Por Federico Larsen
La posición disonante del gobierno italiano sobre la situación en Venezuela, y la crisis diplomática desatada con Francia en las últimas semanas, pusieron de relieve una estrategia internacional de Roma que parece, por lo menos, poco clara. Los motivos que llevaron a tales posicionamientos, probablemente de los más destacados desde la asunción del gobierno bicéfalo entre La Lega y el Movimento 5 Stelle en mayo de 2017, son múltiples y no responden, aparentemente, a una estrategia orgánica. Y si la posición nacionalista y anti-migrantes ya había posicionado a Italia entre los países más “problemáticos” del sistema internacional, estos nuevos factores merecen aunque sea un mínimo desglose, un pequeño análisis de su nueva política exterior como el que nos proponemos esbozar aquí.
¿Cambió la política italiana hacia el mundo?
Los ejes fundamentales de la política exterior italiana desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy han sido tres: el sostenimiento de su posición de potencia media en la política europea primero, y en la Unión Europea (UE) después; su relación privilegiada con los EEUU y el bloque Atlántico –el Partido Comunista Italiano fue el más grande del mundo Occidental durante la Guerra Fría–; y el mantenimiento de una posición hegemónica en el Mediterráneo oriental, con la respectiva influencia en los Balcanes y el Magreb. Los gobiernos democristianos primero, y los liberales de centro-derecha o centro-izquierda a partir de los años 90, han mantenido esos tres ejes rectores del perfil internacional italiano.
La irrupción de fuerzas “anti-sistema” en el panorama político italiano, como el Movimento 5 Stelle (M5S), y el crecimiento de otras como La Lega, han significado un desafío al discurso tradicional del sistema político italiano. Las críticas también abarcaron el ámbito de la política exterior. Modernización tecnológica, diversificación en la producción energética, atención prioritaria a las PyME, fueron algunos de los ejes del M5S que inspiraban un cambio en el rol de Italia en el escenario global. Pero si hay algo que caracteriza a las construcciones políticas “ciudadanas” y “anti-establishment” es la falta de una visión orgánica de la gestión pública en varios ámbitos, una dirección ideológica o pragmática que marque el rumbo de la acción de gobierno. Y la política exterior no es una excepción. Cuando el M5S llegó al gobierno, parte de ese déficit ideológico fue colmado por su aliado circunstancial, La Lega, que con su posición xenófoba, anti-inmigración y soberanista en el ámbito europeo supo establecer algunos ejes claros en una política exterior que aún hoy carece de una dirección precisa o formulaciones oficiales.
Si analizamos la actual política exterior italiana en función de sus tres ejes históricos, podemos ver una serie de cambios más bien coyunturales, con una clara falta de previsión a largo plazo, y profundamente influenciados por el pensamiento de la extrema derecha europea y el “euroescepticismo” desencantado de la política tradicional.
Euroescepticismo como estrategia
En el marco de la UE, el eje que guía a la posición italiana es la defensa del interés nacional por encima de la injerencia que pueda tener la UE sobre sus decisiones. Esto significa inclusive la revisión de los compromisos ya asumidos en temas como migraciones y asilo, derecho del mar, estabilidad financiera, fronteras, entre otros. Esto supone, según los planes de los vice-premier Salvini y Di Maio, un debilitamiento de los grupos dirigentes tradicionales de la Unión, principales culpables de los problemas económicos y sociales de su país. Esas élites tienen nombre y apellido, pero son más fácilmente identificables con el eje franco-alemán que hoy tracciona las decisiones de Bruselas –recientemente renovado en el simbólico Tratado de Aquisgrán firmado entre Merkel y Macron en enero de este año–. Merkel representa la disciplina política y fiscal de Europa, eje de la recuperación europea tras la crisis de 2008. Pero también es la expresión de una clase dirigente europea en retirada, representante de aquellos partidos liberal-conservadores que rigieron los destinos del continente de principios de siglo. Macron, en cambio, se presentó desde un principio como la renovación de esa clase política, cumpliendo con dos características fundamentales: la no pertenencia a los partidos y círculos políticos que habían defraudado y decepcionado al electorado francés y europeo en los últimos años, y una posición moderada, liberal, que no pusiera en entredicho las líneas fundamentales del proyecto europeo. Es decir, el blanco predilecto del eje soberanista que representa el gobierno italiano.
Los últimos acontecimientos en la relación ítalo-francesa demuestran esta premisa. La cercanía de las elecciones europeas del 23-26 de mayo de este año son el telón de fondo de una disputa que los italianos han convertido en el principal eje de la campaña electoral soberanista en Europa. Roma acusó a París de neo-colonialismo, reflotando la cuestión del Franco CFA, emitido por el Banco Central Francés y en circulación en 14 países africanos. También elevó protestas por la restitución de unos 30 mil migrantes en la frontera entre Francia e Italia, cerrada en el marco de las leyes de seguridad emanadas tras los atentados de 2015. Y la gota que rebalsó el vaso fue el reciente encuentro entre el vice primer ministro Luigi Di Maio, líder del M5S, y Christophe Chalençon, uno de los referentes de los chalecos amarillos que pusieron en jaque a la gobernabilidad de Macron en diciembre pasado. Cabe destacar que Chalençon representa el sector más a la derecha del movimiento, famoso por comentarios islamófobos y un llamado a las Fuerzas Armadas a dar un golpe al gobierno de Macron.
La hostilidad entre Francia e Italia ha llegado al más alto nivel desde 1940. Hay que remontarse a esa fecha para encontrar otro momento en que París haya llamado a consulta a su embajador en Roma, y en ese caso fue por la declaración de guerra que Mussolini anunció desde el balcón de Piazza Venezia. Según un sondeo publicado por el Istituto per gli Studi in Politica Internazionale (ISPI), Francia es considerado por los italianos el país más hostil, seguido por Alemania y Reino Unido.
El clima pre-electoral es clave para entender este momento en la relación bilateral. Los dos partidos de gobierno están jugando sus cartas en la plaza continental, a sabiendas de que los partidos soberanistas, euroescépticos, xenófobos o “populistas de derecha” van a tener a todas luces la posibilidad de hacer una gran elección. La Lega de Salvini ya estableció fuertes vínculos con la ultra-derecha de Le Pen en Francia, AfD en Alemania y Geert Wilders en los Países Bajos, además de entablar relaciones con los gobiernos de Polonia y Hungría, verdadera amenaza filo-fascista para la Europa liberal. El M5S está intentando generar su propio bloque en el Parlamento Europeo –luego de haber abandonado el de la ultra-derecha en 2017 tras las protestas de sus propios votantes–, y para hacerlo necesita juntar 25 eurodiputados de al menos siete países de la UE. Para ello, Di Maio lanzó ya su gira europea para seducir formaciones pequeñas, como la del ex cantante, actor polaco y ferviente antiabortista Pawel Kukiz, los izquierdistas croatas de Živi zid, o los ultra-liberales y conservadores finlandeses de Liike Nyt. Lo único que acomuna a todos estos partidos es su rechazo a la leadership enquistada en Bruselas desde hace décadas, que por primera vez ve en las elecciones de mayo la posibilidad de perder buena parte de su poder.
La cuestión Venezuela
En clave europea también se puede analizar la posición del gobierno italiano frente a los acontecimientos en Venezuela. Italia lideró el grupo de países que impidieron la salida de un reconocimiento comunitario al autoproclamado presidente Juan Guaidó –aunque tampoco reconocieron abiertamente a Maduro–, criticó ferozmente el injerencismo norteamericano y propuso una salida negociada entre los propios venezolanos de la crisis. Lejos de tratarse de un arrebato bolivariano del gobierno italiano, esta ambigua posición –que le ha causado serios problemas al ejecutivo– es el fruto de una negociación doméstica y una necesidad internacional. Es necesario aclarar que las dos almas del partido están divididas sobre este punto. La Lega rechaza todo acercamiento a Maduro y sostiene que se trata de una dictadura; sin embargo, quedó en evidencia su decisión de ceder al M5S la iniciativa sobre el asunto, quizás para balancear una evidentísima asimetría de poder y de capacidad. Y el Movimento cuenta con un sector de sus bases, arrebatado a la izquierda en su disgregación, que ve con cierta simpatía el proceso bolivariano y los gobiernos progresistas latinoamericanos. Hasta 2009, Ecuador había sido citado permanentemente por algunos líderes del M5S por su política de revisión de los Tratados Bilaterales de Inversiones. Y, en general, todos los gobiernos y movimientos que rechacen el orden mundial establecido por las grandes finanzas, tengan el tinte ideológico que tengan, ejercen un fuerte atractivo sobre las bases del movimiento, muy críticas a todo tipo de injerencia exterior en los asuntos nacionales. En segundo lugar, el tándem Salvini-Di Maio vio en la cuestión venezolana una nueva posibilidad de ser la piedra en el zapato en la política exterior europea. Como tercer factor, no menor, está la posición rusa. Sería descabellado tildar al gobierno de Roma como un posible aliado del Kremlin, por varias razones. Pero no se puede negar que la visión de Lega y M5S en política exterior muchas veces coincide con los intereses de Putin. Esta asociación ya había explotado en la campaña electoral de 2016, cuando Di Maio se opuso con fuerza a las sanciones contra Rusia tras la anexión de Crimea por considerar que afectaba principalmente a la mediana empresa italiana por el aumento de los costos de energía. Llevar la contra en el seno de la UE lleva, generalmente, a acercarse “involuntariamente” a la posición de Moscú, como es el caso de Venezuela.
Entre EEUU y el Mediterráneo
Durante la segunda mitad del siglo XX, Italia fue considerada “la Bulgaria de la OTAN”. Es decir que, así como Bulgaria obedecía sin chistar a cualquier exigencia soviética en el marco del Pacto de Varsovia, Italia se sometía a las voluntades de Washington en el seno del Pacto Atlántico. Una asimetría histórica, cuyas huellas pueden rastrearse aun hoy hasta en el habla de los italianos, pero que en términos macro ha tenido alguna que otra modificación. Italia cuenta hoy con un superávit comercial con los EEUU de 26 mil millones de euros. Un dato que para la administración Trump, obstinada en reducir todo déficit comercial de su país, no deja pasar desapercibido. Al mismo tiempo, los aportes de Roma a la OTAN previstos para 2019 rondan el 1,13 % de su PBI, bastante menos del 2 % que exige el gobierno norteamericano a sus aliados. Dos cuestiones que son balanceadas por la cercanía en algunos ejes políticos, como el de la mano dura en el ámbito de la inmigración, y la reticencia a ceder soberanía o independencia en favor del multilateralismo y las organizaciones internacionales. En este sentido, Italia se convierte en un aliado en la contención de la política europea. Si bien aún no haya habido claros ejemplos de ello, para EEUU resultan positivos los palos en la rueda puestos por Roma en la discusión de posicionamientos comunes de la UE en temas como el comercio internacional y los organismos multilaterales.
En los 80, también se decía que Italia tenía “esposa americana y amante libia”. En realidad, su relación profunda con el norte de África se puede remontar al siglo XIX –su entrada en la Triple Alianza en 1882 se debió justamente a la rivalidad con Francia por el control de Túnez–, pero es a partir de los años 50 que se consolida alrededor de un eje rector: la energía. Italia es estructuralmente dependiente de la importación de energía. A pesar de un alto nivel de producción de energías renovables (19 % en 2018), aun las previsiones más optimistas excluyen la posibilidad de que el país pueda producir siquiera un cuarto de la energía que consume. Es este uno de los temas cruciales en sus relaciones con el exterior. Italia es el séptimo importador de petróleo a nivel mundial y el quinto importador de gas. El gas es, desde hace dos décadas, el principal problema para la política exterior, al tener la urgencia de diversificar los proveedores, porque el 40 % del gas que consume el país proviene de Rusia y las tensiones con la UE ponen en riesgo su abastecimiento energético. Por eso, Roma ha implementado una política que le permitió acrecentar la cantidad de gas importado de Libia y Argelia, que suman otro 40 % en total. Y al mismo tiempo apostó enérgicamente a la construcción del Gasoducto Trans Adriático (TAP, en inglés), que conecta el país a una red de abastecimiento directa desde Azerbaiyán, pasando por Georgia, Turquía, Grecia y Albania hasta las costas de la Puglia en el sur de Italia. Un proyecto considerado de primera importancia para toda la UE, que permitiría moderar la dependencia energética de Rusia.
Sin embargo, para lograr semejante proyecto –tanto la provisión desde el Cáucaso como desde África– es necesario para Italia consolidar su rol en el Mediterráneo, garantizarse los canales de acceso a los ductos y garantizar una relativa estabilidad y buenas relaciones con los países afectados. Este último punto es justamente de lo más controversiales. La puja con Francia incluye también la primacía sobre las relaciones con el norte de África: cuál de los dos países es el referente para Europa en su relación con el Magreb, es uno de los puntos de mayor conflicto transalpino. A esto se le suman las tensiones generadas en la región por la política anti-migratoria de la Lega, la oposición de sectores ambientalistas del M5S al TAP, y las difíciles relaciones con gobiernos como el de Turquía.
Para todos estos desafíos, el actual gobierno bicéfalo no ha logrado establecer un rumbo claro y una agenda determinada a largo plazo. Por el contrario, parece actuar conforme se vayan desarrollando los eventos, con cierto grado de improvisación. Incluso, los subsecretarios del Ministerio de Asuntos Exteriores hacen públicos posicionamientos diametralmente opuestos, como sucedió con respecto a la crisis venezolana. Solo parece regir como fundamento de la acción exterior la defensa irrestricta del soberanismo y la reducción de atribuciones al multilateralismo y las organizaciones internacionales, con la UE en primer lugar, hasta por encima de ciertos intereses estratégicos nacionales.