Por Pedro Brieger, director de NODAL *
Las elecciones presidenciales en Brasil cobran una nueva dimensión regional por el reciente triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México, quien asumirá la presidencia el próximo 1° de diciembre.
Un triunfo de Fernando Haddad, del PT (Partido de los Trabajadores), modificaría nuevamente la relación de fuerzas entre la corriente progresista y la liberal-conservadora en América Latina por la importancia que tienen estos dos países, que junto a la Argentina son históricamente los más poderosos de la región.
El día que destituyeron a Dilma Rousseff amplios sectores políticos y mediáticos se apresuraron a sentenciar que el “populismo” en sus múltiples variantes estaba en retirada y que esto anticipaba también la próxima y cercana caída de Nicolás Maduro en Venezuela. El presidente de la Argentina, Mauricio Macri, electo diez meses antes, no sólo no criticó la destitución de Rousseff sino que fue el primero en reconocer el gobierno de Michel Temer.
Desde los medios de comunicación más poderosos e influyentes se alentaba una nueva reconfiguración regional con eje en los dos países más poderosos de América del Sur y algunos incluso soñaron con Macri jugando un importante rol de liderazgo regional. En su momento señalábamos que no alcanzaba con haber ganado las elecciones en la Argentina para convertirse en líder regional y que el camino para Macri sería largo y debía demostrar algo más que un triunfo electoral. El eje de derecha Argentina-Brasil, sin lugar a dudas, ofrece una reconfiguración regional pero más simbólica que real, porque las derechas latinoamericanas carecen de un proyecto regional por su propia historia de dependencia de las políticas de los Estados Unidos. Fuera de estos dos países, algunos pensaron que Pedro Pablo Kuczynski podría ejercer dicho liderazgo por su trayectoria en diversos organismos internacionales, pero su mandato duró menos de dos años.
Fruto de una visión simplista, muchos comunicadores se apresuraron a enterrar al progresismo sin tomar en cuenta dos factores fundamentales. En primer lugar, que ninguna de las corrientes progresistas sufrió una derrota histórica que los marginara de la política por años, tal cual sucedía en el siglo pasado cuando los golpes de Estado no solamente destituían presidentes sino que también cerraban los parlamentos, prohibían partidos y sindicatos, y atestaban derrotas históricas a los movimientos populares por -al menos- una generación.
En segundo lugar, las derechas latinoamericanas en sus múltiples variantes no tienen nada nuevo que ofrecer más que las recetas liberales o neoliberales. Ninguno de los gobiernos de derecha puede mostrar un rosario de éxitos ni el famoso crecimiento que “derrame” para las mayorías. Basta mirar los legados de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos en Colombia o Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto en México y se verá que -además de los altos índices de pobreza- el narcotráfico está enquistado hasta la médula. Michel Temer, quien quería presentarse como candidato a las elecciones, tiene un índice de popularidad tan bajo que tuvo que renunciar a su sueño de ser elegido presidente y ni siquiera inscribió su candidatura. Mauricio Macri, que aparecía como una derecha “renovada”, en sus primeros tres años de gobierno no puede presentarse como un nuevo paradigma a ser imitado con sus políticas de ajuste o su reconocimiento explícito de que la pobreza crecerá en la Argentina.
Por esta razón, las elecciones en México son tan significativas y modifican el panorama regional. Al frente de una configuración de fuerzas progresistas y después de dos intentos fallidos, López Obrador triunfó de manera contundente, tan contundente que sorprendió a propios y ajenos. México es uno de los países económicamente más poderosos de América Latina a pesar de sus altos índices de pobreza. Junto a la Argentina y Brasil forma parte del G20 y es uno de los principales productores de petróleo del mundo.
Si bien es cierto que México suele mirar más hacia el Norte que hacia el Sur, la existencia de una corriente progresista -que se fortalecería nuevamente en caso de un triunfo del PT- puede ser motivo de acercamiento con el “Sur” para reconstruir los organismos regionales que los gobiernos de derecha están tratando de destruir en sintonía con los intereses de Washington. Es así que el Mercosur, Unasur o la Celac están virtualmente paralizados, pero no han sido destruidos. El caso de Unasur es emblemático: Brasil fue uno de sus impulsores y hoy el gobierno de Temer junto a Macri en la Argentina, Iván Duque en Colombia, Martín Vizcarra en Perú, Mario Abdo en Paraguay y Sebastián Piñera en Chile han suspendido su participación. Pero la Unasur existe, y un triunfo del PT en Brasil seguramente le insuflaría nuevos aires a la espera también de una cambio de gobierno en la Argentina en 2019 para reconstruir lo que la derecha se empeña en destruir.
En este sentido, estas elecciones tienen un carácter continental que rebasa la política interna brasileña. En caso de triunfar Jair Bolsonaro se avecina lo imprevisible y un escenario difícil de imaginar. Un triunfo del PT, en sintonía con el gobierno de López Obrador, le daría nuevos bríos a la corriente progresista. En estas elecciones no sólo está en juego quién presidirá Brasil, sino también para dónde se inclinará el fiel de la balanza en esta América Latina en disputa.