Davos promueve una agenda de tres puntos: primero, alfombra roja para la transformación digital; segundo, apuesta por alguna tipología de renta básica, que sostenga el consumo ante la pérdida estimada de unos 75 millones de empleos a escala global; tercero, avance en la revolución educativa.
Nuestra apuesta habría de pasar por la soberanía digital: propiedad y control público-comunitario de los datos y de los servicios y sistemas derivados de estos.
Por Gonzalo Fernandez Ortiz de Zárate
Wolfang Streeck afirma que el capitalismo ha sido capaz de sortear las sucesivas crisis a las que se ha enfrentado a lo largo de su historia, siempre a costa de profundas transformaciones y, en muchas ocasiones, gracias a variables imprevisibles e involuntarias. El séptimo de caballería, en este sentido, ha hecho acto de presencia en momentos clave del desarrollo capitalista, logrando salvar in extremis el statu quo mediante el impulso de un renovado proyecto que, en última instancia, mantenga las viejas esencias sistémicas. No obstante, apunta Streeck, nada indica que este séptimo de caballería tenga necesariamente que aparecer al rescate en cada situación crítica. Desconocemos, por tanto, cómo acabará la película.
Lo que sí sabemos, en todo caso, es que el capitalismo atraviesa hoy uno de esos momentos cruciales. Sin parangón histórico, incluso. Realizamos esta afirmación tan categórica porque esta vez no solo se enfrenta al reto de encontrar sendas estables para la acumulación del capital, cuando las expectativas de crecimiento económico son poco halagüeñas para al menos las próximas cuatro décadas. Debe hacerlo, además, en un contexto de gran vulnerabilidad financiera y climática, y en el marco de una notable reducción de la base material y energética en la que opera.
Todo un desafío para las élites globales que, empeñadas en mantener sus privilegios, impulsan un nuevo proyecto de capitalismo del siglo XXI que cuenta, por supuesto, con su propio séptimo de caballería, al cual se invocan con mezcla de fe, desesperación y anhelo: la cuarta revolución industrial (4RI).
Término este acuñado en el Foro Davos de 2016 y repetido cual mantra desde entonces, hace referencia al encuentro de diferentes desarrollos tecnológicos, que pudiera dar lugar a una nueva matriz económica global de la mano de servicios de toda índole, incluso de sistemas productivos ciberfísicos inteligentes.
Las plataformas digitales serían la base de esta nueva economía posibilitando, gracias a sus extensas redes, el acceso y sistematización de todo tipo de datos (minería de datos), convertidos en materia prima de primer orden. La propiedad y el control de estos, conjugado con los avances en inteligencia artificial (IA), constituyen el epicentro de la transformación económica en ciernes. Así, la creciente generalización de algoritmos de aprendizaje automático permite a las máquinas, literalmente, aprender –por encima de las capacidades humanas–, posibilitando la conversión de los datos en nuevos servicios (finanzas, sanidad, seguridad, transporte, agricultura, etc.). Incluso combinando lo digital con el internet de las cosas, se podrían poner en marcha sistemas económicos inteligentes, en los que interactuaran ordenadores, robots, humanos y máquinas, en procesos semiautónomos, más eficientes, flexibles y rápidos.
Las élites globales confían en que esta transformación tenga un triple impacto positivo. En primer lugar, permitiría iniciar una onda expansiva de crecimiento económico estable, en base a aumentos generalizados en la productividad. En segundo término, impulsaría un capitalismo más colaborativo en oposición al financiero, posicionando un imaginario de Silicon Valley versus Wall Street. Tercero, la 4RI combatiría el colapso ecológico, a partir de un uso menor y más eficiente de los recursos, en la lógica de una economía circular, desmaterializada y descarbonizada. El círculo se cuadra.
Para avanzar en esta utopía capitalista, Davos promueve una agenda de tres puntos: primero, alfombra roja para la transformación digital; segundo, apuesta por alguna tipología de renta básica, que sostenga el consumo ante la pérdida estimada de unos 75 millones de empleos a escala global; tercero, avance en la revolución educativa, con prioridad en el desarrollo de capacidades humanas aún ajenas a los robots (creatividad, asertividad, persuasión, negociación), así como en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas. Educación al servicio explícito, por tanto, del big data y de la creación de algoritmos.
¿Cómo responden las izquierdas a la agenda de Davos?
La primera respuesta sería, sin duda alguna, que estamos llegando tarde al debate y que, cuando lo hacemos, abordamos la 4RI superficialmente. Ekaitz Cancela afirma que hemos dejado la significación de la economía digital en manos de la derecha, despolitizando su contenido. Así, o no le damos la relevancia que merece, o limitamos su alcance al simple desarrollo de plataformas digitales. No atisbamos por tanto la corriente de fondo vinculada a la secuencia propiedad y control de datos-inteligencia artificial-servicios-sistemas inteligentes.
Partiendo de esta premisa, la segunda respuesta señala que la escasa propuesta política está hegemonizada por una especie de socialdemocracia de nuevo cuño, ya que aspira a reeditar una sociedad de mayor bienestar de la mano de Estados activos en la redistribución y en la regulación digital.
Existen dentro de este enfoque diferentes perspectivas, cuyos máximos exponentes intelectuales son Alex Williams, Nick Srnicek y, de manera especial, Paul Mason quien, explícitamente, apuesta por una socialdemocracia radical 4.0. Postulan, en términos generales, una agenda que podemos sintetizar en cuatro puntos: primero, defensa de la 4RI como escenario inevitable e hipotéticamente más favorable para la ciudadanía; segundo, regulación estatal para fragmentar los monopolios digitales, acorralar a los vampiros buscadores de rentas como Uber o Airbnb, e instaurar una renta básica universal (RBU) frente a la estructural disminución del empleo; tercero, redistribución estatal mediante un sistema fiscal que transite de la imposición al trabajo a una basada en las empresas tecnológicas; por último, reparto del trabajo –no solo del empleo– gracias a las innovaciones en marcha.
Asumen de este modo la inevitabilidad de la 4RI, compran parcialmente la agenda de Davos, y critican la izquierda más clásica por su catastrofismo ecológico y tecnológico, así como por seguir situando al trabajo en el eje de la organización social. Confían en que libres de la esclavitud del salario, y en base a instituciones públicas fuertes y activas, se pueda poner el cascabel al gato digital (Alphabet-Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft, Alibaba, etc.), generando escenarios más favorables para las mayorías sociales.
Aunque cuenta con elementos rescatables, hay algo profundamente naif en esta agenda. Por supuesto que los avances tecnológicos pudieran favorecer el reparto del trabajo, o una mayor horizontalidad en la información. Pero la tecnología nunca es neutra. Se inscribe en un contexto, en unas relaciones de poder concretas. Así, más allá del estéril debate entre tecnofilia y tecnofobia, deberíamos situar cada agenda en su praxis, analizando la correlación de fuerzas y las dinámicas sobre la que opera, así como su potencial incidencia en las mismas.
Y es que, además de las muy razonables dudas sobre la capacidad de la 4RI para impulsar una nueva onda larga expansiva; más allá incluso de su incierto impacto frente al colapso ecológico –la 4RI precisa de un gasto ingente en infraestructura digital, almacenamiento de datos y energía para las plataformas–, esta transformación, en este contexto global, profundiza dinámicas que ponen en cuestión la hipótesis socialdemócrata: la 4RI no solo no beneficiará a instituciones públicas y ciudadanía, sino que ahonda exponencialmente el radio de acción de la mercantilización capitalista, favoreciendo una concentración de poder sin igual en manos de la alianza corporativa tecnológico-financiera, que controla absolutamente los datos y la IA.
En este sentido lo que sí ha demostrado ya la 4RI es, primero, su capacidad para penetrar en nuevos ámbitos de nuestras vidas –de nuestra cotidianidad, incluso– y de generar negocios a partir de novedosos servicios, todos ellos bajo el mando de megaempresas big tech. Estas son, en segundo término, quienes controlan estos mercados ampliados, en una estrecha alianza con las finanzas, rompiendo el mito de Silicon Valley como superador de Wall Street porque ambos se necesitan mutuamente. Tercero, concentran un poder sin igual, ya que obtienen gratis y de manera masiva la principal materia prima –los datos, el conjunto del conocimiento digital–, siendo además propietarios del conjunto de sistemas de IA. El eje central de la 4RI, por tanto, está en manos de las big tech. De este modo, aterrizando sobre un suelo ya mojado de amputación de capacidades públicas a lo largo del proceso de globalización neoliberal, la 4RI amplía la asimetría entre empresas e instituciones, se apropia del conocimiento común, e incrementa así la dependencia pública y social del poder corporativo hasta niveles inauditos.
En este contexto, reducir la agenda a poner la alfombra roja a las big tech, para luego pretender regularlas y cobrarles impuestos, se nos antoja insuficiente. Sin contraste con una realidad marcada por un poder corporativo –en el que colaboran muchas instituciones públicas– que nos avasalla, y que se enfrenta con agresividad a un momento especialmente crítico. El marco de lo posible que ofrece Davos se parece más a una distopía en la que la vida quedaría en manos corporativas, privatizando cada esfera pública y mercantilizando, ahora sí, todo. David no gana a Goliath si encima le regala la piedra y la honda –y luego le pide una parte–.
Ampliar el debate sobre la 4RI
Parece necesario ampliar el debate sobre la 4RI, asumirlo como elemento estratégico de una agenda radical. Es un fenómeno que ya está cambiando la sociedad, al que debemos dar respuestas. Y hacerlo, además, desde una lógica inclusiva, desde el análisis de su inserción en un conflicto capital-vida que le supera. La 4RI es algo muy relevante para nuestro presente y futuro, pero se enmarca en un sistema y en una genealogía de luchas más amplios, de la que no hay de deslindarla. A su vez, cuando se den las condiciones, por supuesto que debemos regular los monopolios y establecer sistemas fiscales redistributivos.
No obstante, el eje de la disputa no debe situarse solo en la redistribución, sino en enfrentar las lógicas de mercantilización, corporativización y subordinación público-social extremas que la propiedad y control empresarial de los datos y de la IA generan.
Ahí está el quid de la cuestión, por lo que nuestra apuesta más bien habría de pasar por la soberanía digital: propiedad y control público-comunitario de los datos y de los servicios y sistemas derivados de estos; expropiación de servicios digitales directamente vinculados al bien común; fomento del cooperativismo digital; apuesta municipalista –como en Barcelona– como espacio estratégico para recuperar poder popular, así como en tecnologías blockchain; desmantelamiento de la nueva oleada de tratados comerciales. Disputa directa, en definitiva, con las big tech.