Por Álvaro Guzmán Bastida | Ignasi Gozalo Salellas | Héctor Muniente Sariñena /CTXT
El mundo parece decidido a dejar a Joseph Stiglitz fuera de juego. Después de asesorar al gobierno de Bill Clinton y liderar el Banco Mundial a mediados y finales de los años noventa, y de ganar un Premio Nobel en 2001, el economista de la Universidad de Columbia pasó a ser uno de los críticos más agudos tanto del abandono de la clase trabajadora por parte del Partido Demócrata como –de manera clave– de las desigualdades y desequilibrios de poder originados por la globalización en los países del Sur. En estas apareció Donald Trump. Y Stiglitz volvió a estar a la altura de las circunstancias, profundizando y ensanchando si cabe el nivel de su crítica. ¿Cómo es posible que el mismo sistema contra el que había arremetido por dejar de lado a los pobres de África y los campesinos de América Latina alumbrara una monstruosidad política que decía hablar en nombre de los “olvidados” de Estados Unidos? ¿Podía ser América la perdedora de un sistema que creó y se esforzó en imponer? Stiglitz, que ha actualizado su libro más influyente, El Malestar de la globalización para abordar tamañas novedades, recibe a CTXT en su oficina del norte de Manhattan para departir sobre la guerra comercial con China, la insuficiencia de un análisis geopolítico de la globalización que deje de lado cuestiones de clase y la urgencia de la protección social como antídoto al ascenso de reaccionarios y neoproteccionistas.
–La última vez que hablamos, en la primavera de 2016, tenía mucho que decir sobre la crisis de la desigualdad en Estados Unidos, las fallas de la recuperación tras la crisis económica. Sin duda, el gran acontecimiento tras aquella conversación fue el ascenso político de Donald Trump. ¿Cree que este tiene una explicación económica? ¿Cuál es, por así decirlo, el sustrato material en el que echó raíces Trump?
–Cualquier cosa tan compleja como Trump no puede explicarse sólo a través de la economía. Pero sí creo que hay un factor económico subyacente, y es la realidad de la que ya hablaba entonces y que ha empeorado desde entonces: a grandes sectores de la sociedad estadounidense, en especial de los hombres estadounidenses, no les ha ido bien últimamente. Por ejemplo, los ingresos medios de los trabajadores hombres a tiempo completo –y quienes trabajan a tiempo completo tienen suerte hoy en día– son más bajos hoy que hace cuarenta y dos años. Los salarios reales de la gente de abajo están al mismo nivel que hace sesenta años. Son estadísticas demoledoras, que reflejan medio siglo de estancamiento para sectores muy amplios del país, mientras que a unos pocos de arriba les ha ido muy, pero que muy bien. Antes prácticamente todos los jóvenes podían esperar vivir mejor que sus padres. Hoy sólo la mitad de los jóvenes puede hacerlo. De modo que, para la mayoría de los estadounidenses, la noción de progreso se ha esfumado.
Los niveles de salud, de esperanza de vida, de EE.UU. están decayendo. Y entre los hombres blancos que no tienen estudios universitarios, el declive es aún más abrupto. Gran parte de esto se debe a lo que Anne Case y Angus Deaton llaman “muertes por desesperación”: suicidios, sobredosis de drogas, alcoholismo. Estos son síntomas extremos de una enfermedad social, y por debajo de todo esto subyace el proceso de desindustrialización que ha dejado abandonado a gran parte de Estados Unidos.
El momento decisivo de esta historia quizá fuera la última crisis financiera, porque supuso el golpe definitivo a la industria. La gente perdió su casa, su empleo. Perdió la esperanza. Y, al mismo tiempo que sucedía esto, el Estado gastó cientos de miles de millones de dólares en rescatar a los banqueros que habían causado el problema. Era inevitable que surgiera el mantra de “el partido está amañado”. Y lo hizo por la izquierda –con el movimiento Occupy Wall Street– y por la derecha, con Trump.
–Resulta curioso que triunfe un mensaje que presenta a EE.UU. como el perdedor de la globalización. Como usted mismo señala, Estados Unidos sigue siendo el poder hegemónico mundial, tiene una supremacía militar a escala global sin precedentes y es el único país con poder de veto en el Fondo Monetario Internacional. ¿De verdad es el perdedor de la globalización?
–No. Eso es lo que dice Trump, pero Trump es famoso por su enorme ignorancia y no entiende absolutamente nada, exceptuando su intuición sobre los lamentos subyacentes, y cómo jugar con las ansiedades de la gente. De modo que decir “los tratados comerciales son injustos” forma parte de ese echar la culpa a los otros. Yo he visto cómo se negociaban todos esos acuerdos y una cosa está clarísima: los Estados Unidos dictan en esencia los términos de esos acuerdos. Son tratados diseñados por EE.UU.
–También conecta el ascenso de Trump con una suerte de retroceso global en la influencia de EE.UU., medida con parámetros tan dispares como el poder blando o el equilibrio de poderes económicos. ¿Es Trump un síntoma del declive imperial estadounidense?
–Es posible ver la coyuntura actual como nuestro “momento Tucídides”, aquel en el que Persia entró en declive en relación con Grecia en un momento de gran agitación global, de conflicto. Y hay síntomas de eso que estaban presentes ya con Obama. Sin ir más lejos, el Acuerdo Transpacífico (TPP, en sus siglas en inglés), un tratado comercial urdido para contener el poder de China estuvo francamente mal diseñado. No era un buen acuerdo comercial, ni siquiera desde le punto de vista de EE.UU.
La geoeconomía y la geopolítica nos dicen que China ha pasado de ser un país muy pequeño a tener poder adquisitivo que ya es –en términos reales– mayor que el de Estados Unidos. Pero incluso medido en los parámetros de tipo de cambio habituales, en treinta años su economía será mucho más grande que la de EE.UU. De pronto, la gente se despierta ante una realidad nueva: desde la caída del Muro de Berlín hasta la caída de Lehman Brothers, dominamos el mundo. Y ahora el modelo estadounidense no tiene el brillo ni el dominio que tuvo durante ese largo periodo.
–Gran parte de su análisis de la globalización hasta la elección de Trump se centraba en los efectos negativos de esta, en especial en el Sur del planeta y en los países en desarrollo. Y en esto irrumpe Trump quien, según usted “lanza una granada de mano al sistema económico global”. Habrá algunos –incluso entre quienes leen y admiran su trabajo– que digan, “¿y qué tiene eso de malo? Que se hunda un sistema que ha creado tantas injusticias” ¿Qué se les escapa a quienes piensan así?
–La llegada de Trump ha hecho a mucha gente repensar cuidadosamente qué tiene de bueno y de malo la globalización. Cuando uno ve en peligro un sistema, empieza a valorarlo. Setecientos cuarenta millones de chinos han salido de la pobreza, el movimiento más grande de gente que abandona la pobreza en un periodo tan corto de tiempo probablemente de la historia de la humanidad. Y la globalización ha jugado un papel muy importante en ese proceso. El crecimiento de la clase media en África, India, China… Ahí también ha tenido mucho que ver la globalización. De acuerdo con algunos parámetros, la desigualdad a nivel global ha descendido. Y ahí, de nuevo, la globalización ha jugado un papel importante, pese a que la desigualdad haya aumentado mucho en EE.UU. o en Europa.
Pero por encima de eso, la manera de pensar en ello es la siguiente: no concebimos la posibilidad de gobernar nuestras economías nacionales sin un Estado de derecho. Si vamos a comerciar, necesitamos reglas. La alternativa a un sistema basado en reglas es la ley de la jungla. Dicho esto, en nuestras democracias, siempre luchamos por conseguir las leyes adecuadas. El feudalismo era un Estado de derecho, pero no era un Estado de derecho demasiado bueno, sino que otorgaba todo el poder a unas pocas personas que tenían una enorme capacidad para abusar de él. Lo mismo sucede en el sector financiero, donde reina el abuso de poder, o con el poder de mercado, que es abuso de poder. Conocemos cómo se redactan leyes que dan ventaja a la minoría a expensas de la mayoría, pero en nuestras democracias, luchamos para tener marcos legales que protegen a los débiles frente a los fuertes y por tener un estado de derecho justo. Y eso es lo que estoy empeñado en lograr a escala global.
–¿Quiere decir que la manera en la que Trump, y tantos otros a izquierda y derecha, observan la globalización, enfrentando a unos países con otros, es miope? ¿Propone un análisis más ‘de clase’ para entender la globalización?
–En primer lugar, digo, sí, es un análisis más ‘de clase’. Se le puede llamar de clase o de intereses corporativos contra intereses de los trabajadores, pero va muy en esa línea. Es esa la división que viene operando a nivel global. Pero también digo que la idea de Trump de que el mundo es, en definitiva, un juego de suma cero es fundamentalmente errónea. Si gestionamos la globalización de la manera adecuada, es un juego de suma positiva. Si China crece comprará más bienes nuestros y nos irá mejor al poder comprar más bienes suyos, así que seremos más prósperos tanto ellos como nosotros.
–En su crítica a los cuarenta años de globalización y el malestar que genera, ahora desde una perspectiva diferente, escribe sobre cómo la noción hegemónica de ‘libre comercio’ impulsada por derecha e izquierda en todo el mundo es en realidad confusa. Habla, en su lugar, del ‘comercio dirigido’. ¿Dirigido por quién? ¿Para lograr qué?
–La manera en la que intento resumirlo es la siguiente: si realmente tuviéramos libre comercio, sería muy sencillo. Se eliminan todas las barreras al comercio, los aranceles, los subsidios. Si se tratara de eso, los acuerdos serían muy cortos. En las recientes negociaciones para revisar el NAFTA, se eliminó directamente la expresión “libre comercio”. Al menos en eso Trump ha sido honesto: este asunto tiene que ver con todo menos con el libre comercio. Por fin reconocen que estamos ante un comercio dirigido para favorecer ciertos intereses particulares.
Ni siquiera está claro que los trabajadores del automóvil vayan a salir beneficiados. Los costes de las empresas automovilísticas van a aumentar. Y esos aumentos en costes van a verse reflejados en los precios, por lo que la demanda de coches estadounidenses descenderá, al ser estos menos competitivos así que no está claro quién saldrá ganando con todo esto. Tampoco lo está en el asunto de los aranceles sobre el acero: los consumidores de acero van a empobrecerse, y hay muchos más trabajadores que utilizan el acero que aquellos que lo producen, así que los trabajadores en su conjunto van a empobrecerse.
–Detengámonos por un segundo en esa gente que dice que ha sufrido los daños de la globalización en sus carnes. ¿Cree que Trump cumplirá lo que prometió a esa gente?
–No, no. En absoluto. Van a empobrecerse y ya estamos empezando a verlo. Su reforma fiscal va a aumentar los impuestos para la mayoría de gente del segundo, tercer y cuarto quintil cuando se termine de implementar; es decir, para la clase media. Otros trece millones de estadounidenses van a quedarse sin sanidad por culpa de esta reforma fiscal, en un país en el que la esperanza de vida ya está en declive. El déficit comercial está alcanzando nuevas cotas, en parte por culpa de las políticas macroeconómicas que Trump está implementando.
Ahora bien, la parte positiva de todo eso es que estimula la economía, al menos a corto plazo. No es sostenible, pero se ha estimulado la economía, y el desempleo ha bajado. Y quizá, llegados a cierto punto, eso haga que suban los salarios un poco. Es algo que empezamos a ver, pero resulta notable lo mal que están las cosas en lo relativo a los salarios. Y eso se debe a que, incluso con el estímulo que se ha generado, ¿quiénes son los ganadores de la reforma fiscal? Los promotores inmobiliarios. ¿Y quiénes son los grandes perdedores? La educación y los gobiernos locales.
–Pero usted también ha dicho que el proyecto de reindustrializar EE.UU. o cualquier otro país del centro desarrollado de Occidente es algo anacrónico.
–Exacto. La productividad en la industria ha superado en tanto a los niveles de demanda que el empleo en manufactura a nivel global está descendiendo. Somos víctimas de nuestro propio éxito. Hace sólo 75 o 100 años, era necesaria el 70% de la población para producir la comida necesaria para alimentarnos. Hoy, basta con el 2 o el 3%. Nadie diría: “Para que la economía avance, el 70% de la población debería volver a las granjas”. No podemos hacer eso, ni debemos, y yo veo la manufactura de la misma manera. El desempleo en EE.UU. se reduce hasta el 8 o 9% y puede que aumente algo el nivel de producción industrial, pero la harán los robots. No va a crecer el empleo en ese sector. Esa es la realidad económica, y me gustaría que nos centrásemos en crear una economía para el siglo veintiuno, y no remontarnos a otro momento histórico y empeñarnos en hacer algo que no es posible.
–Ha mencionado un par de veces a China, así como los efectos que podría tener un aumento del comercio con una China cada vez más poderosa. China es también la mayor tenedora de la deuda estadounidense. ¿Nos aproximamos a una guerra comercial global con China?
–Sí, desgraciadamente. Yo fui muy ingenuo al pensar, como tantos, “¿cómo van a dejar que suceda algo así las grandes empresas, que son las que gobiernan EE.UU. desde hace mucho tiempo?” Esas empresas se cuentan entre las perdedoras de todo esto. Pero en los tiempos que corren hay que dejar a un lado todas las teorías políticas y sí, Trump, parece decidido a llevarnos inexorablemente a una guerra comercial. Y la manera en la que lo está haciendo me lleva a pensar que durará mucho tiempo. Lo digo por lo siguiente: hace demandas a las que China no puede acceder.
Históricamente, EE.UU. ha pedido a China que abra sus mercados de seguros y financieros, y es algo que China podría llegar a aceptar. Hay mucho que negociar, pero se puede transigir y llegar a acuerdos. Pero hoy EE.UU. exige a China que renuncie a sus objetivos de convertirse en un país avanzado para 2025. Ningún país aceptaría esa demanda.
–¿Cuáles serían las consecuencias de una guerra comercial entre EE.UU. y China?
–Somos países enormemente interdependientes. El motivo por el que compramos tanta ropa y otros artículos de China es porque resulta mucho más barato. Lo que sucederá es que compraremos productos textiles de otros países, no que los fabriquemos en EE.UU. Puede que tengamos robots fabricando productos textiles, pero no demasiados. Simplemente, se los compraremos a Bangladesh, Sri Lanka o Vietnam. Esto no va a resultarles de ayuda a los trabajadores estadounidenses. Simplemente, nuestros consumidores pagarán más caro, de manera que no tendremos más empleo, sino más gastos. Hasta un 10 o 20%.
–Ha dicho antes algo sobre que no esperaba que esto sucediera porque las grandes empresas no lo querrían, y estas tienen un poder desmedido en EE.UU. Es cierto que Trump no era el candidato favorito de Wall Street o Silicon Valley, pero resulta difícil imaginárselo gobernando contra la gente que financia a su partido. ¿Estamos ante una ruptura dentro de la clase dominante de EE.UU.?
–Bueno, hay un par de aspectos interesantes en este asunto. Las grandes corporaciones estadounidenses han estado bastante más calladas en torno a esto de lo que me hubiera podido imaginar. Y hay dos hipótesis sobre el por qué: una es que le tienen miedo a Trump, a sus tuits. La otra es que, durante veinte años, han visto a China como una mina de oro. Podían producir allí pagando salarios bajos, sin tener que atenerse a ningún estándar medioambiental y con competencia muy limitada. Eso ha cambiado. Los controles medioambientales han aumentado, los sueldos han subido, y la competencia dentro de China se ha acrecentado, de modo que ya no están ante la mina de oro de antaño.
Pero sí que hay una división, una ruptura, en el seno del Partido Republicano. Es algo que vemos de manera más vociferante en lo que atañe a los hermanos Koch, los multimillonarios donantes del Tea Party. Son grandes adalides de salir del acuerdo climático de París, de deshacerse de todo tipo de regulaciones, pero también son decididamente internacionalistas.
–¿Cree que Trump está abriendo una camino político nuevo en lo relativo al sistema global? ¿O vivimos un impás entre los últimos cuarenta años de globalización y una nueva etapa?
–No. Creo que Trump representa una versión inequívocamente estadounidense de lo que es una tendencia global de nativismo envuelto en sí mismo, antiinmigrante y escéptico para con la globalización, pero nadie quiere vivir sin su iPhone, ni pagar un 50% más por su ropa. Así que no creo que nos repleguemos de la globalización tal y como la conocemos. Sin embargo, está claro que ya hemos obtenido la mayoría de los beneficios de la integración global y los próximos pasos muy probablemente no sean tan fructíferos, sino que pueden resultar los más duros.
–Este giro neoproteccionista, desde Trump al ‘Brexit’, tiene su faceta comercial, pero también cuenta con un componente de gran hostilidad a la inmigración, que se propone criminalizar y limitar. ¿Qué consecuencias económicas tendrán esas políticas?
–De una manera u otra, esas políticas suponen una vuelta a algo que fue central en el Partido Republicano durante mucho tiempo: el aislacionismo, el hacer que América se repliegue sobre sí misma. Pero estamos hablando del periodo anterior a las dos guerras mundiales, antes de que EE.UU. se convirtiera en el poder global que es hoy en día. EE.UU. ha jugado un papel clave en el intento de coordinar la globalización, de apoyar un sistema basado en las reglas del juego, por mucho que yo no esté de acuerdo con las reglas que se ha tratado de imponer al resto. Y si, en lugar de hacer eso, EE.UU. se vuelve una potencia aislacionista y enemiga del derecho internacional, eso tendrá consecuencias profundas para el avance del Estado de derecho a nivel mundial. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, para bien o para mal, estuvimos en el centro de todo. Y ahora, con Trump, parece que nos retiramos.
–Tras escuchar su análisis sobre cómo las grandes empresas se benefician de la globalización a expensas de los trabajadores, o de cómo los hermanos Koch son partidarios del internacionalismo, algunos podrían verse tentados por propuestas que pasen por un programa progresista que incluya ciertos elementos proteccionistas. Entiendo que usted está en contra de esta vía progresista-proteccionista. ¿Por qué?
–Lo que necesitamos es protección social sin proteccionismo. Me importan la protección social y mantener una economía dinámica, que se reenfoque hacia sectores más dinámicos. Y eso requiere políticas de empleo activas, políticas industriales y protección social. Los países no pueden quedarse a merced del capital que entra y sale de la noche al día. Cuando decía que las reglas del juego las han diseñado las corporaciones, ese es un buen ejemplo. Creo que debemos gestionar la globalización, incluidos sus riesgos, lo cual implica reconocer que no todo el mundo se va a beneficiar de ella. Debemos asegurarnos de que la manera en que la gestionamos beneficia a la mayoría.
–¿Cómo se derrota, pues, no sólo a Trump sino al ‘trumpismo’? ¿Qué hacer?
–Para mí, la respuesta es la agenda progresista socialdemócrata. La gente no va a tener confianza si lo que le decimos es: “No se preocupe por el comercio; protegeremos su puesto de trabajo”. Eso ya no resulta creíble. Quizá lo hubiera sido hace cuarenta años; hoy ya no. En cambio, si lo que se presenta es un marco económico de lo que llamamos estado de bienestar y se plantea que, pese a la globalización, pese a los cambios tecnológicos, tendrás que trabajar pero a cambio te garantizamos un alto grado de protección, la gente será mucho más receptiva. Y creo que otra clave pasa por aumentar el grado de apertura y transparencia democrática en nuestros gobiernos, porque demasiados de estos acuerdos se gestan en secreto y sin una discusión pública adecuada.
Lo fundamental es que la gente entienda que el Estado se preocupa por ella y está comprometido con asegurarse de que todo el mundo en nuestro país pueda alcanzar un nivel de vida de clase media, siempre que estén dispuestos a trabajar, y que a cambio les garantizaremos un empleo, una capacitación, les garantizaremos las oportunidades. La protección social le da a la gente la confianza necesaria para estar abierta no solo a la globalización, sino también a los retos que se vienen con los cambios tecnológicos del futuro.