Los resultados de las recientes elecciones en Brasil, tanto presidenciales como parlamentarias, dan cuenta de un giro político mayúsculo que se inscribe en una tendencia mundial que no deja de ser preocupante. Se sabía que Bolsonaro estaba punteando, pero pocos imaginaron que tendría la votación que alcanzó, y de ellos algunos señalaban que podría ganar en la primera vuelta.
Si bien habrá segunda vuelta, lo concreto es que Bolsonaro en esta pasada ganó por paliza, poniendo cuesta arriba las posibilidades de su contendor, Haddad. Es como si en un partido de fútbol uno de los rivales se fuera a los vestuarios con una victoria parcial de tres o cuatro a cero. Darlo vuelta no es imposible, pero tendrían que concurrir hechos que no se vislumbran. No se ve qué pueda cambiar para remontar el resultado de la primera vuelta.
De partida, el contendor no se puede cambiar, a lo más podrá cambiar su estrategia, pero difícilmente pueda modificarla radicalmente en estas semanas. Y un cambio de estrategia que sea efectivo necesariamente pasa por un análisis crítico profundo. Un mea culpa auténtico. También es difícil que Bolsonaro cometa errores de bulto en este tramo. Con la victoria en el bolsillo rehuirá los debates y seguramente se limitará a expresiones que no pongan en riesgo su triunfo. Al menos sus asesores harán todo lo que esté en sus manos para reducir las frases para el bronce que lo identifican.
Y lo más probable es que todo esto tampoco sea suficiente puesto que la victoria de Bolsonaro tiene raíces profundas que emanan de errores imposibles de soslayar. No es razonable ni sostenible creer que la gente es irracional, estúpida y/o ignorante cuando vota por Bolsonaro, y que no lo sea cuando vota por Haddad. Tampoco es razonable ni sostenible creer que el partido de los trabajadores, el PT y Lula, sean corruptos, y que no lo sean Bolsonaro y quienes lo respaldan, ni que Bolsonaro y sus boys vayan a terminar con la corrupción y la violencia urbana. Estamos ante un candidato, Bolsonaro, que encontró un blanco al cual apuntar sus dardos: los seguidores de Lula, los petistas, captando y canalizando la rabia y la ira en su contra, tal como en su momento lo hizo Hitler contra los judíos y los comunistas.
La corrupción reinante no nació con Lula, ni mucho menos, aunque así lo quieran presentar los medios de comunicación, ni se limita al PT, sino que atraviesa a todo el arco político, incluyendo a quienes atacan al PT y quienes juzgaron y condenaron a Lula. Por el contrario, la corrupción, así como la violencia urbana están instaladas desde hace mucho tiempo, reforzadas por el modelo económico imperante, y si a la fecha no ha podido ser erradicada, menos lo será por un personaje como Bolsonaro cuya receta es la clásica de la ultraderecha: más militarización, más represión, más neoliberalismo.
Que el pueblo vuelque sus preferencias hacia una opción de este tenor, da para pensar, para reflexionar en torno a una dura interrogante: ¿qué ha llevado a que Brasil llegue a esta situación? ¿qué hacer para que otros países no lleguemos a una coyuntura como la brasileña?
Días difíciles, muy difíciles, esperan a Brasil.