En los últimos meses se ha venido dando, fundamentalmente en redes sociales y sitios digitales, un enconado debate en torno al Decreto 349, documento que regula, o pretende regular, qué arte y qué cultura se consume en los espacios públicos. Las posiciones dentro de la polémica se han movido en un espectro que abarca desde ideas vertidas a la ligera hasta incomprensiones, malas intenciones y torpezas. Un tanto tardíamente, quisiera apuntar algunas consideraciones sobre las esencias ideológicas que subyacen detrás de la discusión.
Cuando se repasa con detenimiento la totalidad de lo publicado, salta a la vista que uno de los cuestionamientos fundamentales es en torno a la capacidad y pertinencia de nuestras instituciones para cumplir la misión que se les encomienda, como árbitros de la cultura cubana contemporánea. Detrás de este cuestionamiento explícito o tácito subyacen, creo, tres razones fundamentales.
La primera son los propios errores cometidos por las instituciones: su falta de capacidad de gestión, la infuncionalidad parcial o total de muchas de ellas en el presente, la desactualización entre el discurso, los modos de hacer y la realidad actual, con las necesidades que de ella se derivan. En fin, los pequeños errores de cada día y lo más grandes y lamentables, como el famoso “Quinquenio”, cuyo fantasma sobrevuela todavía en la mente de muchos.
En segundo lugar está el interés evidente por parte de los que adversan al proyecto social de la Revolución cubana de desconocer toda la institucionalidad que deriva de esta. Para entender a cabalidad las implicaciones de este desconocimiento, es preciso comprender que la obra cultural revolucionaria se realizó, en esencia, a través de la amplia y compleja red de instituciones que garantizaron que hasta los más apartados rincones de la geografía nacional llegara la influencia humanizadora de la cultura.
Como señalara la doctora Pogolotti en la conferencia magistral dictada en el marco del Tercer Congreso de la AHS, dicha red institucional fue la forma de garantizar que los ingentes recursos que comenzaban a destinarse a la cultura se distribuyeran lo más equitativamente posible. Como resultado de esto se ganó la independencia relativa del creador frente a un mercado que, en las condiciones de Cuba, le había sido siempre hostil; se garantizó que la gran masa de la nación pudiera acceder a lo mejor de la producción artística universal a precios módicos o de forma gratuita, por solo mencionar algunas de las conquistas.
Por supuesto, la crisis de los noventa hizo que estos logros y muchos otros se resquebrajaran o perdieran. A pesar de esto, la solución no está, como indica el dicho popular, en botar el sofá. Es preciso corregir todo lo que está mal, sin paños tibios, pero sin hacer renuncias que podrían resultar demasiado costosas. Así como en 1959, lo mejor de nuestra cultura necesita todavía hoy de ese marco institucional que la proteja, la apoye y la difunda. Fuimos y somos una cultura de resistencia y eso implica nadar contra la ola homogenizadora de la chatarra, de lo superficial, de lo fácil.
La tercera tendencia que incide en este proceso viene dada por los nuevos actores que emergen dentro del panorama social, económico y político cubano. La presencia de un creciente sector no estatal lleva a la existencia en el campo cultural de iniciativas tendientes a crear espacios de producción y comercialización paralelos a los establecidos. Lo quieran o no sus fundadores, lo cierto es que muchos de estos espacios se convierten en promotores de formas culturales que, sin adversar explícitamente al proceso político, lo niegan desde lo simbólico.
La reemergencia de una clase pequeñoburguesa implica la restauración de sus valores, que son, en el fondo, la negación de los valores del socialismo. La perpetua evocación de lo festivo y lo lúdico, del consumismo como máxima realización humana, implica la sustitución de unas relaciones plenamente humanas por unas relaciones cosificadas. Implica trasladar la felicidad de los hombres a las cosas, y por ende convertir el culto al dinero en una esencia alrededor de la cual se moverán formas degradadas y depravadas de arte. Es resultado lógico de todo esto entonces el sexismo, la vulgaridad, la pornografía, la violencia.
Estos nuevos valores, en un proceso de desgaste permanente, van minando los otros. Sobre todo cuando unos se asocian en la conciencia de los hombres con prosperidad y una vida relajada y los otros son, en cierta forma, la expresión de la precariedad cotidiana y de un pasado puesto en duda por el derrumbe del socialismo europeo y la crisis que lo siguió.
Estos nuevos actores y estos nuevos espacios son, sin dudas, uno de los objetivos del polémico decreto. De ahí, creo, una parte de la resistencia que se le ha ofrecido.
Las ideas, como apunta Marx, no existen en el aire. Son siempre la expresión de intereses y relaciones materiales. Detrás de cada debate, del motivo aparente que lo mueve, se están negociando siempre diferentes proyectos de país. Comprender entonces las raíces profundas de un debate es, en cierta forma, desnudar los intereses que lo mueven. En el caso de Cuba y en el caso específico de esta polémica, se han dado las mismas dos esencias que han estado siempre detrás de todos los debates en la historia de la Revolución: por un lado la negociación entre todos los que amamos esta isla y nos preocupa su suerte, donde sin ambages y desde ángulos diferentes, cuestionamos, discutimos y dudamos, como parte del proceso colectivo de construir un país; por el otro la contradicción entre la Revolución como negación de un pasado y las mismas fuerzas de ese pasado que, bajo nuevas formas y con diferentes estrategias, aspiran a subvertir el cauce que se ha seguido en las últimas seis décadas.
Comprender estas esencias es vital a la hora de leer y participar en cualquier polémica. En la lucha cultural en que no encontramos inmersos no podemos ser actores ingenuos o dejarnos arrastrar por estados de opinión no siempre bien intencionados. Tampoco resuelve nada la cómoda actitud de creer que todos los críticos son contrarrevolucionarios.
El Decreto 349, sin disculpar las torpezas en su redacción y muchas otras, responde creo a una necesidad real: la de regular qué se consume en los espacios públicos. Con Decreto o sin él, este es un problema ante el que debemos posicionarnos como sociedad.