellas el activismo sindical, si lograran que más y más gente sea expulsada a cada día del sistema, ¿cuál podría ser el proyecto sino uno donde quienes hoy son trabajadores acaben siendo indigentes o lúmpenes o depresivos o todo ese tipo de sobrantes con cuya eliminación las audiencias televisivas están de acuerdo, hechizadas y sin advertir que ellas también son parte del descarte?
Pero chocan contra más que un partido, que un Frente, que una central obrera o contra Moyano o Palazzo. Chocan contra una manera de concebir el mundo y la vida, porque en la Argentina, mucho más que otros países, ser un trabajador es parte de una identidad profunda y arraigada, constitutiva, una aspiración o una seguridad o un orgullo. Pese al relato macrista, en este país hay una cultura del trabajo pero también una cultura del ser trabajador. Trabajar para cualquiera que colectivamente es percibido como buena persona es un valor que vino de la mano de las oleadas inmigratorias, sí, pero también es parte del buen vivir de los pueblos que los antecedieron, y en algún punto histórico esa aspiración se funde con la experiencia fundante del primer peronismo. Vino en nuestras mamaderas, está en las fotos de los abuelos. Siempre se remarca más el resentimiento hacia los más pobres que expresa alguna de las clases medias, pero ese sentimiento no es más fuerte que este otro, mestizo, fronterizo, que hace que trabajadores que ganan mucho dinero y otros que apenas ganan para alimentar a sus familias, compartan el valor del trabajo y una identidad vital ligada a ser capaces de ganarse la vida honestamente.
En los ´90, cuando el capitalismo viró de explotar a expulsar, tuvimos nuestra crisis pero también allí se expresaron estos sentimientos de apego al trabajo que por eso mismo, ante el despido o la falta de maneras de supervivencia, permitió el surgimiento de las Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD), que se desparramaron por todo el territorio. Hoy se llaman Trabajadores Excluidos. Siempre me llamó la atención la dignidad y la autopercepción de sí mismos que hicieron entonces los miles y miles de despedidos por la segunda oleada privatizadora. No se reconocían como derrotados ni como la basura que les querían hacer creer que eran. Aun sin trabajo, aun sin rutina laboral y si esa expectativa de un sueldo que, alto o bajo, permitía organizarse la vida, esos miles y miles de personas se siguieron reivindicando como trabajadores. “Trabajadores desocupados” significaba que tenían derecho a algo que les era negado.
Es previsible pero estúpido que ahora quieran inventar violencia donde lo único que hay es necesidad de comer y ver comer a los hijos, de vacunarlos, de no tener frío, de poder afrontar la compra de un remedio o un regalo de cumpleaños. No era una ilusión. Era un modo de vida productivo y pacífico.
Este país será un hueso duro de roer para que las mayorías acepten que sus propias vidas no tienen ningún valor. Nuestros mejores hitos históricos nos devuelven otra idea de nosotros mismos. Queremos vivir en paz y con nuestras necesidades básicas satisfechas. Eso solo. Es simple. Lo demás es miseria, no la que respiran los que duermen o mueren en la calle. Miseria moral, de acopiadores de dinero que son perfectamente capaces de poner en debate si los pobres tienen alma.