Por Julia San José/CTXT
La cuarta gran manifestación contra Buteflika tiñe de verde y blanco la ciudad del Magreb. Es la primera protesta desde que el presidente argelino renunció a volver a presentarse a las elecciones.
Dos jóvenes, sentados en un banco junto al mar, se pintan la cara el uno al otro. En sus manos, las pinturas verde, blanca y roja. Son los colores de la bandera de Argelia. Se encuentran junto al Front de Mer, el paseo marítimo de Orán. Es la segunda ciudad más importante del país. Uno y otro parecen estar preparándose para la manifestación a la que, probablemente, acudirán esa misma tarde. Es ya el cuarto viernes en el que los argelinos están llamados a las calles. Desde que su presidente, Abdezaliz Buteflika, amagó con presentarse por quinta vez a las elecciones, cientos de miles de ciudadanos protestan en público cada semana.
Mientras los jóvenes se disfrazan, horas antes de la manifestación, la enseña argelina asoma no solo por los balcones, sino desde las ventanillas de los coches en marcha. Algunos ciudadanos la visten, a modo de capa, por las calles. Otros la ondean desde alguna motocicleta. La protesta de esa tarde promete convocar aún a más gente que en ocasiones anteriores. Es la primera de esas convocatorias semanales en las que, además de reivindicación, habrá motivos para la fiesta. Solo unos días antes de esta manifestación, el mandatario de 82 años –los últimos 20 de ellos en el poder– cedía ante las peticiones del pueblo. No volvería a presentarse a las elecciones. Un turista pide a los dos jóvenes, cuyas caras están ya pintadas, una fotografía junto a ellos. Los viernes, en Argelia, equivalen a nuestro domingo: es uno de los dos días del fin de semana argelino y, en concreto, la jornada en la que cierran todos los comercios.
Cuando llegan las cuatro de la tarde, el paseo marítimo empieza a estar concurrido. Aunque “aún falta gente. La semana pasada, ni siquiera se veía el suelo”, se escucha en el lugar. En una de las viviendas que quedan cerca del Front de Mer, la televisión por cable y la radio dejan de funcionar. “Algo de WiFi me queda, aunque va peor que de costumbre”, cuenta una ciudadana española, alojada en la ciudad desde hace casi una década. Como en ocasiones anteriores, las redes se caen antes, durante y después de las manifestaciones. Según varios medios de comunicación, es un movimiento intencionado por parte del Ejecutivo, que trata de impedir que fotografías o vídeos de las protestas se divulguen por Internet. Como esas pancartas que rezan La rupture avec la mafia.
Fue en las redes sociales donde, semanas antes, empezó la protesta. Y a partir de una rueda de prensa en la que quien hablaba en nombre de Buteflika no era él mismo, ingresado desde hacía días en el hospital. Ni siquiera un miembro de su Gobierno. Como muestra uno de los manifestantes, desde la pantalla de su teléfono móvil, los dictámenes del presidente, enfermo desde 2013, llegaban al pueblo a través de un retrato, una pintura a la que uno de sus portavoces acercaba un micrófono. “Era demasiado. Me da vergüenza lo que puedan pensar de nosotros en el extranjero”, cuenta Aminë, allí presente.
Él, profesor en la universidad, ha visto cómo eran sus alumnos quienes tomaban la iniciativa. También, cómo el Gobierno cerraba las facultades y las residencias de estudiantes; según él, con la esperanza de que los jóvenes salieran de las grandes ciudades y volvieran a sus pueblos. “Algunas mujeres sí se fueron, pero la mayoría de los estudiantes se quedaron en casas de amigos o donde pudieron”, relata. Con todo, ese cuarto viernes de manifestaciones, ellas no faltan. Algunas llevan hiyab y otras muchas, no.
“En la primera convocatoria, había algo de miedo. Pero ahora, ninguno”, prosigue Aminë. Un sinfín de familias caminan por la calle junto a niños pequeños. Estos últimos, provistos de banderas en las manos. La inmensa mayoría de los manifestantes acude a pie, aunque algunos han sacado a pasear el coche. Desde dentro de ellos, jóvenes y no tan jóvenes sacan el cuerpo a través de las ventanillas. Otros permanecen, tumbados o sentados, sobre el capó de los automóviles. Cuando los vehículos se adentran en los nudos más concurridos de la protesta, quedan cubiertos por enseñas de Argelia cada vez más grandes. La percusión suena desde el Front de Mer y hay hasta quien jalea la manifestación realizando acrobacias y piruetas. Van camino de la plaza del Uno de Noviembre. Ese día, en 1954, comenzó la guerra con la que Argelia se independizó de Francia.
Las banderas brotan en cualquier calle del corazón de la ciudad, hasta que la protesta no parece llevar ningún recorrido concreto. La estampa, más festiva que reivindicativa, recuerda a lo que nos contaron del abril de 1931, en Madrid, o a las fotografías que nos quedan de la Lisboa de 1974. Aunque algunas pancartas reiteran el dégagez, o marchaos. Y otras muestran un gigantesco número 4 cubierto tras un tachón. Según anunció el Ejecutivo, Buteflika no se presentará a las elecciones para un quinto mandato, pero prolongará este, el cuarto, hasta una fecha que aún no ha concretado. Argelia tenía previstas unas elecciones para el próximo 18 de abril que ya no ocurrirán. Y en las que, cuenta otro manifestante, “nadie iba a votar. Los partidos de la oposición están comprados por Buteflika”. En las elecciones presidenciales de 2014, solo votó la mitad del censo. El actual presidente cosechó cuatro de cada cinco sufragios. En los últimos comicios legislativos, hace dos años, la participación bajó al 38%.
Que esas elecciones se aplacen provoca, en algunos activistas, cierto pesimismo. Otro grupo de manifestantes deja de caminar para protestar, desde la quietud, junto a la comisaría del Front de Mer. “Quítate la gorra y ven con nosotros”, le espeta alguien a la policía. Uno de los más jóvenes trata de vestir a uno de los agentes, quieto frente a ellos, con una bandera argelina. Cuando el policía se niega con un gesto, el grupo se marcha de vuelta al pelotón. Aunque esa manifestación, ese mismo día, se saldaría en Argel con detenidos y heridos, en Orán es pacífica. No aparecen, en las agencias ni medios de comunicación, indicios de ningún altercado.
“El país es rico. Tenemos gas, petróleo, oro. Pero la gente es pobre. Mira, mira las calles. Algunas casas se caen a trozos”, reclama otro manifestante. Con todo, y aunque las siglas del partido en el poder recen Front de Liberátion Nationale, más de uno califica a Buteflika de socialista. En Argelia, la sanidad y la educación, incluida la universidad, son públicas y gratuitas. La comida, la electricidad y la gasolina están subvencionadas. Y el Estado concede viviendas a las personas sin recursos. Con todo, el salario mínimo apenas alcanza los 300 euros: el mismo dinero que cuesta el alquiler de un piso de dos dormitorios en el corazón de la ciudad. Aunque en las afueras no faltan los apartamentos de nueva construcción, entre las calles de Orán asoman los edificios destartalados y abandonados. No pocos mandatarios extranjeros lamentan la política proteccionista de Argelia: los inversores que quieran levantar allí una empresa estarán siempre en minoría frente a los accionistas locales. Por ley, estos últimos deberán contar con al menos el 51% del capital de cualquier empresa montada en suelo argelino.
“Sí, somos un Estado socialista”, cuenta Aziz, otro de los manifestantes, de 24 años. Vivía en París, pero voló desde allí hasta Orán cuando empezaron las protestas. “Sentía que mi país me requería”, cuenta. Licenciado en Arquitectura en la Université d’Oran, y estudiante hoy de Comunicación Audiovisual, trajo consigo su cámara. Grabar todo el metraje que pudiera de las manifestaciones sería su grano de arena a la causa. Como apunta, en una de las primeras protestas, la policía trató de quitarle la cámara, por lo que ahora acude a las convocatorias escoltado por un abultado grupo de amigos.
Más allá de las protestas de cada viernes, son habituales aquellas que tocan a gremios profesionales muy concretos. O las que convocan los estudiantes. Aziz forma parte de una asociación al cuidado del patrimonio arquitectónico de Orán. Según camina por el barrio español de la ciudad, en el que se acumulan los cascotes y del que solo algunas fachadas sobreviven, culpa a la corrupción y a las inmobiliarias del abandono de la urbe.
Es por ellas, también, por las que este joven decidió no ejercer la arquitectura. Al menos, en su país. “No sé dónde viviré de mayor. Tendré que elegir entre la ambición, en Francia, o el compromiso”. Y franceses son los cientos de edificios modernistas que pueblan Orán y dan cuenta de su pasado colonial. El mismo que recuerdan los carteles, en francés y árabe, que señalan las calles. Las que llevan nombres propios están, en muchas ocasiones, dedicadas a quienes murieron en la guerra de independencia. Al mentar la contienda civil que hubo más adelante, desde 1991 hasta 2002, y que enfrentó al Gobierno y a diversas organizaciones islamistas, los argelinos hablan de la década negra. Pero ha pasado el tiempo suficiente, en un país en el que la media de edad ronda los 27 años, para que ni un recuerdo, ni el otro, parezca siquiera asomar por la cabeza de algunos de los manifestantes. “Argelia no es Siria”, se llega a cantar, en algunos de los puntos de la protesta. Así, pretenden responder a los medios de comunicación, nacionales y extranjeros, que tratan de anticipar, en estas convocatorias, un conflicto bélico. Y las banderas ondean prestas a disputarle, al presidente, la etiqueta de nationale.
Aunque fue Buteflika quien contuvo, en la década negra y tras ella, el despertar del islam, este tampoco parece preocupar entre los presentes. “Son los jóvenes quienes han convocado estas protestas. No los islamistas”, retoma Aminë. Altavoces de todas partes de la ciudad, enclavados en los minaretes de las mezquitas, llaman, cinco veces al día, a la oración. Aunque este viernes, en el que las marchas se alargan hasta bien entrada la noche, los cantos de los manifestantes no dejen escucharlos.
Nota: las imágenes que ilustran esta nota, reflejan distintas manifestaciones de los ciudadanos argelinos contra el gobierno del presidente Buteflika.