Recibí un mensaje por correo electrónico llamando mi atención sobre un tema que, por recurrente, ha dejado de llamar nuestra atención: la falta de oportunidades laborales para quienes han sobrepasado la barrera de los 45. Parece absurdo, pero los estudios superiores y las experiencias acumuladas durante los 20 años siguientes a la obtención de un título universitario pierden toda relevancia frente a un mercado cuya prioridad parece ser el ahorro en salarios, muy por encima de la excelencia en el desempeño. A eso, se debe sumar el hecho adicional de la fuerte competencia por parte de jóvenes recién graduados e inexpertos, dispuestos a aceptar condiciones paupérrimas en contratos de usura, lo predominante en el actual mercado laboral de la mayoría de países en desarrollo.
¿Qué sucede con ese gran segmento de profesionales cuando superan la barrera de los 45 y nadie los contrata por caros o por “sobre calificados”? No hay cómo saberlo, debido a la situación de inestabilidad económica de nuestros países cuyo impacto en el futuro de las personas resulta cada vez más impredecible. Por ello y debido a un sistema depredador e inclemente con quienes realizan grandes esfuerzos por superarse, esas inversiones destinadas a brindar capacitación por medio de universidades públicas y privadas, más los recursos destinados a elevar el nivel educativo de una población en constante crecimiento, se van por el despeñadero en el momento justo cuando producen los mejores resultados. Y eso no es todo, ese caudal de conocimientos transformado por obra y milagro de los intereses empresariales o burocráticos, se transforma de un modo incomprensible en una desventaja para quien los posee y suma a la columna del retraso en los indicadores de desarrollo.
En nuestros países ha sido notable y bien documentado el incremento en la profesionalización del segmento femenino. Cada vez son más las mujeres que siguen con éxito carreras universitarias y estudios de posgrado, cuya participación en instituciones, empresas y en el ejercicio independiente constituyen no solo un aporte al progreso sino también una vía importante de crecimiento personal, social y familiar. Por eso resultan incomprensibles esas políticas para cerrar las puertas de las oportunidades a quienes alcanzan precisamente el punto más elevado de su vida en cuanto a experiencia, conocimiento y responsabilidad después de haber luchado durante décadas por alcanzar esos estándares de igualdad laboral. Hombres y mujeres en la etapa más productiva, sin posibilidades de conseguir un empleo acorde con sus capacidades, no solo es un absurdo sino también una pésima forma de rebajar los costos operativos a costa de la calidad.
Sin embargo, los efectos de tales políticas no impactan únicamente en la vida de las personas, también lo hacen a nivel de toda la sociedad. Al crearse de forma prematura una clase pasiva –por falta de oportunidades de trabajo- el costo para las nuevas generaciones se incrementa de manera progresiva. El desperdicio de talentos cobra una elevada cuota al conjunto de la sociedad en la menor calidad de los resultados, pero también en la pérdida de confianza sobre las ventajas de una educación superior comparada con aventuras comerciales de elevadas ganancias pero de corto plazo, al parecer la preferencia de un segmento de jóvenes para quienes obtener ingresos es mucho más importante que prepararse académicamente.
El tema da para un amplio debate. Pero la tendencia está creando un problema que, de no enfrentarse a tiempo, podría generar una crisis en una de las columnas vertebrales de nuestras sociedades al excluir de manera injusta y poco inteligente a sus mejores elementos.