Las redes sociales suelen funcionar como un buen termómetro social. En ellas se suceden comentarios e imágenes, los usuales despliegues de una visión particular del mundo en el cual vivimos. En ellas la infancia tiene por lo general una fuerte presencia, aunque desde esa visión patriarcal que la ubica en un plano subordinado y dependiente. Algo que no logramos entender desde nuestra posición de adultos, es nuestra responsabilidad respecto de la seguridad y el respeto por los derechos de ese inmenso sector de niñas, niños y adolescentes cuyo presente y futuro depende íntegramente de las decisiones de otros y cuyo destino suele estar marcado desde un nacimiento rodeado de privaciones.
Las caritas sonrientes frente a la cámara, de niñas y niños descalzos y pobremente vestidos, deberían avergonzarnos y no ser motivo de comentarios superficiales teñidos de compasión. Hemos normalizado la miseria de la infancia hasta el extremo de usarla en postales, como si esa injusticia fuera una parte legítima de nuestro entorno social, del mismo modo como hemos normalizado el embarazo en niñas y adolescentes y la violación sexual en el seno del hogar, en la escuela o en los ámbitos eclesiásticos. La sociedad se ha blindado contra la agresión de su propia naturaleza y, revistiéndose de supuestos principios morales, ha condenado a sus nuevas generaciones a toda clase de vejámenes cuyas consecuencias las marcan de por vida. Por ello, esa resistencia a comprender y sobre todo, aprehender el significado profundo de los derechos humanos y su impacto en las decisiones cotidianas y la relación con los demás también constituye una forma de agresión transformada en estilo de vida.
La niñez posee instrumentos de protección integral avalados por la inmensa mayoría de países del mundo, los cuales no constituyen siquiera un llamado de atención para quienes deciden y priorizan las políticas públicas y el uso de los recursos de las naciones. La Convención sobre los derechos del Niño es uno de ellos y señala con claridad meridiana los alcances y la importancia de garantizarles un ambiente apropiado para crecer y desarrollarse, bajo la responsabilidad plena de los Estados y, por supuesto, con la colaboración de toda la sociedad.
Esta Convención es uno de los mandatos fundamentales –en concordancia con ciertos artículos de las Constituciones Políticas y otros acuerdos de carácter obligatorio- cuyo objetivo es proteger a la niñez y, de ese modo. erradicar toda forma de discriminación y violencia en su contra; mandato ignorado de manera irresponsable por los gobernantes latinoamericanos, cuyo privilegio de ostentar el control político, económico y social de sus países pareciera otorgarles el derecho de condicionar a su antojo las condiciones de vida de sus pueblos, pero sobre todo las condiciones en las cuales sobrevive la niñez.
Como una de las mayores injusticias cometidas contra este amplio sector de la población es el acuerdo político teñido de fundamentalismo religioso cuyo objetivo es condenar a millones de niñas y adolescentes a mantener embarazos y maternidades no deseadas, producto de la violencia sexual. Estos embarazos representan una de las mayores causas de la feminización de la pobreza en nuestros países, en donde el respeto por los derechos de las mujeres continúa siendo uno de los temas pendientes más urgentes de sus agendas, pero también uno de los que provoca mayor rechazo desde los grupos de poder. Esto, precisamente por representar un factor de cambio en todos los ámbitos de la vida ciudadana empezando, claro, por dar a la niñez el lugar que merece.