Está claro que no tiene la menor relevancia que sea o no periodista; sí lo tiene criminalizar la búsqueda de la verdad, tanto como negarnos el derecho a ella y la intención de condenarnos a una democracia oscura y formal de ciudadanía desinformada.
Hace diez años el ciudadano australiano Julian Assange se puso al frente del proyecto Wikileaks, la idea de los asociados a él era aprovechar la creciente consolidación de las redes sociales para romper con el control centralizado de la información en manos de los cárteles de comunicación de los grandes Estados y de las poderosas corporaciones periodísticas internacionales.
La idea era muy loable, hacer verdad el tan cacareado derecho a la información de la ciudadanía haciendo que los hechos llegaran a ella sin elaboración mediática y los contrastaran por sí mismos.
Hay que decir que no muchos confiaban en que estos “iluminados” alcanzaran sus propósitos; sin embargo, en abril de 2010 estalló una bomba informativa en formato vídeo: Asesinato colateral. Una grabación realizada desde un helicóptero de combate de EE.UU en 2007 durante la guerra de Irak. Las imágenes muestran cómo desde la aeronave se abre fuego sobre un grupo de civiles desarmados y que no muestran actitud hostil alguna. Entre los muertos por esa acción se hallaban el periodista de la agencia Reuters Namir Noor-Eldeen y su conductor, Saeed Chmagh que, simplemente, estaban arriesgando sus vidas para informar sobre la guerra.
Tres meses después, con lo anterior aún resonando, la gente de Assange hizo llegar a medios como The New York Times, The Guardian y Der Spiegel una documentación excepcional: los diarios de la Guerra de Afganistán, los Registros de la Guerra de Irak y filtraciones sobre distintos crímenes de guerra de los servicios de inteligencia en esos conflictos bélicos.
Ese mismo 2010, en noviembre, Wikileaks amplió su acción para romper la fiebre de las exclusivas que domina el mundo del periodismo e hizo entrega a seis grandes medios (El País, Le Monde, The Guardian, The New York Times y Der Spiegel) de documentos diplomáticos de EE.UU.
Hay que aclarar algo que se comenta poco, no se trataba de reportajes ni información periodística sino documentos “en bruto”; por lo cual cada uno de esos periódicos tenía la libertad de interpretarlos y “la exclusiva” estaría en el mejor tratamiento y el seguimiento de los hilos, que se presumía, harían esos medios de lo que se les facilitaba.
Dicen que lo que hacían no era periodismo en sentido estricto, de acuerdo, pero no se puede negar que fue un inmenso acto de activismo informativo que debía conmover la adormilada investigación de esos grandes medios.
Estados Unidos reacciona
Losgrandes medios no siguieron esa línea de trabajo que muchos de sus lectores hubieran agradecido; todo quedó para ellos en una mera noticia. Sin embargo, numerosos periodistas independientes y agrupaciones de periodistas utilizaron esos datos para abrir las cloacas en las que aquellos medios de prestigio reconocido no se atrevieron a indagar.
No lo hicieron, seguramente, porque la administración estadounidense no cargó contra ellos por difundir esa información sino que apuntó al inspirador de Wikileaks. Alguna vez sabremos si “el perdón” a esos medios no fue pactado y a cambio de que, poco tiempo después, todos se dedicaran a desacreditar a Julian Assange.
Entre las investigaciones independientes que inspiró el cablegate está la que destapó los “papeles de Panamá” y, así, en distintos países los cables de Wikileaks destaparon miserias distintas que mostraban la opacidad de sus gobiernos.
En España, gracias a Wikileaks, supimos que la administración de José Luis Rodríguez Zapatero, no resistió las presiones de Estados Unidos y se prestó a poner piedras en el camino de las investigaciones que debían aclarar el asesinato del periodista gallego José Couso por parte del ejército estadounidense durante la invasión de Irak de 2003.
Menos trágico, pero igualmente reprochable, por esos cables también nos enteramos que en la redacción de la controvertida Ley Sinde participó de forma directa la representación diplomática estadounidense en Madrid. Párrafos enteros dictados para proteger los intereses de su industria de contenidos; en desmedro de los nuestros, claro.
Si todos esos monopolios más los servicios de inteligencia internacionales no cargaron contra los medios que se habían hecho eco (solo eco) de los papeles del cablegate fue porque consideraron que eso levantaría mucha crítica y que sería mucho más eficaz atacar a la cabeza de la organización.
Hay que escarmentar a la verdad
Siempre es más vulnerable una persona y es más fácil de atacar con mentiras o hurgando en sus fallos personales; esos que los servicios de inteligencia son expertos en buscar, detectar o inventar, si es necesario.
En el caso de Julian Assange, la puerta de los infiernos fueron unos presuntos delitos sexuales denunciados ante la justicia sueca que, hasta ahora, no han podido ser investigados. Contra la desinformación que se ha vertido desde muchísimos medios, hay que decir que Assange nunca se negó a declarar ante la fiscal sueca y que solo pretendía que Suecia le garantizara que si entraba en su territorio no sería deportado a Estados Unidos.
Esa garantía nunca se le dio y, según está lloviendo, su temor era acertado; puede ser que haya cometido el delito de violación en grado menor del que se le acusa pero, está claro que ese supuesto se ha convertido en la excusa necesaria para terminar con él.
Nick Davies, ex periodista de The Guardian que trabajó con Assange y que terminó disgustado con él señala: “Decenas de periodistas trabajaron con Julian Assange para publicar los secretos filtrados. Estados Unidos no intentó detenernos a ninguno de nosotros. El ataque contra Julián simula ser legal, pero es simplemente un acto de venganza”.
La forma en que han crecido las acusaciones del Departamento de Justicia estadounidense -18 cargos adicionales al primero – desde que Assange está detenido en Londres parece confirmar esa intención. Un interés que oculta una intención aún más perversa, la de abrir la posibilidad de criminalizar la labor de los periodistas de investigación y de los informadores.
La nueva acusación de violación del “acta de espionaje” por complicidad con la ya condenada exsoldado Chelsea Manning es una amenaza real contra cualquier medio, informador o informante que tenga acceso a información clasificada y la revele, aunque sea de interés público.
El torpe pretexto de que Julian Assange no es periodista es totalmente irrelevante y solo puede ser atendido por quienes desconozcan los valores del derecho universal a la información.
La información y la verdad son lo primero
Philippe Leruth, presidente de la Federación Internacional de Periodistas (FIP) ha manifestado: “El respeto por los derechos fundamentales, no solo como hombre, sino también como informante, debe ser una prioridad absoluta. Julian Assange no es periodista, sino un informante, pero la FIP reclama para estas personas la misma protección que merecen los periodistas”.
Edison Lanza, Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), ha señalado: “El fin del asilo para Assange y su posible extradición a EE.UU es un desafío para libertad de prensa. Más allá de su rol y toda controversia, en el tema de fondo el principio es que los periodistas no deben ser penalizados por publicar información de interés público, aun si ésta fuera reservada”.
Seamus Dooley, secretario general adjunto de la National Union of Journalists (NUJ), de Reino Unido y República de Irlanda, ha manifestado que su sindicato “reconoce el vínculo inherente entre la importancia de los documentos confidenciales filtrados y el periodismo de interés público”.
Está claro que no tiene la menor relevancia si es o no es periodista, quizá ni quiere serlo; lo relevante es que se pretenda criminalizar la búsqueda de la verdad, que se niegue la misma y que se nos quiera condenar a vivir en democracias oscuras y formales de ciudadanía desinformada.
Esto no es la primera vez que se intenta, hay antecedentes. Richard Nixon también apeló a la ley de espionaje contra Daniel Ellsberg, analista de las Fuerzas Armadas de EE.UU, que filtró los Papeles del Pentágono para que sus conciudadanos conocieran las mentiras que los habían llevado a la Guerra de Vietnam.
Antes, Nixon había intentado (y conseguido parcialmente) evitar judicialmente la edición del Times y otros medios que publicaban la información aportada por Elsberg. Si bien fue la primera vez que el gobierno federal fue capaz de frenar la publicación de un periódico, eso provocó un recurso que dio lugar a un fallo de la Corte Suprema que es uno de los fundamentos universales de la libertad de prensa.
La hoy declinante Theresa May, cuando era Ministra del Interior propuso que revisaran las leyes británicas sobre los secretos de Estado y consiguió que en 2017 la comisión encargada recomendara la posibilidad de enjuiciar periodistas por el mero hecho de haber accedido a material confidencial, aunque no lo hubieran publicado.
La tentación de terminar con la libertad de expresión y la de informar ha encontrado en Julian Assange la cabeza visible donde escarmentar a los que seguimos empecinados en ejercer el derecho a saber y esa es la antesala para terminar con la libertad de pensamiento.