Hace ya algún tiempo que se realizaba allá en Europa una formidable exposición itinerante de arte que se denominó Paris – Berlín en la que se mostraba y comparaba las diferentes tendencias artísticas de ambas ciudades enmarcadas en un contexto difícil, el período entre las dos guerras mundiales y su desenvolvimiento posterior.
Fue un análisis riquísimo de conceptos, tendencias y corrientes del arte y del pensamiento. Aquí, habiendo tomado como ejemplo nostálgico la posibilidad de comparar dos ciudades, ante las circunstancias de actualidad en París y en Quito no cabe la búsqueda de semejanzas del desarrollo artístico entre ambas urbes, sino más bien, como se enfrenta en ambos sitios el desarrollo de la tendencia globalizante del capitalismo neoliberal.
Son tantas las contradicciones que saltan a la vista al observar los acontecimientos internacionales y de inmediato reparar en la coyuntura criolla que es difícil escapar a las equiparaciones, que, aunque odiosas y generalmente poco recomendables dadas las diferencias existentes, sin embargo, necesarias para entender los retrocesos que se van acumulando en este país.
París en las últimas semanas se ha revelado nuevamente como el escenario ciudadano de una revuelta violenta en la que la ira acumulada por décadas explotó materializándose en una protesta contra lo establecido, muy especialmente contra la desigualdad generada por las políticas económicas neoliberales de años atrás y propiciadas aún más por el gobierno de Macron que había generado en su campaña otro tipo de expectativas. Los chalecos amarillos una agrupación amorfa, inicialmente unificada para protestar contra el anuncio del incremento en los precios de los combustibles fue descubriendo y sumando razones para mantener la protesta y elevar la violencia hasta que el presidente de la gran nación tuvo que recular en varios temas que estuvieron firmemente planificados para el próximo año, desde un alza de impuestos hasta el de los combustibles, cediendo además a otra de las demandas, el incremento de salarios.
Es triste contraste, en este terruño ecuatorial, especialmente en esta ciudad, la más politizada del país, con ínfulas de ombligo mundial, que se van sin embargo estableciendo astutamente el retorno de unas políticas económicas regresivas de las cuales ya se tiene suficiente experiencia, sin que su población y la del resto del terruño hayan empezado a percatarse de los cambios retrógrados que ya imperan y peor, de sus consecuencias futuras. La década del mayor desgobierno durante la cual hubo siete presidentes, dos derrocados por la protesta popular y otro por golpe de Estado, los demás por interinazgo o sucesión forzada y además durante la cual se condujo alevemente a la mayor catástrofe financiera de la historia con la quiebra masiva bancaria y consiguiente feriado, dolarización, y el éxodo de más de dos millones de compatriotas, parece olvidada. Razón tenía aquel viejo demagogo que alcanzó cinco veces el poder y que literariamente se lo identifica como el ausente perpetuo cuando tildaba despectivamente a los habitantes ecuatoriales de “pueblo oral y desmemoriado”. Hay ausencia de una protesta masiva ciudadana, que haga honor a su concepto, al de homo politicus habitante de una urbe, pero en este caso, una urbe en la que ni el ágora ni la biblioteca existen y el teatro sirve para la representación paupérrima de una decadente ópera bufa en lo que a lo político se refiere. Quizá por esto la ciudad ya no es más el escenario de la lucha reivindicatoria de los derechos ciudadanos.
En nuevo contraste, la protesta francesa nacida desde el ámbito rural y que avanzó a la ciudad, podría llegar a materializarse dentro de la estela de las grandes insurrecciones sociales francesas que tanto oxígeno han proporcionado a la libertad y el progreso social en Europa y el mundo desde 1789 tal como Rafael Poch lo planteaba hace pocos días atrás. Debe mencionarse en honor a la verdad cívica y para no caer en la desmemoria, que tanto la Comuna de París como mayo del 68 son dignas sucesoras de la gesta de la revolución francesa.
La actual protesta de los “chalecos amarillos” no es de generación espontánea, es el resultado de una larga fermentación del descontento ciudadano acumulado por el mantenimiento de unas políticas económicas que han provocado un aumento de la asimetría urbano-rural y de una inequidad en la sociedad. La centralidad parisina y la de otras ciudades frente a una ruralidad con menores posibilidades se confrontan cuando se revela que un alza de combustibles afectaría masivamente a la población rural mientras que pasaría bastante desapercibida para la población urbana. El descontento ciudadano de los dos ámbitos cuajó en Paris entrando primero por la periferia urbana, las “banlieues”, unificando varias reivindicaciones, la de un incremento salarial en primer lugar. La crisis política se centró en Macron al achacársele también falta de legitimidad porque su elección tuvo más un componente de rechazo a Marie Le Pen, dirigente de ultraderecha con claros tintes fascistoides, que una convicción por las promesas electorales de “La France en marche”. El gobierno pronto se habría alineado a los poderes fácticos, mientras que la izquierda tradicional se encontraría desubicada y largamente rebasada por las protestas rural-urbanas.
Hay bastantes paralelismos entre las circunstancias de la desazón francesa y las que se van engendrando en este país. La diferencia monumental se presenta en que una situación de injusticia social desembocó en una revuelta de todavía imprevisibles consecuencias allá. En cambio, aquí en esta ínsula, a pesar de haber acumulado experiencia tal como mencionado anteriormente, la abierta penetración de medidas claramente de corte neoliberal no remueve la conciencia de las clases menos pudientes y no es de esperar lo propio de una clase media todavía imbuida en la entelequia de su propio bienestar alcanzado sin mayores méritos, en años anteriores.
Allá, a la protesta todavía no se han incorporado los migrantes, la Francia africana especialmente, acá el sector indígena continúa encandilado por unos diálogos sin objetivos y metas y por su lado, el sector laboral de base se enfrasca en antagonismos por el poder gremial sin atender a lo que se viene.
Hace poco, Thomas Piketty el economista que analizó la consolidación de la inequidad en Europa en su libro El Capital en el Siglo XXI, publicaba un manifiesto para que “Europa se salve a sí misma”. La circunstancia actual europea la de la política de austeridad absoluta impuesta por la Unión Europea a sus Estados miembro, el creciente avance de la ultraderecha que cuenta con varios gobiernos como los de Hungría, Polonia, Austria, Suecia, Dinamarca, Italia, fracciones gubernamentales de Bélgica y la representación parlamentaria regional de partidos como VOX en Andalucía a más de otras, han impulsado a Piketty a llamar a sus conciudadanos continentales a plantearse unas reivindicaciones alrededor de un solo gran tema: una mejor tributación. El exige la imposición de cuatro nuevos impuestos para todo el ámbito europeo. Un impuesto a las empresas en especial a las grandes corporaciones; un impuesto para quienes perciben los mayores salarios (más de doscientos mil euros anuales); un impuesto al patrimonio (mayor de un millón de euros) y un impuesto a las emisiones de CO2. Este fondo estaría destinado a paliar la desatención social. En Europa estaría faltando preocupación social ya que tanto Piketty como entretanto otros economistas piensan que la indiferencia de las élites europeas respecto de asegurar el bienestar del resto de ciudadanos ha desembocado en su desencantamiento por una Europa unificada.
Regresando la vista al terruño, poca cosa se puede encontrar que alimente la esperanza por alcanzar mínimamente justicia social y una mayor equidad económica. Avanzamos hacia atrás, si, así de contradictoria es la circunstancia y no se trata de la teoría de un paso adelante y dos para atrás planteado por Wladimir Ilisch Ulianov allá en 1904 para luego avanzar nuevamente. Tal como van las cosas no se trata de pasos a la inversa sino de una auténtica caída libre hacia el vacío. Los intereses empresariales y los de mayor mezquindad, los netamente personales, han logrado que la Constitución haya sido burlada, que la Corte Constitucional haya sido enviada de vacaciones, que con la Ley de Fomento Productivo se hayan perdonado multas e intereses a grandes morosos deudores. Al mismo tiempo se “incentiva” la inversión privada suprimiendo el pago del impuesto a la renta durante veinte años. También se propicia la salida de capitales al eliminar la obligatoriedad de reportar la tenencia de capitales en el exterior y sus transacciones. Para finalizar, al cierre de este artículo se ha decretado un alza a los precios de los combustibles.
Mientras en Francia se protesta contra la situación causada por medidas neoliberales y se logra que el gobierno dé marcha atrás con sus pretensiones, en la ínsula ecuatorial se avanza aceleradamente a la imposición de medidas de la misma factura sin que hasta el momento medie protesta alguna. La política neoliberal prioriza la reducción del gasto y déficit público asumiendo una línea ortodoxa que no toma en cuenta la necesidad de inversión pública para posibilitar el crecimiento económico y con ello la generación de empleo. El manido argumento de la ortodoxia neoliberal de atraer inversión privada, lo cual en si puede ser positivo mientras vengan capitales estables y no sean golondrinas de paso, choca contra el hecho histórico que en este país, la obra pública, la infraestructura, nunca ha sido producto de la inversión privada, más bien apunta ahora a llevarse en peso la infraestructura construida por el Estado. ¿Podremos desearnos un próspero año nuevo 2019 ante estas perspectivas?