La indignación ha lanzado a las calles a miles de franceses, matizada de un fervor revolucionario de profundas raíces históricas que en su momento marcaron el devenir de Europa y el mundo. Consciente de que el poder del pueblo permanece ahí, latente y capaz de transformar la escena social y política, el colectivo conocido como “los chalecos amarillos” ha tomado las calles y paulatinamente ha capitalizado la frustración de una sociedad cansada de los retrocesos provocados por las políticas neoliberales del gobierno de Emmanuel Macron, hasta congregar a ciudadanos de todas las tendencias y estratos sociales. El mensaje lanzado al mundo por este movimiento no podría ser más claro: la Revolución no ha muerto.
Las protestas callejeras en Francia comienzan a despertar también una reacción entre quienes están designados para contrarrestarlas. Las imágenes de policías y bomberos dando la espalda a sus mandos para solidarizarse con los manifestantes constituyen una prueba innegable de las fisuras en el muro cada vez más débil de las estructuras política e institucional que rodean a Macron, quien sin duda comienza a percibir claramente las incalculables dimensiones de la crisis provocada por sus decisiones.
Con la atención puesta en las calles de París, otras sociedades en otros en países gobernados por la corrupción y el abuso se han de preguntar cómo hacen los franceses para mostrar tanta audacia y determinación. Porque poner en jaque a un gobierno aliado con los grandes capitales no es cosa fácil; y enfrentar a las fuerzas de choque resulta extremadamente peligroso. En algunas naciones de nuestro continente latinoamericano se han producido movimientos de protesta de gran magnitud en los últimos años, pero ese espíritu revolucionario capaz de derrotar al miedo y la frustración no parece tener la capacidad de permanecer vivo el tiempo suficiente para generar resultados y sostenerlos.
El mensaje emanado de las protestas en el país galo habla de la imperiosa necesidad de unidad. Pueblos divididos entre ricos y pobres, entre nativos y migrantes, entre tendencias políticas opuestas o creencias religiosas hábilmente elaboradas para generar animadversión y rivalidades entre ciudadanos han creado sociedades débiles y vulnerables, incapaces de identificar y proponer objetivos y metas de beneficio común porque están condicionadas para buscar metas y objetivos personales y de grupo.
El gran desafío que propone el pueblo francés es unirse contra un sistema neoliberal que ha resultado en la debilidad endémica de los Estados. Los gobiernos –en especial los más débiles política e institucionalmente- se encuentran frente a las presiones de una superestructura de inmenso poder económico, la cual se ha apoderado del poder político socavando las bases de la democracia y ha convertido a los Estados en cómplices de sus planes. De ese modo y sin mayor oposición, se apoderan de todos los bienes y recursos más valiosos de las naciones para vendérselos de vuelta a sus legítimos dueños a precios de usura: la minería, la agricultura, el agua, el petróleo, la energía y hasta los cultivos nativos transformados, gracias a patentes legalizadas a fuerza de sobornos, en propiedad corporativa.
Unidad es la fórmula y el pueblo francés lo está demostrando con orgullo y valentía. Unidad con la determinación de no permitir a intereses foráneos imponerse sobre los del pueblo, el cual debe decidir el rumbo de su historia. Es una lección de enorme valor en los momentos que vive América Latina y vale la pena tomarla en cuenta.