La incapacidad de construir una fuerza propia, como lo logró la Unión Europea, tiene que ver con la fragilidad del empresariado y también de nuestras clases dirigentes. Ambas han sido complacientes frente al capital transnacional y la política norteamericana en la región. Y en muchos casos han sido doblegadas por la corrupción.
El presidente Piñera ha comprometido su prestigio, y el de Chile, al impulsar una nueva iniciativa de integración regional -PROSUR-, aprovechando sus coincidencias ideológicas con gran parte de los gobiernos de la región. Su incontenible energía y el inmovilismo de UNASUR son insuficientes para hacer realidad la integración de nuestros países. Se requiere mucho más.
La integración de América Latina no ha fracasado por la inoperancia del UNASUR. Ha fracasado, y desde siempre, porque nuestros países han privilegiado los acuerdos económicos con los países desarrollados antes que con la región. Es cierto que han existido esfuerzos interesantes de convergencia comercial en la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALADI) y en la Alianza del Pacífico; pero estos proyectos y otras iniciativas de integración han sido incapaces de construir una postura comercial y de inversión común frente a las potencias hegemónicas y a las corporaciones internacionales.
Los países de América Latina, en vez de construir una fuerza regional propia en lo comercial, empresarial, educacional y tecnológico han privilegiado una apertura indiscriminada hacia los países desarrollados y a sus corporaciones transnacionales. El caso de Chile es paradigmático, independientemente de sus gobiernos. Nuestros países compiten en cual tiene más tratados de libre comercio (TLC) con otras regiones y también cual ofrece más favorables condiciones de inversión al empresariado internacional. Así no hay integración regional posible.
Las múltiples iniciativas y proyectos integracionistas no han servido para ampliar la fuerza negociadora de Sudamérica, y lo mismo con nuestros países del norte, México y Centroamérica. Así ha sido a lo largo de nuestra historia. En el pasado con la ALALC y el Pacto Andino, así como recientemente con la ALADI, MERCOSUR, el ALBA, la Alianza del Pacífico y UNASUR, entre otras. Y esto ha sido independientemente de ideologías.
La incapacidad de construir una fuerza propia, como lo logró la Unión Europea, tiene que ver con la fragilidad del empresariado y también de nuestras clases dirigentes. Ambas han sido complacientes frente al capital transnacional y la política norteamericana en la región. Y en muchos casos han sido doblegadas por la corrupción.
En los tiempos que corren, cuando la industria manufacturera se ha trasladado a los países asiáticos ni la derecha, ni los socialdemócratas y tampoco los “socialistas del siglo 21” han sido capaces de defender la industria nacional. Han aceptado que nuestras economías se reduzcan a la producción y exportación de combustibles, minerales y alimentos. Y, en vez de impulsar la diversificación productiva de nuestras economías han aceptado servilmente que las corporaciones transnacionales sobreexploten nuestros recursos naturales, en favor del crecimiento de los países desarrollados y el mundo asiático.
Ello explica también que la institucionalidad integracionista se haya mostrado frágil y dispersa. Ni los gobiernos de derecha ni los progresistas valoraron la importancia de actuar en bloque. Lula lideró con éxito el rechazo al ALCA, que tanto interesaba a los EE.UU. Pero, Brasil no pudo, o no quiso, ejercer liderazgo para avanzar en la integración regional. Kirchner, por su parte, concentró todos sus esfuerzos en resolver los problemas internos heredados del periodo Menem, y se embarcó en un proyecto económico, de corte nacionalista, dejando de lado la política regional; más aún, dedicó buena parte de su política exterior a una beligerante disputa con Uruguay, a propósito de una planta de celulosa, instalada cerca de su frontera.
Por su parte, Correa y Evo Morales priorizaron la reformulación de sus sistemas políticos internos, lo que comprometió fuertemente sus agendas. Finalmente, Chávez y después Maduro desplegaron un vigoroso activismo para acumular fuerza interna, pero con un rotundo fracaso en el ámbito de construcción económica. Al mismo tiempo, intentaron afirmar posiciones de liderazgo en Sudamérica, con la instalación del ALBA y el apoyo al UNASUR, con una agresiva retórica que significaron sucesivos conflictos con varios gobiernos de la región.
En suma, el liderazgo progresista que emergió en Sudamérica en la década del 2000 perdió la oportunidad de impulsar un proyecto alternativo y menos convertir la integración regional en componente sustantivo de un nuevo modelo de desarrollo. El resultado inevitable fue su pérdida de legitimidad, lo que abrió paso a la derecha en todos los países de Sudamérica y a una crisis profunda en Venezuela
Así las cosas, la incorporación de nuestros países a la economía global no ha ayudado al desarrollo. Por una parte, seguimos exportando aceleradamente recursos naturales, mientras el comercio entre nuestros países es muy reducido. Por otra parte, tanto en las negociaciones bilaterales como multilaterales, al actuar divididos frente a los poderes dominantes nos hemos colocado en posición de debilidad en temas determinantes de la agenda internacional: apertura financiera, propiedad intelectual, controversias empresa estado, entre otros.
Sin embargo, a pesar de las dificultades para construir una efectiva integración regional, la unión económica de nuestros países sigue siendo un proyecto irrenunciable. Probablemente hoy día más que en el pasado porque ahora los desafíos son mayores. Pero esto no se logrará con un nuevo nombre para la integración. Ya tenemos la ALADI y la Alianza del Pacífico y, por cierto, el MERCOSUR.
Una efectiva integración nos obliga a deponer estrechos intereses nacionales. Necesitamos una política regional común, sin tratamientos diferenciados tanto en las negociaciones con terceros países como frente al capital transnacional. Sólo así se abrirá espacio para una reconversión productiva que agregue valor a nuestras riquezas nacionales y potencie avances conjuntos en ciencia, tecnología, educación pública e innovación. En las condiciones actuales de la globalización, sigue vigente la idea primigenia de Raúl Prebisch: la integración regional es un componente fundamental para el desarrollo.
Las iniciativas de Chávez y Maduro no ayudaron a una efectiva integración. Tampoco servirá el reciente esfuerzo del presidente Piñera. Porque un proyecto integracionista de verdad desafía intereses muy poderosos: las políticas del presidente Trump y de las corporaciones transnacionales. Para enfrentar este desafío no está dispuesta la clase empresarial y política chilena y tampoco lo están los presidentes de los países más grandes de Sudamérica, Macri y Bolsonaro.