La llegada de la llamada cuarta ola feminista ha tenido repercusiones en distintos ámbitos de la sociedad. En la política se reclama la presencia de más mujeres en las instituciones; en la cultura, el #MeeToo destapó las prácticas machistas y abusadoras de grandes nombres de Hollywood. En salud, se ha empezado a instalar el concepto de violencia obstétrica y la pelea por el derecho al aborto con una ley de plazos. Aparecieron leyes para la erradicación de la violencia de género, para ampliar la tipificación del femicidio, o en contra del acoso callejero.
Sin embargo, sin desmerecer todos los avances, entre los ámbitos que la “ola” no ha logrado prácticamente afectar está la economía. Las mujeres siguen ganando menos que sus compañeros hombres por el mismo trabajo, siguen viendo sus pensiones más reducidas y siguen haciéndose cargo en solitario (o casi) de los cuidados, entre muchas otras cosas.
La Economía Feminista, que emerge a partir de los años 90, se encarga –precisamente– de visibilizar este trabajo que no recogen los indicadores económicos, basados exclusivamente en la producción del mercado, y que sirven para clasificar a los países mundo. Romper con el sesgo androcéntrico de esos índices y estudia el aporte de los trabajos que se desarrollan al margen del mercado. En América Latina, una de las voces más reconocidas en esta materia es la de la argentina Corina Rodríguez, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).
– ¿Qué propone tu mirada de la Economía Feminista?
– Busca la necesidad de pensar la economía desde otros parámetros. Pretende mostrar que la dinámica de la economía capitalista es inherentemente reproductora de desigualdades socioeconómicas con todas sus interseccionalidades. Reproduce desigualdad de género, de raza, de clase, generacional o territorial, y cualquier aspiración de igualdad de género es incompatible con el sistema capitalista, no se puede pensar en avanzar hacia un sistema más igualitario en el marco de estas relaciones económicas. De ahí deviene la necesidad de pensar otra economía.
– ¿Nos referimos a desigualdades que vendrían dadas por la división sexual del trabajo, el trabajo de cuidados y reproductivo?
– Sí, es uno de los aspectos fundamentales de esta desigualdad. La economía se sigue apoyando en que una parte muy importante de la reproducción de la vida se resuelve con el trabajo intensivo y no remunerado de las mujeres y con el trabajo super explotador y remunerado de las mujeres. El trabajo de las mujeres sostiene la dinámica capitalista, contribuye a la acumulación capitalista, a la generación de plusvalía y es incompatible, por eso mismo, con la sostenibilidad de la vida porque el trabajo de las mujeres no es infinito y la sobre-explotación tiene consecuencias en la calidad de vida de ellas.
– En su libro “El patriarcado del salario”, Silvia Federici menciona que el trabajo doméstico, más allá de “limpiar” la casa es “atender a los asalariados: cubrir sus necesidades físicas, emocionales y sexuales; dejarlos listos para que trabajen un día tras otro”. Habla del “trabajo oculto de miles de mujeres” que se esconde detrás de cada fábrica, oficina, colegio… ¿Es esta la ‘dinámica capitalista’ que sostenemos nosotras, a la que se refiere ud.?
– Sí, eso ella lo viene diciendo desde hace tiempo. No es la única que lo señala: hay una escuela de mujeres economistas feministas italianas que en los años 70 decían esto. Es una especie de síntesis de lo que resultó del diálogo muy dificultoso que ha habido entre feminismo y marxismo. Resume una dimensión de la organización del cuidado que tiene que ver con el rol del trabajo del cuidado en la reproducción de la fuerza del trabajo. A mí me gusta como lo plantea otra economista feminista italiana, Antonella Picchio, más o menos de la misma generación. Picchio, que tiene una noción más amplia de eso, dice que el trabajo no remunerado de las mujeres cumple varias funciones: reproducir la fuerza de trabajo, garantizar el bienestar afectivo de las personas, etc. Esto resulta muy claro cuando hablamos de atender necesidades de personas que participan en el mercado laboral o lo harán a futuro (niños y niñas), pero es menos claro cuando pensamos en el cuidado de personas mayores, retiradas del aparato productivo, personas con discapacidades o dependientes que nunca van a tener una inserción productiva. Ahí, el trabajo del cuidado cumple una función más amplia: transformar el acceso de bienes y servicios en bienestar afectivo.
– ¿Puede poner un ejemplo?
– Una de nuestras necesidades básicas es alimentarnos. La alimentación es un hecho social. Por lo tanto, para que ese pedazo de carne se transforme en alimento tiene que ser cocido, servido en una mesa familiar, ubicada en un hábitat con ciertas condiciones de higiene, con un ambiente y condiciones necesarias en el marco de las normas sociales de la alimentación. Eso es trabajo de cuidado y eso hace que el acceso a ese alimento se transforme en la satisfacción de esa necesidad básica que tenemos. Es, en definitiva, garantizar la reproducción cotidiana de la vida.
“El poder va licuando la agenda feminista”
– En este mapa que dibuja, la idea de la familia nuclear, ¿qué rol cumple? Parece que juega muy en contra de las mujeres.
– La lógica de la organización de la familia nuclear, predominante durante siglos, puede extenderse a múltiples formas como las familias homoparentales o uniparentales (un sólo progenitor que habitualmente son las mujeres). Esa organización sí es perjudicial para las mujeres en la medida en que se organiza con los roles de género tradicionales: el hombre es el proveedor y la mujer es la cuidadora, o el hombre es el proveedor y la mujer la proveedora y cuidadora. Esas dinámicas van cambiando con el tiempo, pero a ritmos muy diferentes: las mujeres nos hemos incorporado a las actividades económicas de manera acelerada y los hombres se han incorporado al cuidado muy lentamente. Son velocidades distintas que terminan en las jornadas larguísimas de las mujeres entre el trabajo y el cuidado.
– Considerando que, en nuestras sociedades, conseguir algo tan mínimo como medidas para la conciliación familiar es tan difícil, ¿qué tan lejos estamos de poder llegar a cambios efectivos en la línea de la economía feminista?
– Estamos lejos de un paradigma de corresponsabilidad del cuidado, que es lo que venimos hablando para salir de la lógica de la conciliación, pero creo que los cambios se están acelerando. Quizás en eso estoy sesgada por lo que está pasando en Argentina con la avanzada de la agenda feminista en los últimos tres años y el movimiento #NiUnaMenos. Por primera vez, en el último tiempo, estas demandas se han transformado en más masivas entre las mujeres, con una voz muy potente que no puede no ser escuchada y, por lo tanto, empieza a haber resistencias muy marcadas a las demandas de la agenda feminista. Pero la historia de las luchas de las mujeres nos muestra como los avances pueden suceder. En eso, es importante pensar las estrategias.
– ¿En qué sentido?
– Desde los feminismos latinoamericanos ha habido una apuesta fuerte desde los 90 hacia las políticas públicas. Hay una creencia en que la transformación puede venir promovida por el Estado. A mí me parece un camino en el que insistir, pero creo que eso tiene muchos límites. Primero, porque muchas de estas demandas no escapan de la lógica de la organización del trabajo a través del mercado laboral. Por ejemplo, la licencia por maternidad, ¿quien goza de eso? Las mujeres que estamos ocupadas asalariadamente en un empleo formal. En América latina, las mujeres que participan en el mercado laboral son menos de la mitad. Ponemos mucho esfuerzo en algo que al final alcanza en una porción minoritaria de las mujeres. Además, creo que ahora el Estado y los actores de poder están apropiándose de algunos elementos de la agenda feminista y los van licuando. El gobierno argentino habla de paridad salarial, de extender licencias paternales y promueve leyes en este sentido junto con políticas económicas de ajuste, que retrae al Estado de sus obligaciones más básicas y que afectan mucho al trabajo de las mujeres en el sentido negativo. Tenemos que desconfiar de la estrategia que pasa sólo por las instituciones.
– ¿Qué interés ha percibido de los gobiernos y de las autoridades en la agenda feminista?
– Hay un interés creciente que no sé qué tan genuino es. Creo que hay una mirada muy instrumental basada en la idea de que hay que favorecer los derechos de las mujeres y reducir la brecha de género porque es económicamente eficiente. Desde el activismo feminista tenemos que ser muy estratégicas para aprovecharlo, pero evitando que la agenda feminista sea cooptada por gobiernos e instituciones.
– ¿Desde dónde tendríamos que empujar este cambio para que no quede enmarcado en el sistema patriarcal?
– Es una pregunta permanente. Creo que no existe una respuesta. Estoy cada vez mas afianzada en la idea de que el cambio se promoverá desde abajo, de los movimientos organizados a nivel territorial. Si los cambios ocurren, que serán muy lentos, van a operar desde la vida cotidiana: desde lo íntimo y lo privado van a ir construyendo otro tipo de relaciones y eso se irá haciendo masivo. Hoy tengo un debate interno porque hay momentos que creo que viene por ahí, pero otros creo que las políticas públicas pueden ser más útiles.
Incluir el estrato socioeconómico
– En 2015, en Chile, se publicó la primera Encuesta Nacional del Uso del Tiempo (ENUT) que reveló que las mujeres destinan, en promedio, 5,89 horas al día al trabajo no remunerado, mientras que los hombres lo hacen 2,74 horas. Desde entonces, no hemos tenido ningún otro estudio que presente nuevos datos. ¿Qué importancia tienen estos instrumentos de medición del uso del tiempo para la reivindicación feminista?
– Necesitamos la evidencia que confirme nuestras intuiciones y experiencias de vida, pero tenemos que ir mejorando porque no tenemos solo que mostrar el uso diferencial del tiempo, sino que tenemos que cruzar eso con los elementos que van dando cuenta de por qué es así. Las encuestas de uso del tiempo tienen que incluir la indagación sobre el estrato socioeconómico. En la encuesta de Buenos Aires, la diferencia fue de 4 horas versus 3 horas en el 20% de la población de más ingresos y de 8-3 en el 20% con menores ingresos. Las encuestas tienen que mostrar diferencias de género y también las diferencias entre mujeres. Además, necesitamos marcos normativos que obliguen a generar esa información cada cinco años para para ver cómo esos cambios son afectados por las políticas públicas.
– ¿Qué experiencias existen en América Latina en relación a la Economía Feminista?
– Hay experiencias de difusión y se incorporó en las mallas curriculares de las universidades. Por ejemplo, en la Universidad de Buenos Aires tenemos una materia optativa que forma parte de la malla de grado de la licenciatura de Economía. También se están incorporando estos contenido a nivel de posgrado. Hay un creciente trabajo también de divulgación y de cierta penetración en los medios.