El estudio de la Historia de la Humanidad debería ser una asignatura de importancia capital en los planes académicos. No porque el relato de las guerras y los descubrimientos posea un valor más o menos anecdótico sino porque constituye un capital de base, fundamental en el análisis de nuestra trayectoria como seres humanos. A partir de una revisión crítica de los textos podríamos comprender hasta dónde ha llevado a las naciones la manipulación de quienes anteponen los intereses hegemónicos a los de los pueblos y hasta qué punto ello incide en nuestra realidad actual.
Nos han enseñado a venerar a supuestos héroes y nos han creado íconos falsos desde una elaboración interesada de la historia, pero la verdadera razón tras esos fenómenos se encuentra revestida de la negación del goce de derechos y de la explotación indiscriminada del poder de unos por encima de otros. Los seres humanos, cuando alcanzan cierto nivel de dominio, no ponen límite alguno a su avidez y acumulan riquezas hasta no saber qué hacer con ellas. El espectáculo de su inmensa capacidad de dominación les impide darse cuenta de cómo el agotamiento de esos recursos adquiridos por la fuerza terminará por ocasionar su propia ruina.
Estamos en el siglo de la tecnología, de la comunicación, de los acuerdos globales y de una nueva conciencia sobre los derechos humanos; sin embargo, los pueblos se hunden cada vez más en la miseria debido al inmenso poder depredador de corporaciones anónimas protegidas por las potencias mundiales, cuya riqueza ha sido adquirida y acrecentada sobre la sangre de millones de víctimas, vistas estas como daños colaterales en la ruta del desarrollo de los grandes capitales. Algo que suele pasar inadvertido es cómo estos grupos hegemónicos nos han colocado en el papel de cómplices al convencernos de la bondad de sus sistemas de enriquecimiento ilícito y al machacar en nuestra conciencia sus campañas de terror.
La ignorancia sobre el pasado y la manera como se nos inculca una escala valórica retorcida e interesada inciden en nuestra limitada y obtusa visión del mundo. Las estrategias geopolíticas de la mayor potencia mundial inclinan la balanza de la opinión pública a su favor gracias a una bien diseñada invasión mediática cuya incidencia en amplios sectores de la ciudadanía reside en el eficaz ocultamiento de sus verdaderas intenciones y en la captura de alianzas oscuras con líderes influyentes y corruptos.
Esto que hoy tiene el nombre de Estados Unidos y sus incondicionales aliados, en pasados siglos tuvo el de Inglaterra, Bélgica, España, Francia, Alemania, Portugal… Potencias cuya riqueza se originó en la miseria de naciones asiáticas, africanas y latinoamericanas independientes y ricas en recursos, pero incapaces de defenderse de sangrientas invasiones, tanto armadas como políticas.
Hoy, las potencias quieren el petróleo y los minerales. Pronto querrán el agua y entonces los pueblos perecerán de sed en nombre del desarrollo y el bienestar de quienes se consideran a sí mismos superiores y dueños de la verdad. El falso discurso sobre la construcción de un mundo mejor y la defensa de los oprimidos no es más que una bella retórica para disimular su ansiedad por apoderarse del patrimonio de quienes no pueden defenderse y así consolidar un poder que ya es inconmensurable y por tanto ilegítimo, al originarse en la apropiación de la riqueza ajena y, más grave aún, en la sumisión absoluta de quienes han sido designados por el pueblo para administrarla y protegerla.