Por George Monbiot de The Guardian

La privatización paulatina está haciendo retroceder al Estado para crear una nueva burocracia absolutista que destruye la eficiencia.

Mi vida fue salvada el año pasado por el Hospital Churchill en Oxford, a través de un hábil procedimiento para remover un cáncer de mi cuerpo. Ahora necesitaré otra operación para arreglarme la mandíbula, pues he quedado boquiabierto. Acabo de enterarme de lo que estaba ocurriendo en el hospital mientras recibía tratamiento. Aparentemente, funcionaba sin problemas. En mi interior, había algo desconocido para mí, furia y tumulto. Muchos de los miembros del personal se opusieron a la decisión del Servicio Nacional de Salud de privatizar el servicio de escáneres de cáncer en el hospital. Se quejaron de que los escáneres que ofrecía la empresa privada eran menos sensibles que las propias máquinas del hospital. La privatización, afirmaron, pondría en peligro a los pacientes. En respuesta, la semana pasada The Guardian reveló que NHS England amenazaba con demandar al hospital por difamación si su personal seguía criticando su decisión.

El fondo fiduciario del hospital de Oxford se enfrentó a la amenaza de difamación del NHS

El sistema dominante de pensamiento político en este país, que produjo tanto la progresiva privatización de los servicios de salud pública como este asombroso intento de ahogar la libertad de expresión, prometió salvarnos de la burocracia deshumanizadora. Al hacer retroceder al Estado, se suponía que el neoliberalismo había permitido que prosperaran la autonomía y la creatividad. En cambio, ha producido un autoritarismo semi-privado más opresivo que el sistema al que reemplazó.

Los trabajadores se encuentran atrapados en una burocracia kafkiana, controlada y microgestionada de forma centralizada. Las organizaciones que dependen de una ética cooperativa -como las escuelas y los hospitales- son despojadas, acosadas y obligadas a conformarse a unos dictados asfixiantes. La introducción del capital privado en los servicios públicos -que anunciaría una gloriosa nueva era de opciones y apertura- se hace cumplir con brutalidad. La doctrina promete diversidad y libertad, pero exige conformidad y silencio.

Gran parte de la teoría detrás de estas transformaciones surge del trabajo de Ludwig von Mises. En su libro Burocracia, publicado en 1944,  donde argumentaba que no podía haber un acuerdo entre el capitalismo y el socialismo. La creación del Servicio Nacional de Salud en el Reino Unido, el New Deal en los Estados Unidos y otros experimentos de la democracia social conduciría inexorablemente al totalitarismo burocrático de la Unión Soviética y de la Alemania nazi. Reconoció que cierta burocracia estatal era inevitable; había ciertas funciones que no podían ser desempeñadas sin ella. Pero a menos que se minimice el papel del Estado – confinado a la defensa, la seguridad, la fiscalidad, las aduanas y no mucho más – los trabajadores se verían reducidos a engranajes «en una vasta máquina burocrática», privados de iniciativa y del libre albedrío. Por el contrario, los que trabajan en un «sistema capitalista sin trabas» son «hombres libres», cuya libertad está garantizada por «una democracia económica en la que cada centavo da derecho a voto». Olvidando que algunas personas, en su utopía capitalista, tienen más votos que otras. Y esos votos se convierten en una fuente de poder.

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Sus ideas, junto con los escritos de Friedrich Hayek, Milton Friedman y otros pensadores neoliberales, han sido aplicadas en este país por Margaret Thatcher, David Cameron, Theresa May y, de forma alarmante,  por Tony Blair. Todos ellos han intentado privatizar o comercializar los servicios públicos en nombre de la libertad y la eficiencia, pero siguen teniendo el mismo problema: la democracia. La gente quiere que los servicios básicos sigan siendo públicos, y tiene razón al hacerlo.

Si se entregan los servicios públicos a empresas privadas, se crea un monopolio privado, que puede utilizar su dominio para extraer riqueza y dar forma al sistema para que sirva a sus propias necesidades, o que se introduzca competencia, creando un servicio incoherente y fragmentado, caracterizado por el fracaso institucional que se puede ver todos los días en nuestros ferrocarriles. No somos idiotas, aunque se nos trate como tales. Sabemos lo que dinero podría hacer a los servicios públicos.

Así que los sucesivos gobiernos decidieron que si no podían privatizar nuestros servicios básicos, los someterían a una «disciplina de mercado». Von Mises advirtió repetidamente en contra de este enfoque. «Ninguna reforma puede transformar un cargo público en una especie de empresa privada»,  nos advirtió. El valor de la administración pública «no puede expresarse en términos de dinero». «La eficiencia del gobierno y la eficiencia industrial son cosas completamente diferentes.» «El trabajo intelectual no puede ser medido y valorado por dispositivos mecánicos.» «No se puede ‘medir’ a un médico según el tiempo que emplea en el examen de un caso». Pero ellos ignoraron sus advertencias.

Su problema es que la teología neoliberal, además de tratar de hacer retroceder al Estado, insiste en que se eliminen la negociación colectiva y otras formas de poder laboral (en nombre de la libertad, por supuesto). Así pues, la comercialización y la semiprivatización de los servicios públicos se convirtieron no tanto en un medio de búsqueda de la eficiencia como en un instrumento de control. Los trabajadores de los servicios públicos están ahora sujetos a un régimen panóptico de control y evaluación, utilizando los puntos de referencia que von Mises advirtió acertadamente que eran inaplicables y absurdos. La cuantificación burocrática de la administración pública va mucho más allá de un intento de discernimiento de la eficacia. Se ha convertido en un fin en sí mismo.

Sus perversidades afligen a todos los servicios públicos. Las escuelas enseñan por medio de exámenes, privando a los niños de una educación completa y útil. Los hospitales manipulan los tiempos de espera, arrastrando a los pacientes de una lista a otra. Las fuerzas policiales ignoran algunos delitos, reclasifican otros y persuaden a los sospechosos para que admitan delitos adicionales a fin de mejorar sus estadísticas. Las universidades instan a sus investigadores a escribir trabajos rápidos y superficiales, en lugar de monografías profundas, para maximizar sus resultados en el marco de la excelencia en la investigación.

Como resultado, los servicios públicos se vuelven altamente ineficientes por una razón obvia: la destrucción de la moral del personal. Personas capacitadas, incluyendo cirujanos cuyo entrenamiento cuesta cientos de miles de libras, renuncian o se retiran temprano debido al estrés y la miseria que el sistema causa. La pérdida de talento es un desperdicio mucho mayor que cualquier ineficiencia que esta cuanto manía pretende abordar.

Los nuevos extremos en la vigilancia y el control de los trabajadores no se limitan, por supuesto, al sector público. Amazon ha patentado una pulsera que puede rastrear los movimientos de los trabajadores y detectar la más mínima desviación del protocolo. Las tecnologías se utilizan para controlar las pulsaciones de teclas, el lenguaje, los estados de ánimo y el tono de voz de las personas. Algunas empresas han comenzado a experimentar con el microchip en su personal. Como señala el filósofo Byung-Chul Han, las prácticas laborales neoliberales, personificadas por la economía gigante, reclasifican a los trabajadores como contratistas independientes, que internalizan la explotación. «Cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa.»

La libertad que se nos prometió resulta ser libertad para el capital, obtenida a expensas de la libertad humana. El sistema neoliberalista ha creado una burocracia que tiende al absolutismo, producido en los servicios públicos por gerentes que imitan a los ejecutivos de las empresas, imponiendo medidas de eficiencia inapropiadas y contraproducentes, y en el sector privado por medio de la sujeción a tecnologías sin rostro que no admiten argumentos ni quejas.

Los intentos de resistencia se enfrentan con métodos cada vez más extremos, como la amenaza de una demanda en el Hospital Churchill. Tales instrumentos de control aplastan la autonomía y la creatividad. Es cierto que la burocracia soviética von Mises denunció con razón que redujo a sus trabajadores a zánganos subyugados. Pero el sistema creado por sus discípulos va por el mismo camino.

– George Monbiot es un columnista de Guardián

Reproducido con la amable autorización del autor


Traducción del inglés por Nicolás Soto