Por Carolina Vásquez Araya
No hay peor ofensa, ni dolor más profundo que cuando hablas y no te creen.
Una de las grandes debilidades de ser niña es no tener el poder ni la credibilidad para hacerte escuchar, ni para hacerte respetar por adultos convencidos de ser más importantes que tú. Quizá, si no todas lo han experimentado, podría jurar que casi todas han pasado por esa triste etapa durante la cual. al carecer de autoridad, no son tomadas en serio al intentar denunciar el abuso al cual han sido sometidas. Eso, cuando se atreven a hablar. Pienso en ello cuando observo las cifras de denuncias por violencia sexual contra menores. ¿Quién las presenta y cuánto ha significado ese proceso en cuanto a vergüenza, dudas, interrogatorios y castigo para las víctimas inocentes?
Es indudable el hecho de contar hoy con muchos más recursos legales para investigar y condenar a los perpetradores de delitos sexuales. Sin embargo, no es suficiente para detenerlos y proteger a quienes por definición son las víctimas propiciatorias de esa clase de depredadores. Las espeluznantes historias de tráfico de niñas y niños, prostitución infantil, pedofilia, violaciones e incesto hablan de niveles inauditos de impunidad, sobre todo considerando que esas estadísticas esconden sub registros difíciles de cuantificar.
Esto obliga a repasar uno de los capítulos más crueles de los últimos tiempos en cuanto a violencia sexual contra niñas y adolescentes. Me refiero a las víctimas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción en Guatemala, calcinadas en un aula cerrada herméticamente por quienes estaban encargados de su seguridad. Es decir, del vil asesinato de un grupo de niñas y adolescentes cuya vida se encontraba encomendada a una institución supuesta a velar por su bienestar. Ese episodio cuyas imágenes jamás se borrarán de mi memoria revela de modo indiscutible cómo una sociedad ha podido desentenderse con tanta ligereza de su responsabilidad con respecto de la niñez.
No quiero aludir con esto a una obligación personal y específica sino a una actitud, una postura radical de exigir a las autoridades cumplir con su obligación –la cual, hay que insistir, es un mandato constitucional- de proteger a niñas, niños y adolescentes brindándoles el respeto, la seguridad y las oportunidades para desarrollarse en un ambiente libre de violencia. Sin embargo, no solo se ha visto la indiferencia y el desprecio de quienes administran las instituciones del Estado, sino a ello se ha sumado un inconcebible mensaje de odio desde quienes insisten en culpar a las víctimas ensañándose en cubrirlas de lodo aun después de muertas.
Pero esta manera de reducir a la niñez a un espacio de silencio no solo sucede en un país, sucede en muchos otros, poderosos o en vías de desarrollo. La niñez no tiene estatura jurídica, no tiene el recurso de una voz con autoridad, no tiene en dónde protegerse cuando es atacada en el seno de su hogar, de su iglesia o de su escuela y tampoco cuenta con el conocimiento para entrar en el laberinto burocrático de la denuncia. Hemos de comprender hasta dónde llega la vulnerabilidad de una niña, un niño o un adolescente cuya vida depende de otros. Desde nuestra situación de adultos nos resulta cada vez más lejana esa sensación de indefensión, porque la hemos acallado sepultándola en lo más profundo de nuestro subconsciente.
Proteger a la niñez es mucho más que imponerle restricciones y temores; es escucharla con respeto, educarla de manera integral para proveerla de herramientas y recursos capaces de fortalecer su autoestima, es rodearla de cariño y sobre todo, de creer en ella. Esto último, como tarea pendiente para quienes hemos olvidado cómo era eso de sentirse indefenso.
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