Traducción de Pressenza
Los comienzos de año son propicios para augurios de nuevos tiempos, tanto individual como colectivamente. De vez en cuando, estos presagios se traducen en actos concretos de transformación social que rompen dramáticamente con el status quo. Entre otras, destaco tres actos inaugurales que sucedieron el 1 de enero y tuvieron un impacto trascendente en el mundo moderno.
El 1 de enero de 1804, los esclavos haitianos declararon su independencia de lo que entonces era una de las colonias más lucrativas de Francia, responsable de la producción de cerca del 40% del azúcar que se consumía en el mundo.
De la única revuelta de esclavos exitosa nacía la primera nación negra independiente del mundo, el primer país independiente de América Latina. Con la independencia de Haití, el movimiento para la abolición de la esclavitud ganó un nuevo y decisivo impulso y su impacto en el pensamiento político europeo fue importante, particularmente en la filosofía política de Hegel. Pero como se trataba de una nación negra y de ex esclavos, la importancia de ese hecho ha sido negada por la historia eurocéntrica de las grandes revoluciones modernas. Los haitianos pagaron un precio altísimo por su osadía: fueron asfixiados por una deuda injusta, que sólo sería liquidada en 1947. Haití fue el primer país en conocer las fatales consecuencias de la austeridad impuesta por el capital financiero mundial del que todavía es víctima.
El 1 de enero de 1959, el dictador Fulgencio Batista era depuesto en La Habana. Nacía la revolución cubana liderada por Fidel Castro. A pocos kilómetros del país capitalista más poderoso del mundo, surgía un gobierno revolucionario que se proponía llevar a cabo un proyecto de país en las antípodas del big brother del norte, un proyecto socialista muy consciente de su novedad y especificidad histórica, inicialmente tan lejos del capitalismo norteamericano como del comunismo soviético. Como Lenin cuarenta años antes, los revolucionarios cubanos eran conscientes de que el éxito total de la revolución dependía de la capacidad del impulso revolucionario para extenderse a otros países. En el caso de Cuba, los países latinoamericanos eran los más cercanos. Poco tiempo después de la revolución, Fidel Castro envió al joven revolucionario francés Regis Debray, a varios países del continente para ver cómo se estaba recibiendo la revolución cubana. El informe de Debray es un documento de extraordinaria relevancia para los tiempos que corren. Muestra que los partidos de izquierda latinoamericanos seguían muy divididos sobre lo que pasaba en Cuba y que en particular los partidos comunistas mantenían una enorme distancia e incluso sospechas con relación al «populismo» de Fidel. Por el contrario, las fuerzas derechistas del continente, conscientes del peligro que representaba la revolución cubana, organizaban el contraataque, fortalecían el aparato militar y trataban de promover políticas sociales compensatorias con el apoyo activo de los Estados Unidos.
En marzo de 1961, John Kennedy anunció un plan de cooperación con América Latina a realizar en diez años, cuya retórica apuntaba a neutralizar la atracción que la revolución cubana estaba generando entre las clases populares del continente: «Transformemos nuevamente el continente americano en un vasto crisol de ideas y esfuerzos revolucionarios, un homenaje al poder de las energías creativas de hombres y mujeres libres y un ejemplo para todo el mundo de cómo la libertad y el progreso van de la mano”.
La expansión de la revolución cubana no se produjo como se esperaba y sacrificó, en el proceso, a uno de sus líderes más brillantes: el Che Guevara. Pero la solidaridad internacional de Cuba con las causas de los oprimidos todavía está por contarse. Desde el papel que tuvo en la consolidación de la independencia de Angola, en la independencia de Namibia y en el fin del apartheid en Sudáfrica, hasta los miles de médicos cubanos esparcidos por las regiones más remotas del mundo (más recientemente en Brasil), donde nunca antes había llegado la atención médica. Sesenta años después, Cuba sigue afirmándose en un contexto internacional hostil, se enorgullece de algunos de los mejores indicadores sociales del mundo (salud, educación, esperanza de vida, mortalidad infantil), pero fracasó hasta ahora en la acomodación del disenso y en la implantación de un nuevo tipo de sistema democrático. En el campo económico se atreve, una vez más, a lo que parece imposible: consolidar un modelo de desarrollo que combine la desestatización de la economía, con el no empeoramiento de la desigualdad social.
El 1 de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se sublevó en el estado de Chiapas, sureste de México, a través de un levantamiento militar que ocupó varios municipios de la región.
La lucha de los pueblos indígenas mexicanos contra la opresión, el abandono y la humillación irrumpía en las noticias nacionales e internacionales, precisamente el día en que el gobierno de México celebraba la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (NAFTA por su sigla en inglés) con la ilusión proclamada de haberse unido –con eso– al club de los países desarrollados.
Durante un breve período de doce días se produjeron varios enfrentamientos entre la guerrilla indígena y el ejército mexicano, tras los cuales los zapatistas renunciaron a la lucha armada e iniciaron un vasto e innovador proceso de lucha política, tanto a nivel nacional como internacional. A partir de entonces, la narrativa y las prácticas políticas del EZLN pasaron a ser una referencia ineludible en el imaginario de las luchas sociales en América Latina y de los jóvenes progresistas de otras partes del mundo. El portavoz del EZLN, el subcomandante Marcos, él mismo no indígena, se afirmó rápidamente como un nuevo tipo de activista intelectual, con un discurso que combinaba las aspiraciones revolucionarias de la revolución cubana, entre tanto descoloridas, con un lenguaje libertario y de radicalización de los derechos humanos, una narrativa de izquierda extra-institucional que sustituía la obsesión de tomar el poder para la transformación del mundo en un mundo libertario, justo y plural «donde quepan muchos mundos».
Uno de los aspectos más innovadores de los zapatistas fue el carácter territorial y transformador de sus iniciativas políticas, el compromiso de convertir los municipios zapatistas de la Selva Lacandona en ejemplos prácticos de lo que hoy podía conjeturar las sociedades emancipadoras del futuro hoy. Veinticinco años después, el EZLN enfrenta el desafío de obtener un amplio apoyo a su política de distanciamiento y desconfianza respecto al nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, elegido por una amplia mayoría del pueblo mexicano con una propuesta que pretende inaugurar una política de centro-izquierda sin precedentes en el México post-revolución de 1910.
Estos tres eventos tenían la intención de inaugurar nuevos futuros a partir de rupturas drásticas con el pasado. De diferentes formas, señalaban un futuro emancipador, más libre de opresión e injusticia.
Cualquiera que sea la forma en que los evaluemos con el beneficio de la posterioridad del presente, no quedan dudas de que alimentaron las aspiraciones liberadoras de las poblaciones empobrecidas y vulnerables, víctimas de la opresión y la discriminación. ¿Habrá lugar para un evento de este tipo el 1 de enero de este año? Supongo que no, dada la ola reaccionaria que atraviesa el mundo… Por el contrario, hubo amplia oportunidad para momentos inaugurales de sentido contrario, reinauguraciones de un pasado que se creía superado. El evento más característico de este tipo fue asunción del Presidente Jair Bolsonaro do Brasil. Su llegada al poder significa el retroceso de la civilización a un pasado anterior a la revolución francesa de 1789, al mundo político e ideológico que se oponía ferozmente a los principios de los tres principios estelares de la revolución: igualdad, libertad y fraternidad. De la revolución triunfante nacieron tres familias políticas que pasaron a dominar el ideario de la modernidad: los conservadores, los liberales y los socialistas. Se diferenciaban en el ritmo y el contenido de los cambios, pero ninguno de ellos ponía en tela de juicio los principios fundadores de la nueva política.
A todos se oponían los reaccionarios, que no aceptaban tales principios y querían resucitar la sociedad pre-revolucionaria, jerárquica, elitista y desigual por mandato de Dios o de la naturaleza. Eran totalmente hostiles a la idea de la democracia, que consideraban un régimen peligroso y subversivo.
Ante la cartografía política posrevolucionaria que ubicó espacialmente a las tres familias democráticas de izquierda, centro y derecha, los reaccionarios fueron relegados a los márgenes más remotos del mapa político donde sólo crecen las malas hierbas: la extrema derecha. A pesar de estar deslegitimada, la extrema derecha nunca desapareció totalmente porque los imperativos del capitalismo, el colonialismo y el heteropatriarcado, ya sea directamente o a través de cualquier religión a su servicio, recurrieron a la extrema derecha siempre que la vigencia de los tres principios demostró ser un obstáculo peligroso. Este recurso no siempre resultó fácil porque fue rechazado con éxito por las distintas familias políticas democráticas. Cuando esta oposición fracasó, fue la propia democracia la que se puso en discusión, acorralada entre la alternativa de ser completamente eliminada, o ser desfigurada hasta el punto de ser irreconocible. Bolsonaro, neofascista confeso, admirador de la dictadura y defensor de la eliminación física de los disidentes políticos, representa, por ahora, la segunda opción.