El año pasado escribí viarias notas cuyo tema era “el aparato de lenguaje del PRO”, sin saber todavía el límite y el alcance de lo que quería decir. De algo estaba segura: lo que escuchábamos de boca del Presidente y sus ministros no era el idioma que conocíamos. Su comunicación, que había sido siempre muy visual, los había detenido es un discurso que los asociaba a los peloteros, a la música de tren carioca, al uso implacable de los lugares comunes para decir lo contrario de lo que hacían. Pero cuando llegaron al gobierno traían no sólo un proyecto de exclusión terminal, sino también una manera de expresarlo que se constituiría, hoy, en una pieza más del dolor y la irritación cotidianas.
Ya desde el aciago verano del 2016, cuando comenzaron los despidos de “grasa militante” (que se reforzaban con el control y la vigilancia sobre los muros de Facebook personales para chequear una filiaciones políticas destinada a la proscripción), se iba escuchando un habla oficial blindada, metálica, desafectivizada. La voz de un autoritarismo de modo nuevo.
Estábamos, tal como lo escribí, “frente a un dispositivo de poder desconocido en el mundo hasta ahora”. Era la primera vez que se constituía un gobierno con un Ceo en cada ministerio. No sólo el Estado, como en los 90, comenzaba otra vez a ser conceptualizado como “caja ineficiente de sostén de vagos” que había que desguazar, sino que el poder público se estaba privatizando como nunca antes. Pasaba a tener el poder político gente que detestaba la política “y por lo tanto se equivocaba políticamente sin parar”. Habíamos hasta entonces escuchado mentir a presidentes que en otros períodos hicieron campaña diciendo todo lo contrario de lo que tenían en mente. Pero nunca habíamos escuchado a financistas hacer uso de esa palabra política privilegiada que es el habla gubernamental. No era un habla política con la que estábamos en desacuerdo, como otras veces. Era un habla de patrón, de ése que le dice a la mucama, al empleado o al contratado, cuando ya le ha servido, “retírese” o “usted no sirve para nada”.
Podía pasar cualquier cosa, y había empezado mal: ese enero de 2016 fue detenida Milagro Sala y la punta de lanza de un modus operandi. No había pruebas, los testimonios eran recompensados con cargos o dinero, había amenazas, había un Tribunal de Justicia recién creado con miembros que habían sido hasta tres semanas antes legisladores que habían votado la ampliación de esa corte. Hubo decenas de irregularidades más.
Lo que me saltaba a la oreja y la vista era que gracias a ese dispositivo totalmente irregular, gracias al cerco mediático –que ya no “acompañaba” por conveniencia estafas y crímenes como en la dictadura, sino que era parte activa del dispositivo y trabajaba para sus ganancias–, el poder se expresaba border, desaforado, babyetchecoparizado. Se dejaba salir el ánimo de revancha y la necesidad de exhibir a los adversarios en enemigos. Serían tratados como tales. Y todo ese aparato de poder que no ha cesado en la capacidad de daño de su autoconciencia –según él, el Presidente cuida su cordura para no hacernos todavía más daño–, era aquello gracias a lo que Macri declaraba poco después: que Milagro “está presa porque la mayoría de la gente cree que es culpable”. No son palabras: son lógicas de pensamiento y sedimentos de clase.
En tiempos democráticos, esa sola línea, la de una detenida por una opinión generalizada (que ellos fabrican todos los días) hubiera sido motivo de debates televisivos ardorosos. Pero los medios son ellos. La complacencia mediática fue desde un principio el blanqueo de métodos y argumentaciones inadmisibles en un Estado de Derecho, porque la legalidad institucional chilla cuando la quieren tajear en una democracia. Aquí hubo consentimiento y colaboración. Ya no sólo había habido miles y miles de despidos: varias personas habían sido asesinadas sin que al aparato mediático se le moviera un pelo. La felicitación presidencial a un policía por disparar por la espalda quizá sea el clímax de muchos otros deslices hacia la violencia institucional que extingue, sin que a la oposición “dadora de gobernabilidad” la espante, garantías constitucionales de los ciudadanos. No estamos diciendo que queremos un golpe. Estamos diciendo que queremos vivir sin que nos hagan tanto daño, nos roben y nos destruyan el país. Y el que quiere oír oye, si es un estruendo.
A días de asumir, otra frase del Presidente me había arruinado el oído: “Quiero gente presa”, decía un periodista hegemónico que se le había escuchado susurrar a Macri en una antesala. Es decir: ya era verbal la estrategia de persecución y manipulación de otros poderes del Estado con herramientas que fueron siendo cada vez más sorprendentes. Pero lo que quiero en definitiva decir, volviendo al primer párrafo, es que era absolutamente necesario que funcionara ese dispositivo de generación de una nueva subjetividad, sin contacto con las muchas otras, endogámica en su multitudinario veneno. Era necesario porque tanto Macri como sus funcionarios dicen cosas muy extrañas, muy sádicas, muy absurdas, disonantes a grado máximo con el habla democrática. Elisa Carrió es en ese sentido la musa que le corresponde al PRO, una fuente inagotable de sadismo surrealista y de goce de impunidad expuesto lascivamente.
El veneno es constitutivo del proyecto. Pero para sostenerlo, cada día ese lenguaje vacío, latoso, repetitivo, vulgar, folletinesco, falso, casi inanimado, se necesita que nadie lo refute. Porque todo lo que dice el presidente o los funcionarios o los periodistas adictos es refutable. Fácilmente refutable. Tremendamente. Sólo funciona si del otro lado no hay nadie dueño de la palabra.
Recuerdo una frase que circulaba hace mucho: “Nunca le preguntes a un mentiroso si miente, porque sólo puede decirte que no”. Lo mismo inspira el habla del PRO, el que llevan a cada debate, el que usan en las conferencias de prensa, el que Macri traslada para nuestro pudor, a los foros internacionales, el que sus acólitos reproducen permanentemente en los micrófonos, pantallas o taxis: no es un habla superficial sino todo lo contrario. Viene de la profundidad de seres que creen firmemente en la supremacía de unos sobre otros. No tiene ningún sentido confrontar verbalmente con ellos, intentar ganarles la discusión. Porque no hablan. Son una grabación permanente. Cuando cada día dicen “diálogo”, lo que quieren decir es “acá mando yo”.