Por Tariq Jordan*/Sin permiso
Como actor y cuentacuentos, siempre me he creído persona compasiva, y eso era para mí motivo de orgullo. Pero hace un par de años me di cuenta de que mi compasión era, en realidad, irrelevante. Carecía de todo valor. Mi compasión me permitía simplemente sentarme como espectador en el escenario de las luchas humanas. Era poco lo que hacía por los demás. Lo que me hacía falta era reactivar algo que había olvidado hacer: empatizar.
En 2014 me encontraba viajando en autobús por Cisjordania con cerca de treinta jóvenes palestinos. Este viaje estaba repleto de música, de darbukas y dabkes [baile popular de Oriente Medio] y me sentí comprometido con ello. Era imposible no sentirse así. En eso consiste la empatía. Sentir con los otros y no en su lugar. Pero a lo largo de este viaje la empatía se convirtió, así de pronto, en conmiseración. Nuestro autobús tenía que pasar por un control de carreteras vigilado por soldados de las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI). Encañonaron con fusiles a nuestro conductor, que se vio obligado a detener el autobús, lo que lanzó por el pasillo a una distancia de tres metros a los miembros más jóvenes del grupo. Mientras nos revolvíamos todos en nuestros asientos, yo estaba sentado justo al lado de un chico palestino de trece años.
Uno de los soldados de las FDI entró en el autobús y nos pidió a gritos papeles, permisos e identificación. Sentados en silencio, bajando la mirada ante el cañón de su fusil, el chico de trece años sentado a mi lado se volvió y me preguntó si estaba bien. Yo simplemente asentí. Me sonrió y me dijo: “No te preocupes, que toda irá bien”. De pronto, me sentí bastante avergonzado. Avergonzado de que a un hombre de treinta años le diera ánimos un niño.
El soldado empezó a pasearse por el autobús. En ese momento necesitaba sentirme bien conmigo mismo. ¿Y qué hice, pues? Reconocí mi compasión. La sentía por ese niño sentado a mi lado. Me recordé a mi mismo que ningún niño debería bajar la vista ante el cañón de un fusil. Me recordé a mi mismo que todo eso estaba mal. Y en última instancia me recordé que mi compasión no estaba haciendo nada por mi compañero de trece años.
Me miró de nuevo este muchacho y se dio cuenta de que estaba yo nervioso. “¡Sonría, que eso ayudará!”, dijo, antes de pedirme el pasaporte. Ni siquiera me cuestioné el entregarle mi pasaporte a un crío de trece años. Puso el pasaporte en mi regazo de modo bien visible y dijo algo que me hizo darme cuenta de que mi compasión era fútil. “Esto es kriptonita, acuérdese”. El soldado llegó hasta mi asiento y apuntó con el fusil al rostro de mi joven amigo, mientras el muchacho demostraba un estoicismo que no creí que existiera en los niños. El soldado le dio entonces un golpe a mi pasaporte, y hete aquí que siguió adelante. Kriptonita.
Me acuerdo a menudo de ese chico cada vez que veo noticias de sucesos de destrucción acontecidos en la región. Y lo único en lo que puedo pensar es: espero que siga sonriendo. Le doy las gracias por haberme ayudado a reactivar de nuevo mi propio sentido de la empatía, pero también por comprender lo que significa. Empatía significa incapacidad para apagar las noticias o dejar el periódico cuando el sufrimiento de otros resulta tan abultado. La empatía no toma asiento en las cámaras políticas del mundo para hablar sino, antes bien, para hacer. Empatía significa no cerrar los ojos a la destrucción de la inocencia que vemos en nuestra juventud, sea la de un niño que vive en los confines de Gaza, rodeado de ataques aéreos nocturnos, o la de un niño israelí que vive dentro del radio de alcance de los cohetes de Hamás. La empatía obliga a los líderes no a condenar con una compasión que sea sólo superficial sino a emprender acciones y salvar a nuestros hijos.
Ese chico de 13 años eligió sentir conmigo, en lugar de sentir por mí. Y para mí resultó humillante reconocer que no tenía esa capacidad como adulto. Pero tal vez tengamos necesidad de sentirnos humillados algunas veces. Porque si un niño posee ya esa cualidad, entonces necesitamos reeducarnos como adultos. Los niños muestran empatía al meterse en las luchas de otros y ayudarles a encontrar una salida juntos. Los niños se dan cuenta de que la empatía nos espolea a la acción positiva. La compasión, no.
* Escritor y actor de cine, teatro y televisión, de ascendencia árabe musulmana y judía europea, es autor de la obra Ali and Dahlia que se representa en el Teatro Pleasance de Londres hasta el 14 de abril, una historia de amor palestina-israelí, de sacrificio y redención, que explora la pérdida de la inocencia, el anhelo de la tierra natal perdida y las fuerzas políticas que configuran nuestra vida.