Por Rafael Poch/Ctxt
La unidad del planeta y sus emociones, a propósito del aniversario del vuelo de Yuri Gagarin
Dice el astronauta Oleg Makarov que la gente de su profesión suele ser parca en palabras cuando está allá arriba. “Por lo general, cinco o siete segundos nos bastan para transmitir lo que tenemos que decir”. Sin embargo, “hace algún tiempo”, explica, “tuve que escuchar, por razones de servicio, muchas transmisiones de astronautas en órbita”. Makarov quedó asombrado.
A partir del instante en que sus naves salían de la atmósfera y entraban en órbita, aquellos hombres reservados se volvían elocuentes, como pájaros enjaulados que de repente se ponen a trinar al recibir de pleno un rayo de sol.
“Ninguno de ellos podía reprimir la expresión, en voz alta, de una fascinación, que les salía desde lo más profundo del corazón, ante la vista espectacular de la Tierra desde el espacio”.
Makarov, escuchó las transmisiones tanto de los pioneros solitarios de las cápsulas Vostok, como de las naves Soyuz y de los tripulantes de la más moderna estación orbital Mir. Cronometró todos aquellos comentarios y calculó que los astronautas dedicaban una media de 42 segundos a expresar a sus compañeros de tierra la emoción que les embargaba. Ya fueran saudíes, americanos, vietnamitas, sirios, alemanes o rusos, a casi todos se les conoce este tipo de descripciones emocionadas sobre su experiencia estética en el espacio.
“El sol sale como un rayo y se pone con la misma velocidad. Tanto el amanecer como el ocaso solo duran unos segundos, pero en ese tiempo puedes distinguir por lo menos ocho colores que se suceden; desde un rojo brillante, hasta el más esplendoroso y oscuro azul. Ves dieciséis amaneceres y dieciséis ocasos cada día. Y ninguno de ellos se parece al anterior”, explicaba Joseph Allen, tripulante del Discovery-5.
Su compañero Paul Weitz describía así desde el Challenger-1, el mayor océano del planeta: “No entiendes lo que es el Océano Pacífico mirando el globo terráqueo hasta que, viajando a ocho kilómetros por segundo, tardas veinticinco minutos en cruzarlo. Entonces comprendes lo grande que es.”
En marzo de 1965, el ruso Aleksei Leónov protagonizó el primer paseo espacial de la historia. Leónov multiplicó en su piel las emociones al flotar en aquello. “Lo que más me asombró era el silencio. Un silencio impensable e imposible en la Tierra, tan profundo y total que empiezas a escuchar tu propio cuerpo; el latir del corazón, el fluido en las venas… Te parece escuchar hasta la sucesión de los pensamientos de tu mente. ¿Y el cielo? Había mas estrellas de las que esperaba. Un cielo completamente negro, ligeramente alumbrado por reflejos solares. La Tierra, nuestra casa que debemos proteger religiosamente, era… pequeña, azul y enternecedoramente solitaria. Su redondez era perfecta. Creo que no comprendí de verdad lo que significa la palabra “redondo” hasta que vi la Tierra desde el espacio”.
A Leónov lo conocí en 1992 en el centro de preparación de astronautas de la Ciudad de las Estrellas, en los alrededores de Moscú. Llevaba un mono azul y estaba metido dentro de una réplica de la Soyuz enseñándole un ejercicio a un novato. Seguía siendo el tipo tranquilo, modesto y generoso que describe ahora Dmitri Kisiliov en su estupenda película, Vremya Pervij (2017, titulada Spacewalker en inglés). En aquella visita –o quizá en otra posterior– me encontré allá a un joven Pedro Duque. Veinte años después, cuando ya era Director de la oficina europea de operaciones para la Estación Espacial Internacional (EEI), me resumió así su vivencia emocional en una entrevista mantenida en el Centro Espacial de Oberpfaffenhofen, cerca de Munich:
“Cada minuto pasa algo; se pone el Sol, la atmósfera cambia, la ionosfera azul brilla, las diferentes capas, los reflejos… Aunque estuvieras mirando lo mismo seis meses seguidos, no te aburrirías. Sabes que la Tierra es redonda y has visto fotos, pero desde el espacio resulta fascinante. Los recuerdos no se borran, y en algunas situaciones, cuando tienes un problema, puedes retrotraerte allí con la mente, refugiarte en aquella imagen”.
La vista del planeta en su totalidad no solo emociona por su belleza, sino que provoca toda una transformación mental en estas personas. En 1989, después de una inolvidable entrevista con los astronautas Titov y Manarov en el Cáucaso del norte, donde descansaban tras su estancia de un año en la Mir, comentamos con el doctor Salgado y el fotógrafo Alguersuari, mis compañeros de reportaje, que muchos de aquellos hombres, militares, ingenieros técnicos, volvían de su experiencia espacial intelectualmente transformados. Convertidos, casi diría, en humanistas. Años después, encontré en el libro Nash dom Zemliá (Nuestro hogar, la Tierra), editado por la Asociación internacional de astronautas, una máxima de Edgar Mitchell, tripulante del Apolo-14, que confirmó completamente aquella percepción; “Fuimos a la Luna como técnicos, volvimos humanistas”, dijo Mitchell.
Yuri Gagarin, el primer astronauta de la historia, hijo de carpintero y nacido en un Koljoz, cuyo vuelo de 108 minutos, el 12 de abril de 1961, se conmemora el 12 de abril e inspira estas líneas, fue, “el primero en comprender la totalidad del planeta”, explica Pavel Popovich, que, junto con Andrei Nikolayev, fue protagonista de las primeras órbitas simultáneas, en 1962.
“Desde el espacio, las fronteras no se veían, tampoco las religiones ni la nacionalidad”, explica Popovich, sólo aquella burbuja azul y blanca, entera y total. Aquella visión, dice, “suponía un gran adelanto para la humanidad”.
La idea de que conceptos como “interés nacional”, y todo lo que de ello se deriva en materia de economía, defensa y relaciones internacionales, eran fruto de ideas caducas, sino necias, en el pequeño mundo “total” que se veía desde allá arriba, es una constante en las reflexiones de los astronautas al regresar de sus estancias en las estaciones orbitales de la URSS.
“No importa en qué lago o mar detectas contaminación, en los bosques de qué país distingues incendios o qué continentes están siendo barridos por el huracán, porque sientes que toda la Tierra está a tu cargo”, dice Yuri Artiujin, que fue tripulante de la Soyuz 14, en 1974, bastante antes de que el concepto de calentamiento global comenzara a popularizarse en los años noventa.
“Me sentí muy inquieto cuando un astronauta ruso me dijo que sobre el lago Baikal la atmósfera está igual de contaminada que sobre Europa, y cuando un americano me dijo que hace quince años las fotografías espaciales de los centros industriales del mundo se veían mucho mas claras que ahora”, recuerda el alemán occidental Ernst Messerschmidt, tripulante del Challenger 9 en 1985. Su compañero Sigmund Jähn, de la entonces República Democrática Alemana, tripulante de la Soyuz 31 en 1978, resumió así la conclusión de su viaje:
“Naturalmente, antes de mi experiencia sabía lo pequeño y vulnerable que es nuestro planeta. Pero cuando lo vi en su increíble belleza desde el espacio, sentí con toda mi alma que la misión colectiva de la humanidad es preservarlo para las futuras generaciones”.
El entrañable Vladimir Soloviov, uno de los astronautas más curtidos del mundo, tripulante y comandante en una larga lista de misiones, describe así la melancolía que le embargaba antes de “bajar”: “Al término de la misión, triste por regresar, me ponía junto al ojo de buey de mi compartimento, miraba a la Tierra y pensaba en su eternidad. Pasaré yo, pensaba, pasarán mis hijos y mis nietos, y nuestra Tierra continuará flotando en el espacio infinito…”