por Gabriel Bulgach (*)

Las guerras de la primera mitad del siglo XX pusieron el contexto para que emergiera un acuerdo internacional en torno a nuevas instituciones y nuevas pautas de convivencia.

Los horrores de millones de muertos en los campos de combate, de la estupefacción provocada por la dificultad -aún actual- de comprender y explicar la exterminación sistemática de millones de personas por motivos de raza y el delirio de masacrar cientos de otros miles de personas en apenas segundos por el lanzamiento de bombas atómicas, habían dado las muestras suficientes para comenzar a percibir que estábamos en un punto de inflexión y en grados y niveles de violencia crecientes que ponían en juego la supervivencia de la especie.

Así se reconoce desde el mismo preámbulo de la Declaración, explicitando el de dónde venimos: “considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad…”, para pasar a proponernos un hacia dónde queremos ir:  “ y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.

¿Cómo se planteó que la sociedad humana iba a concretar la liberación del temor y la miseria de los seres humanos? Con una “nueva” metafísica, expresada en su artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

A partir de ese momento entonces, los seres humanos que nacen libres, iguales y portadores de derechos, conscientes y racionales, íbamos a poder concretar una sensibilidad interna, un sistema de relaciones, unas formas de lazo y orden social de allí devenidos.

Por si no se terminaba de entender el artículo primero, el segundo lo refuerza afirmando que: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”.

Dicho de otro modo, esto vale para todos los seres humanos y no iba a tener validez el excusarse en ser nacido o residir en un país o jurisdicción que no hubiera firmado la Declaración o no sea miembro de ONU.

Así pues, sabíamos de dónde veníamos y hacia dónde queríamos ir: era hora de liberarse de las cadenas de los temores y la miseria y declarábamos la igualdad esencial de todo ser humano, al tiempo que proclamábamos todos los derechos con los que quedaba imbuido cualesquiera de los miembros de esta especie y por el sólo y simple hecho de haber nacido humano.

Por supuesto que semejante declaración y proclamación ahora debía ser implementada en las unidades político-administrativas correspondientes, los Estados Nacionales.

¿Puede acaso la ONU (Organización de Naciones Unidas) imponer su visión? ¿Tiene acaso los elementos, mecanismos, recursos para hacerlo? Por supuesto que no los tiene. Ni siquiera es un organismo que funciona en base a los preceptos básicos de la democracia.

¿Qué nos dice entonces semejante Declaración al respecto de su implementación?

En su libro Cartas a mis Amigos[1], Silo analiza brillantemente algunos de estos aspectos, en el que plantea que:

“Los artículos suscritos por los estados miembros, se basan en la concepción de la igualdad y universalidad de los derechos humanos. No están en el espíritu ni en la exposición taxativa de la Declaración, condicionales tales como: «… esos derechos serán respetados si es que no perturban las variables macroeconómicas.» O bien: «… los mencionados derechos serán respetados cuando se arribe a una sociedad de abundancia». No obstante, se podría torcer el sentido de lo expuesto apelando al Artículo 22.- «Toda persona como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.» En ese «…habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado», se diluye el ejercicio efectivo de los derechos y ello nos lleva directamente a la discusión de los modelos económicos.

Supongamos un país con suficiente organización y recursos que de pronto pasa al sistema de economía de libre mercado. En tal situación, el Estado tenderá a ser un simple «administrador» al tiempo que la empresa privada se preocupará por el desarrollo de sus negocios. Los presupuestos para salud, educación y seguridad social serán progresivamente recortados. El Estado dejará de ser «asistencialista», por consiguiente no tendrá responsabilidad en la situación. La empresa privada tampoco tendrá que hacerse cargo de los problemas ya que las leyes que pudieran obligarla a proteger tales derechos serán modificadas.

La empresa entrará en conflicto aún con regulaciones sobre salubridad y seguridad laboral. Pero la idea y la práctica salvadora de la privatización de la salud pondrá a la empresa en situación de llenar el vacío dejado en la anterior etapa de transición. Este esquema se repetirá en todos los campos a medida que avance el privatismo que se ocupará de ofrecer sus eficientes servicios a quienes puedan pagarlo, con lo cual el 20% de la población tendrá cubiertas sus necesidades.

¿Quién defenderá entonces los derechos humanos dentro de la concepción universal e igualitaria si estos se ejercerán «… habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado»? Porque está claro que «cuanto más pequeño sea el Estado, más próspera será la economía de ese país», según explican los defensores de esa ideología. En este tipo de discusión, pronto se pasará de la declamación idílica sobre la «abundancia general» a la brutalidad expositiva que con carácter de ultimátum se presentará, aproximadamente, en éstos términos: «Si las leyes limitan al capital éste abandonará el país, no llegarán inversiones, no habrá préstamos internacionales ni refinanciación de deudas contraídas anteriormente, con lo cual se reducirán las exportaciones y la producción y, en definitiva, se comprometerá el orden social.»

Así, con toda simpleza, quedará expuesto uno de los tantos esquemas de extorsión. Si esto que venimos comentando lo hemos derivado de la situación de un país con suficientes recursos, en su pasaje hacia la economía de libre mercado, es fácil imaginar el agravamiento de condiciones cuando el país en cuestión no cuente con los requisitos básicos de organización ni recursos. Tal como se está planteando el Nuevo Orden mundial y en razón de la interdependencia económica, en todos los países (ricos o pobres), el capital estará atentando contra la concepción universal e igualitaria de los derechos humanos.”

Puesto de otro modo, la medida de la factibilidad que los Estados Nación garanticen el ejercicio de los derechos humanos, está directamente vinculada con su nivel de desmercantilización.

Pero, aún en países en los que se ha venido desarrollando una cultura de, por ejemplo, sistemas de salud y educación públicas y gratuitas, los sistemas económicos que pugnan por el libre mercado, van vaciándolos de recursos y destruyendo sus niveles de excelencia, resultando así que las diferencias en el acceso y calidad a dichos sistemas termina basándose simplemente en una cuestión de capacidad de pago.

De este modo, el orden económico vigente resulta un antihumanismo explícito y  una forma esencial en que se destruye la dirección que el sistema de Naciones Unidas nos ha propuesto a todos los seres humanos como aspiración, futuro y destino, y que ha sido plasmada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Notas:

El texto completo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos puede seguirse en: http://www.un.org/es/universal-declaration-human-rights/

[1]http://silo.net/es/collected_works/letters_to_my_friends

 

(*) Integrante del Instituto de Políticas Públicas «Humanizar». Licenciado en Trabajo Social y Maestrando en Política Social por la Universidad de Buenos Aires.