“El pensamiento es el coraje de la desesperanza” (G. Agamben, 2017)
Por Alejandro Ochoa
El fin de año siempre parece sumarnos en espera de dos eventos concurrentes: la muerte del pasado y el nacimiento del futuro en dimensión planetaria, lo cual se asume como si fuera un acontecimiento. No lo es, nunca lo ha sido.
Pero en Venezuela, esa tierra de “imposibles” en las que convergen la necedad de tantos que se empeñan en decidir sobre su futuro, y los pocos ricos de distinto color que se empeñan en prolongar la explotación de un país al cual se le acosa y amenaza con crisis humanitarias convenientes, la posibilidad de un acontecimiento es casi un ruego colectivo. Definitivamente, algo indica que estamos llegando a una fase de la guerra que es determinante. No la llamaremos económica, cuarta generación o cualquier otro epíteto, pues una guerra que se libra sobre nosotros mismos, en nosotros mismos y, en esa medida, va transformando el campo de combate; es una guerra que deviene en una suerte de disonancia cognitiva. Dos respuestas parece ocupar todo el horizonte de expectativas de quienes mueven los hilos de la guerra: la sublevación espontánea que de lugar a un acontecimiento de consecuencias impredecibles, o la indiferencia desesperanzada de que cualquier cosa será mejor que esta incertidumbre y que concluiría con la caida del gobierno por inanición política, ese modo que ha servido en tantos países para consolidar el fascismo disfrazado de democracia. Pero, el acontecimiento aún no llega. No es poca cosa. Veamos.
La desesperanza cabalgó con éxito en Chile 1973 y en Nicaragua en los 80. Sembrada la desesperanza desde hace tanto tiempo en Venezuela, no termina de florecer a pesar de que el gobierno de turno cada vez más cuenta con menos margen de maniobra. Pero la política, ese arte de lo imposible, no acostumbra dar la respuesta que cada quien espera sino la que en la oscuridad se negocia. En Venezuela, la posibilidad de que se haya dado una negociación encubierta va quedando en evidencia por la ausencia de voces y por las voces destempladas. Es ese el espacio para que ocurra el acontecimiento que permita un cambio de signo en la esperanza. Pero, ¿Cuál es la esperanza?
Una de las esperanzas que comienza a elevarse entre algunos sectores de la sociedad venezolana se refiere a la posibilidad de venganza que comienza a captar adeptos y la aparente necesidad de decirlo abiertamente y con contundencia sin importar con cual bando se identifica. Curioso que aquello que se había logrado aislar en un reducido sector de la oposición golpista, comienza a abrirse paso en las fuerzas que se identifican con el chavismo. Eso y no otro mensaje es el que se puede descifrar en las palabras que cierran la intervención de Escalona: “¿Uds. saben que viene después de la pérdida de fé? El fascismo”. Lamentablemente, hay quienes ven el fascismo como un cuerpo extraño y, en realidad, viene habitando y creciendo desde que la razón política cedió su lugar al dogma militante en muchos estratos de quienes se dicen hacen política en Venezuela. El fascismo no es patrimonio exclusivo de la oposición apátrida venezolana.
Otra de las esperanzas, la que se viene gestando en el discurso de Escalona, es que existe una reserva política capaz de restituir a la transformación del país un camino por andar desde el “ahora” que se vive. Tal posibilidad va creciendo a pesar del empeño en silenciarla y en ubicarla en el lado contrario de la razón de la historia, o en términos más precisos, ajena a la lucha de clases. El modo para avanzar en este curso posible implica tener el coraje de enfrentar que el proceso histórico inaugurado en 1998 no es irreversible ni impoluto. Pero también tiene que perder la inocencia de suponer que es sólo posible con la voluntad mayoritaria de los electores. No es suficiente la mayoría electoral porque hay en la relación con los poderes fácticos la imposición de los pocos vinculados con intereses que van más allá de las fronteras del país. La democracia es el juego que permiten las fuerzas económicas jugar hasta que pierden. Esa es la realidad contundente que se vive en los últimos 20 años en América Latina. Por ello, la desesperanza es el último contratiempo.
Desesperanza no es, en este caso, desesperación. Se trata de la posibilidad de reflexión lo suficientemente potente para percatarse que no se trata de esperar desde una externalidad sino de la construcción desde la propia precariedad y potencia que se encarna en las colectividades que han optado por la construcción agónica de su propio espacio y verdad. Espacio en el sentido de la construcción de formas de vinculación social que presenten y dibujen una vocación hacia la armonía, el reconocimiento a la diferencia no desde la superioridad sino desde una igualdad considerada esencial y no sólo de forma. Su “verdad” entendida no como el dogma que rige las decisiones, sino la apertura con la cual se erige en sujeto político precisamente porque está dispuesto a construir desde la razón que concede la posibilidad de argumentar y ampliar los horizontes. Esto que es válido en lo local, deberá ser expandido a nivel global a partir de alianzas estratégicas con actores de escala semejante y no necesariamente mediados por los mecanismos del estado-nación. Así, las comunas deberán dialogar y construir con sus equivalentes en el resto del mundo desde la dimensión de las prácticas que en esas comunas se dan. Prácticas productivas en lo material, cultural y social que permitan que las innovaciones y avances se compartan desde su realización y no desde su formalización.
Es evidente que esa desesperanza no es la que alientan aquellos que esperan de un pueblo el que se agote golpeando las puertas por las dádivas que siempre serán pocas, insuficientes e ilegítimas de cara a las formas de explotación y poder impuestas por los primeros ladrones. Desde esa dimensión de una lucha de clases trascendente, trasnacional y enraizada en lo local, es posible que después de todo, en la Venezuela desesperanzada de hoy, se enfrente el último contratiempo para asumir la lucha por su propio destino. Golpe certero a la idea de un estado paternalista y omnimodo para dar paso a una sociedad benefactora que asume a los vulnerables como interpelación a todos y a los poderosos como los mayores responsables de saber respetar los márgenes de solidaridad, justicia y construcción colectiva.
Se acabaron los tiempos de andar de esperanza en esperanza para terminar desesperados. Esta desesperanza que ahora se vive, deberá dar lugar a la revolución o será otro tiempo histórico perdido, no sólo para un país en un continente de desigualdades, sino quizás, para la humanidad como unidad. De ese tamaño es el desafío de la humanidad toda en relación con el pueblo venezolano y, del pueblo venezolano con el resto de los pueblos.
A tiempo: La “rebelión de los chalecos amarillos” sugiere una revuelta no contra la globalización sino contra la globalidad. Algo mal huele en Europa y probablemente sea la muerte de la comunidad de naciones.
Emergencias: Crece la sensación de que el proceso político venezolano está por vivir momentos que pueden ser determinantes en los próximos días. El papel del pueblo será determinante para que la política pueda vencer a los perros de la guerra.
Allende: Los tiempos de los pueblos parecen ir a contracorriente del afán de quienes quieren sembrar su «progreso» en nombre de una inevitabilidad que conduce a extinguir al mismo fin del mundo.