Por Marianna Espinos
Ramadán sonaba como un latido, lejano pero constante; estaba en boca de todos desde que aterricé en Amán, a mediados de enero, y la noche del 4 de mayo me fui a dormir como cuando de niña esperaba la llegada de los reyes magos. Primer ramadán en un país islámico. Había escuchado opiniones diversas entre la gente de mi alrededor: desde la magia de sentarse a comer en familia, después de 14 horas en ayunas, a ese espíritu solidario que había hecho las maletas para dar paso al desenfreno nocturno. Ese día vi despertar Amán, a la hora que el sol se esconde, parpadeando neón verde, rojo y azul.
“Amán durante Ramadán es como Las Vegas”, me comenta una compañera de oficina, Rana, jordana-palestina (y viceversa) y musulmana, refiriéndose a las luces que cubren la ciudad durante este mes del año. “Es la época más bonita, sobretodo cuando preparamos el iftar (primera comida del día cuando el sol se va) en familia” continúa. También me cuenta que durante todo el mes su madre prepara comida que luego van a repartir a la gente sin recursos; en sus palabras se percibe el ambiente solidario, las ganas de ayudar de la gente y la “caridad del islam” de la que habla.
“Ramadán es un momento de reflexión y de pensar en aquellos que pasan hambre”, nos explica mi profesora de árabe “ahora está perdiendo su sentido, la gente se pone a comer sin fin cuando llega la hora del iftar”. El significado del Ramadán, ese mensaje que a veces parece eclipsado por la acción de ayunar, es el de empatizar con el otro: “la persona que ayuna llena a la otra persona”, dice convencida Rana recordando lo que su profesor le decía en la escuela.
Dátiles
El primer bocado es dulce. Mi primera tarde de Ramadán es en downtown (al Balad), corazón de la ciudad de Amán. A la 6 p.m. la calle era pura efervescencia: hombres, en su mayoría, haciendo cola para comprar zumo y dulces. El tráfico pasa del extremo más ruidoso hasta desaparecer por completo; a las 7:20 p.m. no hay nadie en la calle, sólo algunas mesas preparadas en las puertas de los comercios con rostros hambrientos y un bol lleno de dátiles esperando la llamada a la oración. Mi cabeza también resta atenta, pues hace horas que no puedo comer ni beber ya que no está permitido en los espacios públicos.
También el restaurante Hashem, conocido por una visita de la reina de Jordania, tiene mesas repletas que dan la vuelta a la manzana. Ramadán parece ser un momento de reunión familiar, de cuidar de a la comunidad y compartir, pero también de trabajo introspectivo. “Ayunar es sano, lo dicen los doctores, y ayuda a limpiar el cuerpo”, sigue contando mi compañera Rana. Dejar de fumar también es uno de los retos, más en una ciudad dónde hay cigarros encendidos hasta dentro de los trayectos de los autobuses de línea. Se trata de un momento de limpieza tanto física como espiritual.
Las que no hacemos ramadán –expatriadas, turistas pero también locales, por ejemplo cristianas -, buscamos nuestro otro “zumo” en bares cubiertos de telas que parecen cerrados a primera vista. Una ley prohíbe vender alcohol durante ramadán, por lo que las licorerías quedan cerradas, pero si es posible tomar una cerveza en espacios con licencia. Beber cerveza dentro de una taza opaca, sintiéndose en medio de una travesura, puede ser una alternativa cuando se echa de menos esa costumbre poco musulmana.
Maqluba
Maqluba es un plato tradicional de la zona de Levante que incluye arroz, carne y verduras. Mi plato fuerte estos días está siendo la reflexión más introspectiva de cómo es ramadán siendo mujer. “Las mujeres vivimos ramadán cocinando y rezando, e invitando a la familia a comer en casa”, me cuenta Rana con una sonrisa; “me acuerdo de mi abuela, que después de comer se iba a rezar el tarawih”, comenta. Se trata de un momento de plegaria que sólo sucede durante Ramadán, después de la última comida, el isha, y se escucha todo el Corán en el transcurso del mes.
Mi experiencia, desde el inicio de Ramadán, es sentirme más expuesta. Hasta el momento, Amán ha sido una ciudad segura en la que podía andar por la calle una vez entrada la noche sin sentirse intimidada. Ahora, pero, puedo apreciar miradas indiscretas y cuando cruzo la calle estoy sometida a recibir ciertos gritos en los que proclaman que “sólo” soy un cuerpo. Ramadán también significa privarse de ciertas cosas y entre ellas están las relaciones sexuales. Pregunto poco sobre este tema, ya que a menudo es motivo de mejillas sonrojadas y aún no tengo claros los límites de mis interrogantes.
Qatayef
Una especie de empanada argentina, en este caso rellena con nueces, queso o qeshta (crema pastelera), se convierte en el postre estrella. “Las madres cocinan qatayef sólo en Ramadán”, me cuenta Rana con los ojos chispeando. Es esa pincelada dulce con la que terminar la sobremesa, siempre rápido ya que después de comer lo más típico es ir a buscar algún local para fumar shisha. Extremadamente dulce, para mi paladar, y en mi mente una pregunta: ¿Dónde quedan los límites entre el respeto a quien ha decidido hacer Ramadán, por fe y práctica religiosa, y esa ley que penaliza a cualquier persona por comer, fumar o beber en la calle?
En la oficina, por ejemplo, adaptamos horarios y las que no hacemos Ramadán tenemos pactado de antemano escondernos en la parte trasera del edifico para comer o fumar –beber agua en el espacio de trabajo, en nuestro caso, quedó acordado no ser un problema. Las fronteras del respeto, en este caso, fueron una negociación apalabrada.
Ramadán en Amán es una mezcla de sabores, luces y opiniones. Tengo el privilegio de conversar largo y tendido sobre su significado con personas musulmanas pero también de escuchar la parte cristiana –un poco más critica (los cristianos representan un 6% en el país y “otras religiones” un 1%, frente al 92% musulmán). A unos días de terminar Ramadán, esperando que la luna decida cuando se le pone fin, siento que ha sido un mes lleno de cuestionamientos. Pero al final, juntarse en las comidas trata de eso: de compartir espacios, de entrar en debate y sobretodo, de reflexionar.