Por Sandra Russo
En un texto oscuro, entretejido como un bosque, más cercano a la prosa poética que a lo narrativo, Clarice Lispector describió el miedo de las mujeres. “A favor del miedo”, se llama, y fue escrito en l967. No es un texto a favor del miedo en general, sino el que nos hace percibir a las mujeres una amenaza. Es el miedo el que nos hizo astutas. No habla tampoco del miedo en general, sino del miedo a los hombres. “Estoy segura de que en la Edad de Piedra fui sin duda maltratada por el amor de algún hombre. De ese tiempo data cierto pavor que es secreto”.
Es un texto de género, porque no habla de ella, y sesentista, es decir recién nacido a la conciencia feminista ampliada aunque no masiva. Habla, como recién decía, sobre un miedo particular que se parece al pavor y que es secreto. Ese es el grito que se escucha hoy. Suena fuerte porque rompe el secreto. El núcleo del texto permite inferir que ese maltrato termina en femicidio.
“Cierta noche cálida, estaba conversando cortésmente con un caballero que era civilizado, de traje oscuro y uñas prolijas. Estaba a la sombra y comiendo unas frutas frescas. Y he aquí que el hombre dice: ´¿Vamos a dar un paseo’´? No. Voy a decir la verdad. Lo que él dijo fue ´paseíto´ (…) ¿Quién, en la Edad de Piedra, me llevó a un paseíto del que nunca volví porque me quedé viviendo allá?”.
En el texto Lispector imbrica la palabra “paseíto”, la invitación al “paseíto”, con la muerte. Es que siempre, desde la Edad de Piedra que metaforiza ella, millones de hombres han invitado a millones de niñas y mujeres a dar un “paseíto” y era esa forma diminutiva, desdramatizadora, seductora, la que daba indicios de que esos hombres tenían en sus mentes o en sus cuerpos la intensión de hacer algo en ese “paseíto”, algo atroz con esa mujer que estaba tranquila y comiendo frutas frescas cuando la conocieron.
Traigo ese hermoso texto aquí porque, efectivamente, la lluvia torrencial de denuncias sobre violaciones, abusos y malos tratos que hacen mujeres conocidas y mujeres anónimas en un crescendo que esta vez tuvo como nuevo punto de partida la denuncia de Thelma Fardin, expresa entre otras cosas el hartazgo existencial de la mitad del mundo, que somos las mujeres. Estamos hartas del pavor. Todas. Pero las que han liberado sus gargantas son las mujeres jóvenes y las adolescentes, han sido ellas las que fueron adelante con su defensa del deseo. Y fue posible, y ésa fue la palanca que puso todo a andar, gracias, como lúcidamente dijo Rita Segato hace unos días en una entrevista que Mariana Carbajal le hizo para este diario, gracias que el príncipe valiente fueron otras mujeres.
Cuando niñas, adolescentes y mujeres dicen que se quieren sacar de encima el miedo, cuando pelean para ir vestidas como se les antoje, cuando insisten en que no quieren ser piropeadas, cuando estallan en los colectivos, los trenes, los subtes si algún degenerado las manosea o se masturba, cuando gritan que son fuertes y están juntas, en un mismo movimiento están denunciando el pavor en el que vivieron sus madres, sus abuelas, sus bisabuelas y todo su linaje, desde el principio de los tiempos, pero porque lo que quieren es desear. Ser libres del miedo para poder desear. Porque de eso hemos sido privadas por un sistema que si deseamos nos castiga.
Muchos varones que no son ni abusadores ni maltratadores se sienten molestos con las denuncias. Como si en el imaginario simbólico masculino latiera todavía el vago recuerdo de ese hombre que invitó a la niña a dar un “paseíto”. Es que a todos les ha llegado, desde la misma Edad de Piedra de la que habla Lispector, un mandato. Muchos se han rebelado y lo han roto, pero el sistema sigue funcionando con “paseítos”, es decir: con la atracción devenida y malograda y convertida en degradación. Cómo ser un hombre y qué es un hombre, incluía en una de sus páginas la posibilidad de ese tipo de invitación. Los hombres tienen pendientes sus propias luchas para sacarse de encima esas órdenes culturales que los obligan a demostrar todo el tiempo su potencia. Tienen que reflexionar cuándo y por qué se sienten hombres, eliminando esa violencia intrínseca de la cultura que ofrece resistencia. Tienen pendientes también su derecho a la dulzura y a la bondad, su derecho a no competir toda la vida con otros hombres para medir sus muestras de virilidad, vigor y éxito.
En la década del 60, cuando Lispector escribió ese texto, comenzaba a virar la idea de los atributos femeninos. Surgieron muchas psicoanalistas notables que discutieron a Freud, sobre todo su idea de la envidia del pene (del falo, que en realidad nunca fue el pene) como si el falo fuera el centro de un deseo no sólo masculino y las mujeres careciéramos de nuestras propias referencias corporales para instalar nuestra idea del placer.
La palabra “fálica” enchastraba el significado de lo que deseábamos. Queríamos el acceso al poder. Queríamos dejar de ser las niñas expuestas a la invitación al “paseíto” para entrar y salir y viajar y caminar tranquilas y sin miedo de parecerle indefensa y deseable a cualquiera que pasara, porque no era extraordinario sino frecuente que lo masculino se volviera amenazante. Hoy ese deseo de las mujeres está abierto y es la fuente en la que meten las patas las que se niegan terminantemente a seguir aceptando que por ser mujeres nosotras o nuestras hijas o las demás corremos el riesgo de no regresar a casa. Ese deseo no se agota en que dejen de abusar y violar mujeres, ni a que dejen de matarlas como a moscas. Es un deseo que recién podrá desplegarse y florecer cuando nuestras vidas dejen de estar interferidas por la violencia que otras generaciones de mujeres también aceptaron como “lo normal”, y podamos darle rienda suelta a lo que el patriarcado dejó obstruido y penalizado.
Esta desnaturalización global y vertiginosa de la violencia sobre los cuerpos y las psiquis de las mujeres hace temblar una estantería que está en pie desde hace siglos, porque el patriarcado ha sido, en todas las épocas y en todas las culturas, la primera cruzada colonizadora de la humanidad. Es tan antigua la dominación, es tan interna, que la Edad de Piedra de Lispector sirve de referencia. “Quien tiene razón es este corazón mío indirecto, aunque los hechos inmediatamente me desmientan. Paseíto suena a muerte segura, y la cara espantada está con un ojo sin brillo que mira a la luna llena de sí”.