Por Patricio Zamorano
Un espejo de dos caras, una bella, otra magullada. Trump mantuvo este 6 de noviembre el Senado bajo control del Partido Republicano. Pero eso estaba dentro de todas las proyecciones y con eso se asegura una ventaja para aprobar nombramientos de cargos políticos clave, incluyendo la Corte Suprema.
Pero la gravedad de lo que pasó esta noche de elecciones de medio término el pasado 6 de noviembre, lo había advertido el propio Trump a sus seguidores a plena garganta durante la campaña recién pasada: “¡Si me hacen impeachment, será culpa de ustedes!”, gritaba impávido ante sus adherentes. Se refería a lo concreto: la pérdida esta semana de la mayoría de la Casa de Representantes (equivalente a la Cámara de Diputados), implica dejar la puerta abierta a iniciar un proceso de acusación constitucional contra Trump. La Constitución dice que una mayoría simple basta para iniciar el juicio político.
Es cierto que las condiciones de expulsarlo son aún inexistentes, pues el Senado debe aprobar en segunda instancia la salida del millonario de la Presidencia con dos tercios de los votos. Pero el Partido Demócrata puede en ese voto de simple mayoría iniciar una pesadilla política contra Trump que paralizará el accionar político del mandatario por los dos años que le restan. Quizás nunca hayan dos tercios de votos del Senado, pero un proceso sistemático de acusación constitucional, que funciona como un juicio legal-político de los congresistas, dejará ante la luz pública todo el mundo de irregularidades, crímenes y corrupción que el gobierno de Trump se empeña en mantener bajo siete llaves. En un escenario sin acusación constitucional, la debacle es similar: la Cámara Baja dominada por los demócratas, recuperará su rol fiscalizador, y todos los comités comenzarán procesos político-judiciales con fuerza legal, para convocar a testigos bajo pena de perjurio, perseguir y denunciar crímenes, citar a los ministros a declarar, y mantener la Casa Blanca de Trump bajo permanente presión defensiva. Hay tantos hechos irregulares dentro de la Presidencia de Trump, que esta nueva Cámara demócrata no dará abasto para todas las investigaciones que se harán necesarias. Y Trump puede ya olvidarse de poder aprobar leyes a favor de su agenda, o financiar sus proyectos.
Hasta ahora, las pistas de escándalo tras escándalo son abismantes. Varios ex asesores de Trump están en la cárcel, ya condenados, o en medio de procesos judiciales, incluyendo a su ex jefe de campaña, Paul Manafort, acusado de crímenes tributarios y lavado de dinero. Y su abogado personal y confidente, Michael Cohen, acusado de crímenes electorales en el caso del pago, durante la campaña presidencial de 2016, a una actriz porno para silenciar su aventura sexual con Trump. Y ni siquiera comienzan los procesos intensos de órdenes de arresto del caso de colusión rusa-Trump que el FBI, con el fiscal Robert Muller a la cabeza, están investigando.
Pero las elecciones del 6 de noviembre fueron más allá de lo político y se transformaron en un fuerte contra-Golpe cultural y moral de muchos sectores de la población. La impunidad simbólica que Trump tuvo durante la campaña de 2016 y que lo trajo a la presidencia pese a sus expresiones misóginas, xenófobas y racistas, terminaron por sepultarlo dos años más tarde. En efecto, el hecho de que una vez alcanzado el poder, Trump siguiera siendo Trump, y siempre en permanente tono de campaña electoral, fue provocando que mucho voto independiente, que le había perdonado sus exabruptos morales, ahora terminara por darle vuelta la espalda. El resultado es clarísimo: récord de mujeres elegidas (¡más de 100!, la más alta cifra de congresistas elegidas en la historia), incluyendo grupos que el propio Trump ha atacado personalmente, como la comunidad LGTBQ que eligió al primer gobernador abiertamente gay, Jared Polis. O las primeras congresistas musulmanas, Rashida Tlaib y Ilhan Omar (esta última, ¡oh ironía!, inmigrante refugiada de Somalia). O las dos primeras mujeres indígenas congresistas, Sharice Davids y Deb Haaland. Muchas mujeres fueron elegidas por primera vez como gobernadoras en varios estados, entre ellas, incluso republicanas como en el conservador estado de Arizona. Y una latina-símbolo, la congresista más joven de la historia, la portorriqueña Alexandria Ocasio-Cortez, que a los 29 años es elegida como parte del partido “Socialistas Demócratas de Estados Unidos”, cercano al Partido Demócrata, representando al propio New York de Donald Trump.
La campaña febril de Trump en estos últimos meses, donde incluso profundizó en las ofensas contra grupos minoritarios, satanizó a los inmigrantes y a la caravana de centroamericanos, donde denunció que un triunfo demócrata traería violencia y caos socialista al país, y donde manipuló y derechamente mintió en innumerables puntos de la agenda (los observatorios mediáticos recopilaron decenas de mentiras diarias del mandatario), provocó dos efectos.
Primero, atomizó y potenció aún más a su electorado ultra-conservador, radicalizándolo pero encapsulándolo en un nicho desde el cual ya no puede crecer.
Y al mismo tiempo, provocó la reacción hacia el centro de todo el voto independiente que le dio el triunfo presidencial en 2016. De eso no hay duda. Todo el voto de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania que en rigor le dio los asientos del Colegio Electoral que lo catapultaron a la Casa Blanca, ahora mutaron en tropel al área azul del Partido Demócrata. Muchos de los 30 nuevos escaños ganados por los demócratas fueron quitados directamente desde fortificaciones republicanas, como en Colorado, Florida, Kansas, Minnesota, New York, Pennsylvania y Virginia. Beto O’Rourke, a quienes muchos ven como un nuevo Obama, casi da la sorpresa de la década a punto de destronar al senador ultra-conservador Ted Cruz, nada menos que en el republicanísimo estado de Texas.
Es tan claro que esta elección fue moldeada y mutada en torno a Trump (él mismo la vendió así, como un plebiscito a su mandato, pensando que así recuperaría a los indecisos), que el ocupante de la Casa Blanca pierde el control antes hegemónico del Congreso con una de las economías más robustas de las últimas cuatro décadas y con el desempleo más bajo desde 1969 (3,7%). Aunque muchas de estas cifras macroeconómicas son solo una ilusión: aún los salarios son dramáticamente desiguales, y la guerra tarifaria, especialmente contra China, se hará notar pronto cuando los millones de productos baratos dejen de alimentar los Walmarts y los outlets de bajo precio que consume la clase media y trabajadora.
En ese sentido, y las cifras lo confirman, el “experimento Trump” le abrió el paso a la Presidencia, pero éste solo resistió dos años febriles. El electorado perdonó al principio sus exabruptos morales y de alcoba, sus mentiras constantes y delirantes, sus ofensas a los países pobres a lo que calificó de una forma que no se puede imprimir en letra de análisis. El electorado independiente incluso miró al lado frente a sus crímenes electorales, sus escándalos financieros y el nepotismo flagrante de su propia familia trabajando en la Casa Blanca. Pero no pasó la prueba del último bastión que a Trump le ha sido esquivo: el de la moralidad política, y la integridad simbólica de una Presidencia, la de Estados Unidos, que pese a estar llena de taras e historia oscura, aún permanece en un capullo de sagrado respeto para el estadounidense medio. Trump, que nunca ha querido dejar de ser Trump, cavó en dos años oníricos, su propia derrota legislativa. Y quizás también (lo sabremos en dos años), su propia reelección presidencial…