Por Nerea Balinot/Ctxt
La industria editorial es mayoritariamente femenina y también compramos y leemos más libros, sin embargo todavía cuesta reconocer la literatura escrita por mujeres
Si la historia del ser humano comienza cuando escribe sobre sí mismo, la literatura –el arte de la expresión verbal– es el lugar en el que crece el deseo colectivo de gritar quiénes somos. Sin embargo, durante cientos de siglos la humanidad solamente ha sido la mitad de sí misma y las mujeres han quedado desplazadas a la marginalidad de la historia. Desde allí, luchan por tener su propio relato; también en literatura.
Sobre el silencio al que han sido condenadas escribió Joanna Russ en Cómo acabar con la escritura de las mujeres (Eds. Barret y Dos Bigotes), un ensayo que analiza las prohibiciones, prejuicios machistas y barreras sociales a las que se enfrentan las escritoras. Aquellas que, superando la pobreza, la falta de formación y el escaso tiempo libre lograron escribir, encontraron siempre un ‘‘pero’’ dispuesto a negar el valor de su obra: no deberían haberlo hecho, son una excepción aislada o la suya no es verdadera literatura.
Cuando los críticos reconocieron que Mary Shelley era la única autora de Frankenstein, sentenciaron que todo su mérito fue ‘‘proporcionar un reflejo pasivo’’ de las fantasías que la rodeaban. Cumbres Borrascosas fue definida como una novela sobre el mal hasta que Emily Brönte admitió su autoría; entonces, se convirtió en una historia de amor. Así, Russ retrata el desprecio con que son recibidas las autoras, denunciando lo difícil que es escribir (y publicar) siendo mujer. El episodio más violento lo vivió, quizás, la escritora Ellen Glasgow cuando presentó su primer libro. Un agente literario intentó violarla y sentenció: ‘‘Es usted demasiado bonita para ser novelista’’.
La literatura de las mujeres ha sobrevivido hasta nuestros días como una excepción. Para Carmen G. de la Cueva, que ha escrito sobre la falta de reconocimiento que sufren las escritoras, ‘‘son como un archipiélago de islas a la deriva desprendidas del continente de la literatura universal’’. Islas perdidas que, además, apenas representan el 5% de la superficie a explorar en bibliotecas, editoriales y librerías.
El catálogo Letras Hispánicas de la editorial Cátedra, por ejemplo, solo incluye a 20 mujeres entre los 350 autores publicados. Por su parte, la editorial Austral, en su colección Clásica de Narrativa, recoge la obra de siete mujeres frente a noventa autores varones. Unas cifras ínfimas que corroboran las estanterías de Clásicos de la Literatura de cualquier librería: la mitad de la humanidad ha sido olvidada.
Personajes secundarios
El problema, explica la escritora Laura Freixas, es el prejuicio que identifica lo universal con lo masculino, asociando a las mujeres con lo específico y accesorio. Así, la literatura de los hombres es vista como la encarnación de la humanidad, mientras que ‘‘parece que nosotras solo escribimos sobre mujeres, para mujeres y, además, mal.’’
La guerra –como experiencia tradicionalmente masculina– se considera un acontecimiento universal, humano e interesante para cualquier lector (aunque apenas ninguno la haya vivido). En cambio, denuncia Freixas, no ocurre lo mismo con la maternidad: ‘‘Más de 300.000 españolas dan a luz cada año y apenas tenemos literatura sobre el embarazo’’. La poca que existe está asociada a la baja cultura de masas, es un ‘‘tema de mujeres’’ y queda devaluado.
‘‘Ningún chico de 15 años va a leer La campana de cristal de Sylvia Plath, pero a muchas adolescentes les van a recomendar El guardián entre el centeno», reflexiona Patricia Escalona, editora y portavoz de la iniciativa Las Mujeres del Libro Paramos. Aunque ambas son novelas de juventud sobre crecer y encontrar un lugar en el mundo, a la literatura escrita por mujeres ‘‘se le achacan sentimentalismos que parecen restarle calidad’’, denuncia.
Frente a estos prejuicios machistas es imprescindible leer a más mujeres y comentar su obra, afirma Cristina Díaz desde Casa de Lectoras Indeseables, un club de lectura feminista que apuesta por ‘‘historias que nos representen y den validez a nuestros relatos’’. Junto a ella construye este espacio Clara Timonel, defensora de la importancia de leer a escritoras que hayan vivido nuestras experiencias y puedan poner palabras a aquello que no comprendemos. Leyéndolas crecemos y, ‘‘en una sociedad que nos quiere pequeñitas, frágiles e insuficientes, esto es muy indeseable’’. Cuando comenzó a tener conciencia feminista, Timonel descubrió que los libros de autores masculinos que había leído estaban llenos de mujeres incompletas, incompetentes o, directamente, falsas. Personajes caricaturescos y arquetípicos, confirma Díaz, como ‘‘la musa, la esposa estorbo y la puta con el corazón de oro’’, que solo están ahí para engrandecer al autor o al personaje principal.
Esta es, para Freixas, una de las grandes diferencias de la literatura escrita por mujeres: aparecen personajes femeninos, tienen protagonismo e, ¡incluso! se relacionan entre sí. Recuerda aquella frase de Virginia Woolf en Una habitación propia imaginando cómo sería la novela del futuro: ‘‘A Chloe le gustaba Olivia, quizás, por primera vez en la historia de la literatura’’. Los lazos entre mujeres –madres, amigas, compañeras…– que van más allá del personaje masculino son historias que no existían, explica, ‘‘y es necesario contarlas’’.
Aún quedan algunas deudas pendientes. Entre ellas, la de romper tabúes literarios como la sexualidad femenina, la menstruación o el embarazo no deseado. Freixas menciona un diario de Sylvia Plath en el que lamenta: ‘‘Horror ante la posibilidad de estar embarazada (…) Lo peor de todo: odio al intruso’’. La idea de publicar aquellas palabras resultaba inconcebible entonces y, quizás, siga siéndolo ahora. Para Joanna Russ, las mujeres aún no pueden escribir sobre lo que quieran sin ser rechazadas. El canon literario ha expulsado los temas asociados a lo femenino, las escritoras han desaparecido de la memoria colectiva y sus obras están ‘‘metidas en cajas en los almacenes de las bibliotecas o descatalogadas’’, denuncia Clara Timonel. Es la consecuencia lógica de una educación llena de referentes masculinos, añade Freixas. Desde el colegio hasta la Universidad hemos aprendido a leer a los hombres, a conocer sus códigos, a reconocernos en sus obras… Ellos, en cambio, ‘‘se han olvidado completamente de nuestra existencia’’.
Una ‘habitación propia’ para la literatura de mujeres
Durante años, las escritoras han reivindicado esa habitación propia que describió Virginia Woolf como el espacio necesario para escribir. Ahora, su mayor desafío es rescatar a las autoras del olvido y crear una habitación común donde sus obras puedan perdurar.
‘‘Mientras se entierre la memoria de nuestras predecesoras y se asuma que no hay ninguna, cada generación de mujeres se enfrentará a la carga de hacerlo todo por primera vez’’. Así definió Joanna Russ algunos de los métodos más efectivos para acabar con la escritura de las mujeres: el olvido, el aislamiento y la falta de referentes.
Frente a esto, Laura Freixas destaca la importancia de crear espacios propios de autoras para estudiarlas en su contexto. Y sostiene que ‘‘las antologías poéticas de mujeres o los libros de relatos de escritoras no son un gueto’’, como tampoco lo son las generaciones literarias o los cuentos de autores jóvenes. Defender esto no significa renunciar a formar parte del canon literario. Aunque reconoce que es muy frustrante pasarse la vida intentando que los hombres las incluyan en sus colecciones, ‘‘el poder está ahí y hay que luchar por ello’’.
Para Patricia Escalona, portavoz de Las Mujeres del Libro Paramos, es absurdo y anacrónico vincular libros y autoras bajo la etiqueta literatura de mujeres; cada una tiene sus temas, sus obsesiones y su universo. ‘‘Basta ya. No somos una minoría, somos la mitad discriminada de la población’’, añade. Desde su plataforma luchan para que las obras escritas por mujeres tengan tanto valor como las escritas por hombres y denuncian las desigualdades que sufren. Entre ellas, la brecha salarial: en una industria en la que las mujeres –escritoras, editoras, libreras…– son el 80%, apenas ocupan un 20% de los puestos de poder.
Ambas defienden la necesidad de políticas paritarias como las cuotas en el ámbito cultural. Esto no representa, como afirman sus detractores, un empobrecimiento de la calidad literaria. ‘‘Quien piense que las cuotas devalúan es porque piensa que las mujeres devalúan’’, responde Freixas. Uno de los objetivos de Clásicas y Modernas, la asociación cultural de la que es fundadora, es denunciar aquellos espacios en los que no hay una sola mujer. Y plantearse el porqué. Mientras que los hombres parecen merecer siempre el espacio que ocupan –hasta en un 90%–, las pocas mujeres incluidas son vistas con desconfianza.
‘‘Siempre hemos sido consideradas intrusas’’, afirma. Especialmente, en los premios de mayor prestigio literario. Solamente catorce mujeres han ganado el Premio Nobel de Literatura –frente a cien hombres– y, en España, Ida Vitale se ha convertido en la quinta mujer galardonada con el Premio Cervantes. Para recuperar el reconocimiento institucional, recuerda Freixas, solo es necesario aplicar el artículo 26 de la ley de igualdad de 2007. En él, se estipula que todos los organismos culturales públicos deben ser paritarios; también, la RAE, donde solo hay 8 mujeres entre 46 académicos.
Desde el punto de vista comercial, en cambio, estamos viviendo un boom feminista. Así lo perciben en la Librería Mujeres, un espacio feminista que cumple 40 años en Madrid. El pasado 8 de marzo, explica Dunia Alzard, fue un punto de inflexión. Y, ‘‘aunque existe una tendencia mainstream de convertir el feminismo en un movimiento pop, hay generaciones jóvenes muy concienciadas’’. Lo importante no es si llegan por moda o curiosidad, añade, sino ‘‘recomendarles literatura de calidad’’.
No podemos olvidar a todas las mujeres que han hecho posible este éxito, recuerdan Clara Timonel y Cristina Díaz. Por eso reivindican el trabajo que llevan años realizando editoriales independientes y cooperativas como la editorial Melusina –que publicó Teoría King Kong, de Virginie Despentes- o Ediciones Torremozas –especializados en rescatar autoras olvidadas–. Desde que el movimiento empezó a ser capitalizable en masa, denuncian, su trabajo ‘‘está siendo usurpado descaradamente’’.
La Casa de Lectoras Indeseables, la asociación Clásicas y Modernas, la plataforma Las Mujeres del Libro Paramos o la librería Mujeres son algunas de esas habitaciones comunes donde la literatura de las mujeres encuentra refugio. ‘‘Necesitamos hermanarnos, crear redes para compartir recursos y aprender las unas de las otras’’, defiende Clara Timonel. Un trabajo que es imprescindible realizar colectivamente porque el poder, confirma Freixas, se tiene en grupo.
Joanna Russ afirmó que las escritoras han habitado siempre en los márgenes de la literatura. El canon –masculino y blanco– es un centro completamente distorsionado; un ‘‘centro muerto’’ que no puede explicar el mundo. Para romperlo, Freixas propone conocer a nuestras contemporáneas, rescatar a las escritoras del pasado y crear una continuidad entre ambas. Solo así, concluye Timonel, podremos construir una ‘‘genealogía con muchas raíces que perdure en el tiempo’’. Este es el relato propio de las mujeres: una historia de reivindicación.